The Objective
Andreu Jaume

Fuga de un viaje (y II)

«Llegar a Cáceres de noche y pasear por su intacto centro histórico es como bajarse en una hora detenida del XVI. Todo conserva la ilusión de un tiempo sin turismo»

Opinión
Fuga de un viaje (y II)

Alejandra Svriz

Nos habíamos quedado, en la estación del anterior artículo, en Guadalupe, frente a un pequeño Goya que nos había hecho olvidar la eternidad posible de Zurbarán. De Guadalupe siempre se parte como si uno tuviera que cumplir una misión transoceánica después de haberse encomendado durante unos días de retiro a la Virgen, como aquellos dos señores que Carlos y yo oímos, en la piscina del parador, tumbados en una hamaca con su bañador de Fraga, rezar, al amebeo modo, un Ave María, y que solo al día siguiente, al ver a uno de ellos en el desayuno con el alzacuellos, supimos que eran dos curas y no una variante neocatecumenal de un amor gay crepuscular, al fin emancipado. En cualquier caso, no dejamos de contemplar la escena fascinados, como si fuéramos la cámara de Buñuel.

Trujillo es la siguiente e inevitable parada después de Guadalupe. Como dice Cees Nooteboom en El desvío a Santiago, se trata de «una tumba habitada por seres vivos». La gran plaza, de impresión tan italiana, con sus soportales en fuga y su austera iglesia de fachada rojiza y desleída, está dominada por una estatua de Pizarro, cuyos restos, me dice Carlos, yacen en la catedral de Lima, ya despojados del prestigio caduco que aún nimba esta estatua ecuestre, con la espada en ristre, que para nosotros no puede, sino ser la lanza de Don Quijote, metáfora, como observó Juan Benet, de un Estado delirante que para llevar a cabo su insensata función redentora necesita seducir a un plebeyo remolón para que le acompañe a la casona en la que concluir en paz sus días, rodeado de ruinas. 

En una esquina de la plaza, está el palacio –la casa, más bien– de Pizarro, con las esculturas que el gobernador de Nueva Castilla hizo esculpir para él mismo y su esposa india cuando fueron nombrados marqueses de la Conquista. Los actuales herederos del título son aún los propietarios del edificio que no se puede visitar. Al parecer, el interior tiene o tenía frescos con figuraciones del Nuevo Mundo, plantas y bestias fabulosas, las primeras imágenes de lo poco que alcanzaban a ver nuestros salvajes cristianos. Aunque parezca imposible, esa pobre esquina ennoblecida de un pueblo perdido de Extremadura está relacionada con la ejecución de Atahualpa, el emperador de los incas. Acusado de idolatría y poligamia, fue condenado a la hoguera, pero como aceptó bautizarse en el último momento, con el nombre de Francisco, la pena le fue conmutada por un caritativo estrangulamiento con garrote.

Llegar a Cáceres de noche y pasear por su intacto centro histórico es como bajarse en una hora detenida del XVI. Las torres almenadas con yedra, el contrapicado de la fachada de una iglesia en una pequeña plaza que de pronto se agranda al infinito, las callejuelas empedradas y desnudas, los portales de la siempre humilde arquitectura civil de este país, todo conserva la ilusión de un tiempo sin comercios ni turismo. Apenas hay transeúntes y los que nos salen al paso parecen embozados, de camino a una reyerta. El calor da espesura a la felicidad y desmiente el final del verano, una de las sensaciones del sur más gratas y reconfortantes para los que amamos esta estación, a despecho del calentamiento y su apocalipsis global.

En Mérida descubrimos maravillados el Museo Nacional de Arte Romano de Rafael Moneo, recreación de un edificio de la antigua Roma, con salas y galerías de ladrillo integradas en un recorrido trazado con una admirable simplicidad y la sublimidad justa, envuelto todo en una luz cenital que recuerda a la del Panteón. La colección de esculturas, mosaicos, joyas y cerámicas es magnífica. En apenas unos minutos, hemos bajado varios estratos temporales hasta tocar la romanización que colonizó la península, otro documento de civilización y barbarie. Muy cerca está el recinto arqueológico que alberga el teatro y el anfiteatro. Por mucho que los hubiéramos visto fotografiados, nada puede sustituir la experiencia de recorrerlos a pie, reencarnar aquella escala humana e imaginarse una lucha de gladiadores o el eco del coro en la orquesta. En el anfiteatro es inevitable pensar que las plazas de toros que iremos viendo y coleccionando a lo largo de todo el viaje (¡ah la bodega integrada en el coso de Mérida!) descienden de aquel espacio en que los hombres también luchaban con el animal de Mitra, restos de cuya tauroctonía vimos también en el museo. A los remilgados de nuestra época hay que recordarles que, según Mircea Eliade, uno de los nombres más antiguos de Dios es precisamente toro

Al día siguiente, el desvío a Évora nos permite comprobar que Portugal es como España pero sin volumen. La algarabía y el griterío que suelen sonar de fondo en buena parte de los pueblos y ciudades de nuestro país se atenúa para dar paso a un tono más lacónico e introspectivo, perceptible incluso en un paisaje que, siendo casi el mismo, se tiñe, sin embargo, de una luz más atlántica e incluso africana. La preciosa quinta de Ximena Meier y su familia en la que nos hospedamos parece un rincón de la sabana donde no desentonaría ver pasar jirafas y algún elefante. Ximena es ilustradora y ceramista, autora de un libro único sobre la pinacoteca nacional, Cuaderno del Prado (Lumen), que debería estar en todas las casas y colegios del país. Ximena es además especialista en Juan Floris, el azulejero de Felipe II, cuya novela nos cuenta mientras nos sirve un inolvidable cordero laqueado en su cocina de cottage inglés, con la vieja campana del hogar decorada con sus propias baldosas, a lo Bloomsbury.

Ximena nos lleva a ver los restos megalíticos de los alrededores, otro descenso, pero esta vez vertiginoso y sin fondo. Ante aquellas piedras pulidas que a veces parecen huevos líticos, uno no puede, sino recordar la meditación inicial de Thomas Mann en el primer volumen de José y sus hermanos. El escandallo de su estilo baja hasta perderse en un origen sin principio: «En cualquier momento, esa es la palabra del misterio. El misterio no tiene tiempo, pero la forma de la intemporalidad es el aquí y el ahora». El paseo luego por Évora, al atardecer, envueltas las calles en una luz ambarina, preñada de un mar ausente, revela el carácter espectral que la vida adquiere a veces en la mejor compañía. Ciudad blanca, bella y tranquila, apartada del mundo y sus urgencias, Évora invita a caminar y pensar despacio. Aquí al parecer tuvo lugar la revuelta inicial contra el dominio español, que estallaría en 1640 en la guerra de restauración. For History is a pattern of timeless moments

«Fuenteheridos se levanta sobre el nacimiento del río Múrtigas, cuyo curso nos da el paso ‘de la eternidad cambiante’, como diría Rilke. Uno no sabe si está en Andalucía o en la Selva Negra»

Después de Évora, el viaje adquiere otro ritmo y otra dimensión. Ana y Carlos nos dejan con pesar en Fuenteheridos, camino de su Sevilla, mientras nosotros nos proponemos explorar la sierra de Huelva, el parque natural de Aracena, muy poco conocido, al menos para los que venimos de la Corona de Aragón. Es imposible resumir con fidelidad la sucesión de pueblos y paisajes que pudimos recorrer, casi siempre a pie. En Fuenteheridos hay bosques encantados de castaños y robles, con agua resonante y senderos transidos de una luz tamizada que parece brotar de un manantial. Gracias a David (¡compren los libros de El Paseo!) conocimos al poeta Manuel Moya, anfitrión ideal del lugar: «Cada hombre tiene su luna y su prodigio, / su tormenta y su hora de estar viendo llover». Fuenteheridos se levanta sobre el nacimiento del río Múrtigas, cuyo curso nos da el paso «de la eternidad cambiante», como diría Rilke. Uno no sabe si está en Andalucía o en la Selva Negra.

Y a diez minutos en coche, en Alájar, el paisaje muta a una masa forestal más mediterránea y cálida, de encinas y pinos, con unos cuantos grados más de temperatura. Desde su espectacular eminencia, la Peña Arias Montano conserva los restos de lo que fue la villa renacentista de aquel humanista y hebraísta, preceptor de Felipe II, bibliotecario de El Escorial, testigo del Concilio de Trento y refinado burlador de la Inquisición. El personaje, como tantos otros de nuestra abandonada historia, pide a gritos una gran biografía, como comentamos una noche con Silvia y Manuel (¡compren los libros de Athenaica!), ya en Almonaster. Nada más llegar, después de comer espléndidamente en el mesón Isabel II, subimos a ver la pequeña mezquita, abierta y sin vigilancia, que corona el pueblo como si no hubieran pasado diez siglos. Al llegar, nos recibe un gato bostezante que nos hace de guía. Ver el paisaje a través de la geometría islámica, mientras las calles abajo se van cubriendo de bruma, nos devuelve al tiempo de los viajeros ingleses del XIX. No hay ni rastro de virtualidad y estamos aún en el mundo real. Llegar al cabo de unos días a Aracena, cabeza de comarca, será como celebrar el cambio de siglo y empezar el XX, a tiempo para asistir a la inauguración del casino Arias Montano. Y aún nos faltará Sevilla, con nuestra segunda casa en Jesús del Gran Poder (¡lean a Carlos Mármol!), ciudad de la que cada vez es más difícil hablar, por las razones que adujo mejor que nadie Chaves Nogales: «No intentéis descomponer su luz con el prisma de vuestro panderetismo. Ved unas calles llanas, ved unas casas todo blancura, ved unas almas claras. Desnudad con la imaginación la maja vestida de Goya –no es la maja desnuda– y algo semejante será nuestra ciudad».

Publicidad