Un Sabadell cautivo
“El fracaso de la opa del BBVA dejó claro quién gana y quién pierde. Pero los catalanes perdemos más”

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada
Tras el fracaso de la oferta pública de adquisición (opa) del BBVA sobre el Banco de Sabadell, la Bolsa habló con claridad: las acciones del BBVA subieron un 5,98%; las del Sabadell cayeron un 6,78%. En conjunto, el valor agregado de ambos bancos aumentó, pero de forma desigual. Ganaron los accionistas del BBVA, perdieron los del Sabadell. Y, a la larga, también pierden Cataluña y España. Veamos por qué.
En 2024, movido por la necesidad de aumentar su escala y equilibrar su cartera de negocios, BBVA propuso una opa para absorber Sabadell y crear un grupo más grande, competitivo y diversificado. La lógica económica era clara: Europa necesita bancos capaces de invertir en tecnología, asumir costes regulatorios y competir globalmente. En comparación con Estados Unidos o China, la banca europea sigue fragmentada. Si queremos competir, necesitamos menos fronteras y más fusiones. En cambio, aquí las bloqueamos.
El consejo del Sabadell rechazó la oferta y, animado por las fuerzas vivas de Cataluña, el Gobierno de España impuso a la eventual fusión unas condiciones que desincentivaron y politizaron la operación. Exigía mantener separados los dos bancos un mínimo de tres años, una injerencia política aún bajo investigación por la Comisión Europea.
“Cuando los gobiernos deciden quién puede comprar o fusionarse con quién, el poder político se infiltra en la esfera que debía quedar sujeta al control del mercado y del derecho, no a la discreción del primer ministro de turno”
En parte por esas condiciones, y en la esperanza de una segunda oferta a un precio superior, la mayoría de los accionistas de Sabadell acabó rechazando la propuesta. Mientras tanto, y como parte de su defensa, la dirección del banco vendió activos, aumentó dividendos y volvió a ubicar su sede social en Cataluña, de donde había salido tras el procés de 2017.
Por su menor tamaño, ambos bancos afrontan un futuro incierto. Sobre todo el más pequeño de ellos, como indica el veredicto inmediato del mercado. El BBVA parece haberse librado de una operación cuya rentabilidad se había vuelto dudosa. El Sabadell, en cambio, queda atado a una Cataluña de alto riesgo político y que no destaca precisamente por su dinamismo. Pese a la necesidad de crecer, tampoco está en buenas condiciones para adquirir, y menos aún para ser adquirido. Se habla incluso de una posible fusión con Unicaja, pero es más probable que en la próxima crisis acabe siendo absorbido por un banco extranjero.
Para Cataluña, aunque no para sus fuerzas vivas, habría sido más saludable que el Sabadell pasara ya a manos externas. Una dirección sometida al escrutinio de accionistas globales estaría más libre del peso político local y más centrada en la eficiencia. Una eficiencia que requiere autonomía frente a esos intereses particulares que hoy celebran el fracaso de la OPA.
El desenlace consolida el modelo contrario, basado en las «relaciones» locales: empresas que dependen del favor político, gobiernos que confunden neutralidad con tutela y regiones que ven en la escala una amenaza. Pero esas raíces locales corren el riesgo de reproducir el caciquismo de siempre. Todo ello reduce el atractivo de invertir, tanto en el sistema financiero como en la economía española, y aún más en la catalana.
Esa politización no solo deforma el mercado, sino que erosiona la separación de poderes en su dimensión económica. Cuando los gobiernos deciden quién puede comprar o fusionarse con quién, el poder político se infiltra en la esfera que debía quedar sujeta al control del mercado y del derecho, no a la discreción del primer ministro de turno.
Como nos tiene acostumbrados, el papel del Gobierno ha sido decisivo. La interferencia política no es nueva. Europa, y España en particular, llevan décadas –y más desde la pandemia– protegiendo a los directivos frente a sus propios accionistas y otorgando esa protección de forma selectiva. Las normas que dificultan las opas se justifican como defensa del empleo o de la soberanía, pero en realidad preservan estructuras de poder, reducen la competencia y perjudican el crecimiento y la reputación empresarial. Los gestores se acomodan, los consejos se atrincheran y las empresas pierden dinamismo.
La lección es sencilla. El mercado de control –opas hostiles incluidas– no destruye empresas; las mejora. Es la forma más eficaz de sustituir a los gestores y transformar las grandes compañías. Las opas son, en esencia, el mecanismo que permite reemplazar a quienes gestionan mal una empresa. En un mercado sano, esa amenaza mantiene alerta a los directivos y favorece el cambio de control cuando la gestión se estanca.
Cuando los políticos bloquean el mercado de control, no defienden el interés público, sino su propio poder. Lo que emerge es un sistema de protección mutua entre políticos y gestores: ambos se protegen entre sí frente al escrutinio de los ciudadanos y los accionistas. Lo pagamos todos, con menos competencia, menos innovación y menos crecimiento.