El progresismo fanático
«Hoy nuestro presidente y su Gobierno son un experimento de lo peor y más perverso de lo ‘woke’, a la española, alentando sin cesar el analfabetismo de rebaño»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En nuestro país hay dos tópicos políticos que son insuperables: el mundo progresista y el conservador. Viene de muy lejos y es una división que también comparten otros países democráticos. Pero el caso es que entre un bloque y el otro antaño había formas de opinar y actuar en la sociedad que han ido desapareciendo actualmente desde que nuestro presidente, hoy un fanático de sí mismo, mandó como Trump levantar un muro que separa a él y los suyos del resto de los españoles. Y aunque no ha tenido medios como el norteamericano para realizarlo físicamente, con toda seguridad le hubiera encantado llevarlo a cabo. Lo que sí es absolutamente cierto es que ha logrado separarnos casi como en otros e innombrables tiempos. Los buenos están, por supuesto, de su parte.
Este Gobierno expide carné de progresista a todo aquel que lo acepta sin rechistar. A quien lo adula y corea como esos medios y periodistas nostálgicos de la Prensa del Movimiento. Hoy el progresismo, me refiero al local, está repleto de usuarios de prostíbulos, filoetarras, separatistas, antidemócratas, feministas pegadas fanáticamente al manual woke, corruptos y ladrones sin vergüenza alguna, anticonstitucionalistas, denigradores permanentes del poder judicial y demás. ¿Y qué decir de los desleales a sus propias palabras y promesas, a cuya cabeza está el propio presidente del Gobierno? ¿Es esto progresismo?
Bajo este adjetivo calificativo, otrora se reunían grupos de personas defensoras de la libertad contra la opresión. Hoy la opresión, todavía moderada por la incompetencia de sus responsables, viene organizada desde este Gobierno «progresista». Control de los medios de comunicación, desprecio a la Constitución, desprecio a la división de poderes, desprecio a la Monarquía parlamentaria, dudas sobre los procesos electorales, corrupción admitida y generalizada desde las más altas estructuras del partido socialista, así como en diversos organismos institucionales, y cientos de cuestiones imposibles de enumerar aquí.
Podríamos estar hablando de un progresismo de marcha atrás, muy atrás. Los conservadores siempre han sido reconocidos como quienes han respetado los valores y acuerdos consensuados previamente. Defensores de una tradición puesta al día y también partidarios de la sociedad establecida y de que ella misma vaya haciendo las reformas necesarias para su continuada mejora. En principio, la entente progresismo-conservadurismo fue dando sus frutos desde la moderación y el compromiso de ambas.
Pero hoy ese compromiso está destruido por la pretensión de un «progresismo» rupturista, antidialogante, beligerante y, en resumen, antidemocrático. Pasar de la concordia a la autocracia, al autoritarismo, creyendo con fe fanática que el bien, cualquier bien sobre todo el de ellos mismos, justifica los medios, incluso los más despreciables e inmorales, es la nueva variante que está practicando este «progresismo», al modo de la Venezuela de Maduro defendida por ellos, en contra de la recientemente galardonada con el Premio Nobel de la Paz.
«Un partido político es como pertenecer a una religión. El practicante impone su fe por encima de todo»
¿Por qué, a pesar de todo lo dicho, el Partido Socialista (hoy secuestrado por el arribismo más callejero) sigue manteniendo un importante número de fieles inmunes a todos los desmanes de sus dirigentes? Se actúa en bloques porque es la manera de influir en la política. No así de manera individual. El individuo se adhiere a un bloque, aparte de por intereses particulares, también ideológicos. Esa pertenencia a un grupo le ahorra el esfuerzo considerable de tener que pensar y razonar. Si acierta, le corresponde una mínima parte del éxito. Si fracasa, no afronta ninguna consecuencia. Un partido político es como pertenecer a una religión. El practicante impone su fe por encima de todo. La relación se hace familiar. Por eso se rechaza lo malo como ajeno e inconcebible.
Pero a pesar de todo, no siempre se cree cualquier cosa a voluntad. Cierta racionalidad individual queda libre. El engaño, aunque no nos lo parezca, tiene un límite y puede crear grandes decepciones y desafectos, como ese millón de votantes socialistas disconformes y alejados de este rumbo sin meta. Sin embargo, los fanáticos ideológicos tienen un umbral de irracionalidad muy alto, tanto que la posibilidad de hacerlos cambiar de opinión es casi imposible. Lo estamos comprobando día a día en nuestro Senado y Parlamento. Y, además, ese fanatismo se extiende como un virus hacia los partidos extremistas. Convencidos de que están haciendo un bien a la sociedad española, actúan a sus espaldas.
Las gentes de buena voluntad, como esos miles de socialistas exiliados o autoexiliados de un partido irreconocible, se reafirman en que sus opiniones son las correctas y, además, antidogmáticas. Los otros, cortarán de raíz todo aquello que se oponga a sus ideas: evitar la información contraria, solo escuchar a los propios, divulgar las consignas, no atender a un entendimiento. Hoy Internet complica aún más las cosas. Siempre está al lado del poder en cada momento. El individuo que se sale de un grupo queda en medio del fuego cruzado.
Desmontar mentiras que pueden favorecer a uno mismo es algo difícil y de gran mérito. Lo mismo que alejarse de una familia. El escudo protector de defensa ideológica de los partidos fanáticos progresistas se basa fundamentalmente en estos principios. Como en la época soviética, no se puede cuestionar este sistema de creencias porque es inmoralmente incorrecto. Dar voz a quienes contradicen esta ideología es perjudicial. Hay que dar a las minorías oprimidas una serie de privilegios. La racionalidad y la objetividad son imposibles e indeseables. Todo esto ayuda a los militantes embaucados a no pensar.
«Hoy, el principal enemigo de España es el actual Gobierno y sus socios carcelarios»
El progresismo fanático, en el que nos encontramos hoy naufragando, ayuda a no pensar. Por ejemplo: todos los jueces son franquistas, de derechas y antigobierno. No hay más explicaciones. Esta es la consigna. Este progresismo suicida desalienta el pensamiento objetivo, silencia a quien no lo comparte y amenaza a sus críticos. La supresión del debate ideológico conduce a la confrontación en la cual nos encontramos.
Acaba de pasar el Día de la Hispanidad, y quien ataca más a nuestra historia y a nuestra entidad como nación es el propio Gobierno. Difícil mantener la cohesión de un Estado si este está siempre en entredicho. Hoy, como he escrito otras veces, el principal enemigo de España es el actual Gobierno y sus socios carcelarios. La sociedad, para controlarse a sí misma, ha creado las leyes aceptadas por la mayoría y las instituciones y procedimientos para cumplirlas. Para que esto funcione se exige una lealtad que el actual presidente del Gobierno no representa. El presidente del Gobierno ha sido, sobre todo, desleal. Y sigue siéndolo.
Michael Huemer, hablando de «los mitos progres en los EEUU», explica que en el colegio le enseñaron que su país defendía la democracia, la libertad y la igualdad. Y, además, que el sistema de gobierno norteamericano había diseñado mecanismos de control y un sistema de separación de poderes para evitar precisamente su abuso, y que la Constitución garantizaba ciertos derechos fundamentales del individuo.
¿Qué sucede cuando esto no es así, por ejemplo, en nuestro país? En estos últimos días, difundiendo la idea de que exterminamos a toda la población indígena de América. Y colaborando con las ideologías más progresistas fanáticas, por parte del Ministerio de Cultura, trayendo exposiciones que atentan contra nuestro pasado y, sobre todo, nuestro presente democrático que no es el del originario país organizador de las muestras. Ninguna sociedad ha sido justa al cien por cien, ni siquiera la de quienes se sienten víctimas. Pero descargar en los demás las propias culpas, y con la aquiescencia de quienes nos deberían defender, es inmoral.
«El progresismo fanático al que se le podría calificar como ‘woke’, es una peste que ha contagiado a la cultura occidental»
El discurso progresista fanático parte de otra gran mentira: que todas las sociedades son malvadas. De ser así, la culpa sería colectiva. ¿Ante los casos de corrupción y agravio contra las mujeres que se están produciendo por parte de personajes del partido socialista y el Gobierno, dónde están, por ejemplo, las manifestaciones en contra por parte de los miles de mujeres militantes socialistas? La respuesta es exacta al silencio que imponen las sectas. Hoy, las informaciones deben ser más contrastadas. Es importante saber de dónde proceden. El progresismo fanático no tiene la exclusiva de la tergiversación, todas las ideologías tienen seguidores crédulos. Pero hay que reconocer que este progresismo es muy hábil a la hora de crear y propagar este tipo de mensajes simplistas a su favor.
Para evitar ser cómplices de la mentira no hay que difundir bulos cuyo contenido no esté verificado. Fiarse de los medios de comunicación solventes. Atender a los jueces. Dar voz a los intelectuales. Escuchar a los pensadores críticos, prestigiosos e independientes. El progresismo fanático al que hoy en día se le podría calificar como «progresismo woke», es una peste que ha contagiado a la cultura occidental. Ha creado su propia mitología, elevado sus resentimientos, y extendido un espíritu de destrucción de todo el pasado.
La manera de que las cosas mejoren no es la queja permanente ni la exigencia de privilegios. Tampoco la destrucción de las instituciones que tardamos siglos en poner en marcha para no seguir matándonos entre nosotros. La forma de avanzar es ir mejorando paso a paso, sin venganzas ni aniquilaciones, respetando nuestros principios esenciales. Hoy nuestro presidente y su Gobierno son un experimento de lo peor y más perverso de lo woke, a la española, alentando sin cesar el analfabetismo de rebaño.