Razones para la deserción
«Dichoso el general retirado que, en vez de marchar hacia la batalla –o, peor aún, a la oficina–, se deja arrastrar por la corriente, irresponsable y holgazán»

Spiderman. | Marvel
Decía Virginia Woolf que quedarse en la cama es como desertar del ejército de los que andan erguidos. Dichoso el general retirado que, en vez de marchar hacia la batalla –o, peor aún, a la oficina–, se deja arrastrar por la corriente, irresponsable y holgazán. El suyo es un acto de deserción y también de resistencia pasiva contra la grisura de las obligaciones.
La memoria me arrastra a cuando tenía cuatro o cinco años y me parapetaba entre las sábanas con un arsenal de tebeos de Spiderman. Me sentía invencible, inexpugnable y, aunque no supiera lo que significaba, plenipotenciario. ¿El mejor tebeo del mundo? Olvídense de rankings sesudos. Ni Watchmen, ni Maus, ni Dark Knight… El mejor es, sin discusión posible, aquel que lees con cinco años y te marca el alma como si fuera un crotal. Nunca olvidaré el Spiderman de Erik Larsen, pues entonces abrigué por primera vez la intuición de que el mundo real jamás tendría esos colores.
Aún no sabía quién era Jack Kirby, que luego sería mi tótem, así que Larsen fue mi primera droga dura. Sus personajes parecían escapar del papel. Perspectivas imposibles, dinamismo de terremoto y expresividad sin límites: un cóctel molotov para mi cabeza infantil. Recuerdo perfectamente la mañana que leí el #339 en la edición de Fórum.
«En mi campamento base, Spiderman me enseñó que se puede salvar el mundo sin renunciar a la horizontalidad»
Me quedé en la cama después de haber abierto los ojos, gozando de esa tibieza que hace del edredón un tratado de paz con uno mismo. Ahora los tiktokers, rescatando una vieja expresión escocesa, llaman hurkle-durkle a lo que no es sino holganza matutina: holganza como placer y como acto de holgar, que es verbo noble y antañón; es decir, el derecho natural de quedarse en la cama despierto, postergando el momento de incorporarse a ese mundo plagado de agendas y tareas. En mi campamento base, Spiderman me enseñó que se puede salvar el mundo sin renunciar a la horizontalidad.
Ahora Panini ha reeditado esa etapa gloriosa bajo el título de Spiderman de David Michelinie y Erik Larsen. ¡Vaya par de dos! Michelinie escribía guiones llenos de humor doméstico cuando el mercado se llenaba de antihéroes con cara de acelga y traumas freudianos, al tiempo que Larsen mantenía viva la chispa de la vieja Marvel: vitalidad, energía y el descaro de quien no se toma demasiado en serio.
Aunque se trate de un tebeo noventero, digamos algo acerca de los guiones. Fue el meticuloso Michelinie quien hizo descender al trepamuros a tramas a ras de suelo. Verbigracia, la del oficial Goldman, enamorado en secreto de Mary Jane, o la de Nathan Lubensky, personaje menor que, a pesar de su edad provecta, no ha envejecido nada mal: la historia en que incurre en actos delictivos para dejar una jubilación a la tía May se lee con gusto. Michelinie introducía cuestiones mundanas con tanta soltura que hasta se atrevió a quitar los poderes al protagonista.
Por su parte, Larsen, tan amigo de las proporciones audaces, supo acompañar ese guion con escenas cuando menos impactantes. Pocas veces su pincel ha rayado a esta altura. Desplegaba las coreografías en páginas de todo tipo, ora diagonales, ora con viñetas sin bordes, y su Spiderman tenía la anatomía imposible del mejor Ditko; todo lo demás era Kirby puro: los puños, las explosiones, los krackles… Los brazos cruzaban media página y las perspectivas retorcían la arquitectura urbana, como si los rascacielos se inclinasen para observar de cerca más telarañas-spaghetti diseñadas por Larsen.
¡Glorioso e infravalorado dibujante! Mientras casi todos los fundadores de Image han colgado los lápices, él mantiene la brega mes tras mes, con la obstinación del artesano (su Savage Dragon es la serie escrita y dibujada por un solo autor más longeva de todas, muy por delante de la venerada Cerebus). Algunos elementos que aquí ensayaba, y que después desplegaría en su Dragon (sin corsés de ningún tipo, lo que es bueno y también es malo), demuestran que siempre fue un gran narrador. Y, por supuesto, su versión de Venom, con lengua reptiliana y saliva viscosa, es la mejor de todas. Ya se sabe que el cómic no es solo una fábula de poderes, sino un espejo donde el héroe tropieza con su propia sombra.