Despreciables extremeños
«¿Cómo puede algo ser bueno para Cataluña y malo para Extremadura? ¿Si tan malas son las centrales nucleares, por qué el separatismo se empeña en mantenerlas?»

Alejandra Svriz
Quien crea que la energía es un asunto técnico no ha entendido nada. Es una prueba de carácter nacional: es donde se elige la autonomía o la sumisión. Y España, transcurrido ya el primer cuarto del siglo XXI, ha decidido lo segundo. Mientras el mundo pisa el acelerador de la seguridad de suministro, nosotros jugamos a la ruleta rusa de la ideología: cerrar lo que funciona, encarecer lo que tenemos y convertir la electricidad en un bien inestable, sometido al capricho de la política. No vamos a contracorriente por audacia, sino por sectarismo. Y, lo que es peor, por jugar siempre a chicas y hacer política de cálculo pequeño: por el regateo de una mayoría parlamentaria en aras de la cual se sacrifica lo que haga falta.
Aquí, ahora mismo, no hay una democracia representativa: hay un Gobierno rehén. Rehén de una minoría que ha hecho del chantaje su método y del privilegio su programa. Rehén de unos prófugos a los que, desde el exilio, se les permite condicionar la política del Estado como si gestionaran un feudo particular. ¿Exagero? Díganselo a los extremeños. A ellos se les exige cerrar la central nuclear de Almaraz con puntualidad de notario; a Cataluña, en cambio, se le abren discretamente vías de escape. Según cuentan los mentideros, Salvador Illa ha pactado con el separatismo no cerrar las centrales nucleares catalanas (como si fueran suyas). No se trata de balancear la red; se trata de balancear votos. Y cuando la energía se intercambia por investiduras, lo que se está comprando no es estabilidad, sino otra cosa que conduce a estar perennemente arrodillado.
El desprecio a Extremadura es miserable y denigrante. Desprecio a una tierra que ha cumplido siempre y que lleva décadas suministrando a nuestro país potencia firme, produciendo mucha más energía de la que consume. Extremadura no pide privilegios: pide raciocinio. Pide que si la energía nuclear es un pilar para garantizar el suministro –y lo es–, se aplique el mismo criterio en Navalmoral de la Mata que en Tarragona. Pide que dejar sin empleo a miles de familias no sea el precio para que un mediocre con aspiraciones marque desde Waterloo el futuro de la energía en España. Esa es la miseria moral que vivimos: nuestro futuro energético condicionado por alguien que huyó escondido en el maletero de un coche. De la clandestinidad a tener la llave del BOE: la foto de la más inmunda degradación.
La transición es imparable y «no se dejará a nadie atrás», aseguran desde Moncloa. Canalla y vil farsa. La gran liturgia del eufemismo. Se dejó a mucha gente atrás en los cierres de Zorita y de Garoña. Se les dejó a todos atrás. Y pasará lo mismo en Extremadura. Una transición que niega la realidad eléctrica, que convierte la potencia gestionable en anatema y que reparte cargas y beneficios según el mapa electoral no es transición: es una coartada. ¿Cómo puede algo ser bueno para Cataluña pero malo para Extremadura? ¿Si tan malas son las centrales nucleares, por qué el separatismo catalán se empeña en mantener las suyas? Todos sabemos que si la primera central nuclear en el calendario de cierre fuera una catalana no estaríamos hablando de esto.
No se trata de una discusión técnica; es una discusión moral. ¿Puede un Estado decente condenar a una comarca a la pobreza para complacer a quienes tienen secuestrada la legislatura? ¿Puede jugarse con la seguridad de suministro como si fuera una moneda más en la tragaperras de los pactos? ¿Puede despreciarse la contribución de miles de trabajadores que han generado durante cuarenta años electricidad para millones de hogares? La respuesta es obvia. Y, sin embargo, aquí estamos: en dirección contraria a lo que hace el resto del mundo. Vamos a permitirnos la supina estupidez de cerrar dos reactores nucleares que producen el 7% de la electricidad de nuestro país. Se estudiará en los libros de historia.
«A quienes repiten que el cierre es inevitable conviene recordarles que lo inevitable en política es la responsabilidad»
Lo peor no es el coste –que lo habrá–. Es el mensaje. El mensaje de que España no es un país de reglas, sino de excepciones; que no es un país donde rija el Estado de derecho, sino el arbitrio de las prebendas y los favores. Si hoy el «trato singular» se usa para las nucleares, mañana se usará para una industria, para una inversión o para un reparto de fondos. Cuando asistimos a la infamia de que haya territorios con derecho de pernada regulatoria y otros con obligación de obedecer, estamos más cerca del vasallaje feudal que de un estado democrático.
A quienes repiten que «el cierre es inevitable» conviene recordarles que lo inevitable en política es la responsabilidad. Que nadie se esconda tras informes redactados a medida ni tras consignas de partido. No hay ninguna razón técnica para cerrar la central nuclear de Almaraz. Ninguna. Al contrario, hay decenas de razones técnicas para no cerrarla. Si la seguridad de suministro exige prudencia, la prudencia ha de ser nacional, no negociada a la carta. Y si el Gobierno ha decidido pagar con Extremadura la hipoteca de permanecer un rato más atornillado al poder, que lo diga con todas las letras: que asuma que no gobierna, que es gobernado.
No se pide demasiado, pues se pide únicamente decencia. La dignidad de los extremeños no puede estar a merced de las negociaciones entre el déspota de Waterloo y un sujeto que llevó a cabo la peor gestión de la pandemia en todo el mundo civilizado. La energía ha de volver a ser política de Estado y no botín de legislatura. Si Almaraz se cierra por obediencia y las centrales nucleares de Cataluña se mantienen por conveniencia, la conclusión es tan brutal como transparente: España se gobierna desde un maletero.