The Objective
Jorge Vilches

¿La izquierda pierde la batalla cultural?

«La gente ya no se calla ni baja la cabeza. Hay un repudio al dogma oficial como resultado de la polarización impulsada por el sanchismo y el ‘wokismo’»

Opinión
¿La izquierda pierde la batalla cultural?

Ilustración de Alejandra Svriz.

Transitamos tiempos en los que apartarse de la norma no se tolera, se castiga. Cuando David Alandete preguntó a Trump por España, los inquisidores progresistas intentaron hundir su vida profesional y privada. Lo llamaron «antipatriota», como si la libertad fuera traición. Luego apareció un tipo en televisión, un escritor de izquierdas que junta letras como separa exabruptos progubernamentales. Con mucha condescendencia dijo en tono paternalista que le da «penica» que los «jóvenes» sean de derechas, o peor, de «ultraderecha». Por lo que sea, al individuo vaciado no le preocupó que durante décadas la juventud fuera de «ultraizquierda». Antes de esto apareció el «manifiesto Intxaurrondo», llamado así por la periodista millonaria que presenta programas para pobres en TVE insultando a la derecha. En esa soflama se llamó «golpistas» a los periodistas y jueces que hacen su trabajo de fiscalización del gobierno.

Hay más ejemplos, claro, como el del parásito que dirige la UGT. No obstante, estos bastan para mostrar que estas manifestaciones histéricas muestran que la izquierda está perdiendo la batalla cultural. Cuando se recurre al insulto, a la persecución personal y a la pataleta colectiva es que se está fracasando en la persuasión sutil e invisible del público. Si los medios, la escuela y la cultura subvencionada les fallan, las izquierdas se encabritan y recurren al activismo más infantil y descarado.

Pero tenía que pasar. El sanchismo está siendo catártico. Cuanto más autoritario y dogmático se muestra, y su arrogancia alcanza la perfección, es el momento en el que surge una respuesta contundente. La polarización obscena que fomentan las izquierdas –meto aquí a Sumar y Podemos– ha provocado una reacción cada día más vigorosa en defensa de la libertad. Sí, es una reacción. A veces hay que perder miedo a las palabras. «Reaccionar» es un verbo que deberíamos frecuentar con más desenvoltura, sin complejos. Nuestro cuerpo y nuestra mente reaccionan contra lo que resulta dañino para recuperar su vigor o su comodidad.

Las izquierdas –que se hacen llamar «progresistas»–, basan la política en el enfrentamiento, en buscar la lucha para derribar e imponer. Es lógico que aquellos que se sienten damnificados, engañados y expulsados por su rodillo reaccionen y traten de conservar aquello que aman de su modo de vida y creencias. Esa reacción ha partido en Occidente desde el universo conservador y la derecha nacionalista. Hay que reconocer que los liberales están adormecidos, quizá en parte porque sus temas «candentes» de debate –la libre venta de órganos propios o la abolición del Estado– pillan muy lejos.

La otra derecha, en cambio, reacciona cuando se intenta diluir a la familia tradicional, borrar a las mujeres, o degradar a los hombres solo por ser hombres. Esos ataques desde las instituciones provocan que haya cada vez más personas orgullosas de su hogar y de su sexo aunque no coincidan con la «modernidad». Esa reacción no se está produciendo solo en el mundo intelectual, sino entre las personas de la calle.

«Cada año hay más gente a la que le molesta la hispanofobia de garrafón que destila la izquierda todo 12 de octubre»

Lo mismo ocurre con la Hispanidad. Cada año hay más gente en España, también en Hispanoamérica, a la que le molesta la hispanofobia de garrafón que destila la izquierda todo 12 de octubre. Y no reaccionan solo animados por los sentimientos, sino que lo hacen con datos y argumentos. La gente ya no se calla ni baja la cabeza. Hay un repudio al dogma oficial como resultado de la polarización impulsada por el sanchismo y el wokismo en nuestro país.

La clave está ahora en si ese movimiento social se traduce en la batalla cultural. No debería dejarse pasar que una parte interesante de la nueva generación no está dispuesta a asumir acríticamente los dogmas progresistas. Y aquí es muy importante no caer en la trampa dialéctica de la izquierda: ser de derechas no es ser antidemócrata ni un cazurro, sino simplemente amar la libertad y desear la conservación de aquello que uno cree libremente que funciona. Tampoco ser de derechas es ansiar que tu patria sea una escombrera. Al revés. Es el progresismo quien ha convertido la comunidad política y cultural que era España en una escombrera con su «deconstrucción» de la sociedad y de sus creencias.

Russell Kirk –siempre hay que volver al norteamericano– escribió que la tarea del conservador debe ser el asalto y la reconstrucción. Con «asalto» se refería a la presencia en las instituciones políticas y culturales, en la vida pública, sin pudor y con un discurso contundente. Con «reconstruir» señalaba la labor de recuperar todo lo bueno que construyeron las generaciones anteriores y sobre lo que se asienta la civilización y el verdadero progreso. Falta organización, asociacionismo práctico por interés, como señalaba Tocqueville. Este es el talón de Aquiles de la derecha en democracia, su incapacidad para agruparse con eficacia, frente a una izquierda que está siempre a la ofensiva, unida en el arrinconamiento del «enemigo».

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