El síndrome Santaolalla
«Las cadenas públicas y parte de las privadas mantienen un sistema de acceso a los platós que no premia la inteligencia ni la solvencia, sino la obediencia partidista»

Ilustración de Alejandra Svriz
En España, hace tiempo que los debates televisivos parecen una extensión del gabinete de comunicación de los partidos. Las cadenas del llamado duopolio –Atresmedia y Mediaset– y, sobre todo, las públicas –RTVE y autonómicas– mantienen un sistema de acceso a los platós que no premia la inteligencia ni la solvencia, sino la previsibilidad basada en la obediencia. Lo resumía con crudeza un antiguo productor: «Aquí nadie se sienta porque piense bien, sino porque cae bien a quien manda».
Pierre Bourdieu dijo en Sobre la televisión (1997) que los medios tienden a sustituir la competencia por la connivencia. Esta advertencia, formulada en los años noventa, se ha convertido en el principio rector de la tertulia política española. El pluralismo se mide en cuotas de partido, no en diversidad de pensamiento; y la libertad crítica, lejos de celebrarse, está proscrita.
La televisión pública y buena parte de la privada se han transformado en una suerte de monopolio coral del poder partidista. De igual forma que los parlamentarios no debaten sino que se limitan a apretar el botón que se les ordena, los tertulianos no opinan: reproducen el argumentario del partido de su referencia.
El caso de Sarah Santaolalla ilustra esta degeneración a las mil maravillas. Formada en Derecho y Comunicación Audiovisual –aunque, según diversas fuentes, sin concluir–, se ha convertido en la estrella del momento en RTVE, La Sexta y Telecinco. Cualquier espectador mínimamente avispado sabe que su nivel intelectual no alcanzaría para aprobar la ESO, lo que hace aún más llamativo su ascenso meteórico en el ecosistema mediático.
Su tono grosero, despectivo y pendenciero, carente de cualquier rigor, no obedece a la excentricidad estilística, sino a una misión: sustituir el argumento por la trifulca. Su estilo combina la agresividad de una campaña electoral con el desparpajo del chiringuito televisivo: «Hay que ser muy idiota o tener muy poca información para seguir creyéndote al Partido Popular y a Vox», llegó a decir en RTVE. Esa frase resume bien el tipo de debate que hoy se paga a precio de oro con dinero público.
«En el ecosistema mediático actual el histrionismo se confunde con el mérito y el exabrupto con la inteligencia»
Otro día, en un arrebato de pedagogía progresista, arengó al público animándolo a «follar con quien queráis» mientras llamaba «panda de homófobos y machistas» a los discrepantes. No se sabe si buscaba concienciar o elevar la audiencia, pero sí confirma que en el ecosistema mediático actual el histrionismo se confunde con el mérito y el exabrupto con la inteligencia.
Santaolalla cobra más de 4.000 euros mensuales de RTVE, a lo que hay que sumar otro tanto de las privadas, por defender sin matices todos los relatos del Gobierno, ya sea negar la corrupción rampante, descalificar a los jueces o llamar idiota al que no vota a Sánchez. Pero, por mucho que Santaolalla sea un caso espectacular del sectarismo más terminal y cateto, su caso no es excepcional: es un reflejo del modelo.
Hannah Arendt decía que la mentira organizada reemplaza a la verdad como principio de acción, y en ningún lugar se hace tan visible este trueque fraudulento como en esos platós donde la mentira más mostrenca se reviste de espontaneidad y la consigna se presenta como opinión libre. Las tertulias españolas han alcanzado ese punto en que la propaganda ya no necesita imponerse, solo disfrazarse de debate.
La arbitrariedad de este sistema no solo excluye el mérito: también abre la puerta al favoritismo y al enchufe personal. Cuando no hay reglas objetivas basadas en la calidad, y todo se reduce a la afinidad partidista, la selección puede depender de una simpatía, una afinidad o incluso una relación sentimental. En política ya vimos un ejemplo paradigmático con Irene Montero, que ascendió de forma fulgurante de cajera a ministra gracias a su vínculo con el líder de Podemos. En el terreno de la tertulia la historia se repite: Sarah Santaolalla habría entrado en el star system mediático por mediación de su pareja.
«Cuando la selección se rige por fidelidades y no por méritos, el amiguismo se convierte en moneda de cambio»
No se trata de entrar en los detalles privados, sino de exponer un síntoma del propio sistema: cuando la selección se rige por fidelidades y no por méritos, el amiguismo y la mediación personal se convierten en moneda de cambio. El enchufe deja de ser una singularidad para convertirse en la metodología dominante. Lo personal se confunde con lo profesional y lo partidista con lo íntimo.
En todo sistema politizado siempre hay figuras ocultas en recónditos despachos que garantizan su control. En el ámbito mediático, esa tarea recae en el seleccionador interpuesto. Un personaje anónimo que decide en última instancia si este o aquel tertuliano, inicialmente propuesto para un determinado programa, puede participar o debe permanecer fuera del circuito. No suele figurar en los créditos, pero su poder es mayor que el de cualquier director de programa. En la práctica, es un comisario político de la comunicación, un funcionario al servicio de la ortodoxia partidista. Su trabajo no consiste en garantizar la calidad del debate, sino en asegurar su previsibilidad y evitar sorpresas. Por ejemplo, que un tertuliano descontrolado diga verdades como puños que dejen en mal lugar a tirios y troyanos.
Algunos directores reconocen en privado que no pueden incorporar a un tertuliano sin el visto bueno de «arriba», y con «arriba» no me refiero a la planta noble de la cadena, sino a ese despachito que hace las veces de enlace entre la televisión y los partidos. Antes los comisarios políticos llevaban uniforme; hoy se visten de gris para pasar desapercibidos. Pocos los conocen y, sin embargo, todos los temen.
Que un sistema de «selección» tan grotesco opere en RTVE resulta especialmente grave porque hablamos de una corporación pública, sostenida con el dinero de todos. Sus estatutos establecen la obligación de ofrecer una información veraz, objetiva y plural. Sin embargo, la pluralidad ha degenerado en pantomima.
«El pluralismo había desaparecido de las pantallas mucho antes de que el actual presidente le diera la puntilla»
Antes del advenimiento del sanchismo, el espacio dedicado a la opinión se repartía de forma más o menos alícuota entre las formaciones políticas. Luego estas lo administraban entre sus tertulianos «de confianza». Desgraciadamente, todo sistema basado en reglas y acuerdos informales es susceptible de ser tomado al asalto. De ahí que la televisión pública haya acabado siendo cooptada por Sánchez y sus socios. Sin duda, un salto cualitativo. Pero no nos engañemos. Antes de Sánchez el espectador tampoco asistía a un genuino debate de ideas, sino a una representación teatral de la política. El pluralismo había desaparecido de las pantallas mucho antes de que el actual presidente le diera la puntilla.
Las cadenas privadas tampoco se libran. Aunque en teoría obedezcan a criterios comerciales, su dependencia del poder político es absoluta: de las licencias, de la publicidad institucional, de los favores regulatorios. El duopolio mediático privado funciona en la práctica como una extensión del mismo modelo público donde los tertulianos son peones intercambiables. Tampoco en los canales privados el tertuliano analiza la realidad, recita de memoria el catecismo de la banda que lo ampara.
Una forma sencilla de comprobar que el universo de las tertulias está sometido a la servidumbre partidista no es ver qué se dice, sino qué no se dice. Hay temas intocables que nadie se atreve a abordar. Y que ningún director incluye en la escaleta por instinto de supervivencia. Uno de los más llamativos es el de las Zonas de Bajas Emisiones (ZBE). Ninguna gran tertulia aborda críticamente este experimento social que restringe la movilidad de decenas de millones de españoles, encarece su vida y los castiga por no ser «ricos».
¿Cómo es posible este clamoroso silencio? Muy sencillo, porque ahí están todos de acuerdo. El PSOE las impulsa, el PP las aplica, y los nacionalistas las bendicen. Lo mismo ocurre con los fondos europeos, la penetración de China en sectores estratégicos o el descontrol del modelo autonómico. Estos temas están vetados por la sencilla razón de que de ahí comen todos.
«Los debates, que deberían elevar el nivel del ciudadano, lo infantilizan»
Según Günther Anders, el espectáculo político no tiene como finalidad reflejar la realidad, sino sustituirla. Las tertulias televisivas son precisamente eso: puro espectáculo. Una sustitución del debate público por un teatrillo de clanes. El efecto es demoledor. Los debates, que deberían elevar el nivel del ciudadano, lo infantilizan. El espectador se acostumbra, por fuerza, al griterío, la descalificación y el insulto. El objetivo es simple: no tienes que pensar, solo elegir bando.
¿Cómo es posible que un sistema tan grosero perdure? Muy sencillo, porque conviene a todos. Las televisiones obtienen protección e ingresos asegurados; los partidos, propaganda; los tertulianos, pagos muy por encima de la media; y los ciudadanos, culebrones políticos que entretienen y proporcionan el espejismo de estar bien informados. Así, con la colaboración de todos, se sostiene el circo, mientras los verdaderos problemas quedan fuera de plano.
España no sufre escasez de buenos analistas, sino de puertas abiertas. Es la ley de la selección adversa. Sarah Santaolalla no es más que una grotesca postal de un modelo controlado por clanes, donde se enchufan amantes, amigos y kamaradas. Salvando las distancias, algo similar a lo que sucede en Gaza: barrios dominados por facciones que imponen su relato y deciden quién puede hablar y a quién hay que cerrar la boca. Aquí, por el momento, no hay AK-47 ni pasamontañas, pero sí personajes grises operando en recónditos despachos al servicio de nuestros peculiares señores de la guerra.