The Objective
José Carlos Llop

El archipámpano de las Indias

«El capitán Haddock compartía con otros ilustres colegas –don Martí de Riquer, por ejemplo, o don Francisco Rico– el gusto por los espirituosos escoceses»

Opinión
El archipámpano de las Indias

Exposición dedicada a Hergé en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en 2022. | EP

Pertenezco a la Escuela de Moulinsart. En ella aprendí muchas cosas y gracias a ellas vivo medianamente bien. Tuvimos buenos profesores: el capitán Haddock –experto en lexicografía–, el profesor Tornasol –científico de renombre internacional–, Tintín –periodista y diplomado en Historia contemporánea–, Néstor –estudios de protocolo–, la profesora de canto signorina Castafiore, y dos botarates muy serios, vestidos de negro, en cuyas clases nos podíamos reír de todo y nunca se enteraron. Ocasionalmente, aparecía el profesor Serafín Latón e intentaba, en vano, matricularnos en una escuela de negocios de esas que tanto abundan ahora. Visionario, Latón. 

El capitán Haddock compartía con otros ilustres colegas –don Martí de Riquer, por ejemplo, o don Francisco Rico– el gusto por los espirituosos escoceses y a veces los invitaba a tomar unos tragos largos en clase. Ahí Haddock callaba y los escuchaba, como todos nosotros: las disertaciones cervantinas de ambos invitados eran magníficas y cuando estaba a punto de sonar el timbre, el capitán Haddock les avisaba: «ahí resuena el olifante de Roldán» y don Martí de Riquer, manco y valiente como don Miguel, sonreía cómplice y recitaba algunas estrofas de la Chanson de Roland, recordando la iglesia bordelesa de Saint-Seurin. Aquellas clases magistrales en torno a una botella de Loch Lomond –fino whisky de malta y grano– fueron siempre memorables. Como los epítetos que dirigía el capitán a los cenutrios de otras instituciones y universidades que le buscaban las pulgas, diciendo tonterías. A Haddock las tonterías le causaban una cierta irritación.

En una ocasión hablaron de Ramon Llull –Haddock no tenía ni idea– y uno de ellos, no recuerdo quién, hizo un par de calas argumentales en su Blanquerna, que ninguno de nosotros había leído. En el libro, nos dijo, el caballero Blanquerna dedica su vida a la religión cristiana y siendo abad e incluso Papa, acaba en ermitaño y eso le enaltece el espíritu y aumenta su sabiduría hasta alcanzar la bondad suprema. La vida eremítica, apartada de todo fasto.

«Recuerdo que en clase se estableció una discusión sobre si el nombre de Blanquerna –tan alejado de las vanidades humanas– era digno de que lo ostentara un premio»

Recuerdo que en clase se estableció una discusión sobre si el nombre de Blanquerna –tan alejado de las vanidades humanas– era digno de que lo ostentara un premio. Que quiénes éramos los hombres –y aquí asomó la cabeza Madame Castafiore y añadió «y las mujeres»– para usar Blanquerna como una distinción mundana y una floreada vanidad por los méritos acumulados en favor de no sé qué. Los señores Riquer y Rico ya se habían marchado y, por tanto, no opinaron, pero Archibald Haddock se mostró inexorable. Sirvióse otro lingotazo de Loch Lomond y empezó a musitar una cantinela que ríanse de los horribles Carmina Burana de Carl Orff –hablo de la música, no de la letra de los monjes goliardos–. «Viviseccionista», dijo para empezar, víctima de alucinaciones. Y siguió luego con su retahíla: «bachibuzuc, Arequipa, ectoplasma, guano, anacoluto, filibustero, Arequipa, Chiquito, ornitorrinco…». Como iba enrojeciendo peligrosamente, le rogamos que parase y algo debió de ocurrir porque lo hizo: paróse, sin decirnos a quién se refería. Aquel día se lo llevaron a una clínica y no volvimos a verle. Castafiore lloraba por las esquinas: «¡Cielos, mi Haddock!», musitaba entre hipidos. Nunca volvió a cantar. Nosotros jamás supimos lo que quería decir con Arequipa. Corría el año 80 del pasado siglo y finalizamos nuestros estudios. Moulinsart acabó cerrando por falta de matriculados. Al principio visitábamos al capitán en la clínica. Estaba postrado en una butaca y no hablaba. Pasaron algunos años y dejamos de ir a verle. Al morir dejó un misterioso billete. En él se leía, de su puño y letra y con sospechosas manchas de whisky: «Blanquerna, Blanquerna: desempolvarán un premio abandonado y apresuradamente se lo concederán al tan condecorado con medallas, placas y grandes cruces. Se lo darán al Gran Archipámpano de Las Indias por los servicios prestados». Parecía un críptico mensaje de El secreto del Unicornio. Pero después añadía: «Y yo me voy. Néstor, prepare el coche».

Ahora el secreto está desvelado: todo fue para conseguir la Gran Cruz de Archipámpano de Las Indias, pensionada con el oro de los Andes.

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