Alemania y el sentido común: quien rechaza trabajar, no debe cobrar
«Convertir la ayuda del Estado en un derecho incondicional desvinculado del esfuerzo personal no es justicia social, es parasitismo institucionalizado»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En tiempos en los que la política europea se rinde con facilidad ante el sentimentalismo y la complacencia, Alemania intenta volver a la cordura con el canciller Merz, aunque el pacto con el SPD no le deja tanto margen como sería deseable. Así, el Gobierno alemán ha anunciado que retirará las ayudas sociales a quienes rechacen ofertas de empleo razonables. Y aunque la medida ha provocado críticas en ciertos sectores, lo cierto es que se trata de una decisión moralmente justa, económicamente necesaria y socialmente responsable.
El estado del bienestar nació para proteger al vulnerable, no para sostener al que se niega a contribuir. La solidaridad social exige reciprocidad: si la sociedad te ayuda, tú debes esforzarte en retribuirla con tu trabajo cuando puedes hacerlo. Convertir la ayuda en un derecho incondicional desvinculado del esfuerzo personal no es justicia social, es parasitismo institucionalizado.
Alemania, consciente de que su sistema de bienestar comenzaba a desbordarse por abusos y fraude, ha decidido restaurar el principio básico del contrato social: quien puede trabajar, debe trabajar. El subsidio no puede ser un refugio cómodo frente al esfuerzo ni un sustituto permanente del empleo.
Durante años, gran parte de Europa ha confundido el estado del bienestar con un cheque en blanco. El resultado es visible: baja participación laboral, cronificación del paro estructural y una generación que percibe el subsidio no como una ayuda transitoria, sino como una alternativa vital. En Alemania, incluso con una de las tasas de paro más bajas de Europa, el número de personas que viven exclusivamente de ayudas ha crecido de forma preocupante.
Eso no es sostenibilidad, es suicidio presupuestario y suicidio como sociedad. Cada euro destinado a quien pudiendo trabajar no lo hace, es un euro que se niega a quien realmente lo necesita: una madre con hijos, un enfermo, un discapacitado, un pensionista con ingresos insuficientes.
«La medida alemana no castiga la pobreza, castiga la irresponsabilidad»
La política social, para ser justa, debe discriminar entre el necesitado y el que abusa.
La medida alemana no castiga la pobreza, castiga la irresponsabilidad. Y es que toda política pública crea incentivos. Si el mensaje del Estado es «te pagaremos igual trabajes o no», el incentivo al empleo desaparece, pero si el mensaje es claro —«tendrás apoyo mientras lo necesites, pero no si rechazas trabajar»—, se refuerza el compromiso cívico y el sentido de mérito.
Alemania, al condicionar el subsidio a la aceptación de ofertas de empleo razonables, restituye el equilibrio entre derechos y deberes, y pone fin a una cultura que ha degradado el trabajo hasta convertirlo en un acto opcional. No hay economía competitiva ni bienestar duradero sin disciplina laboral.
El ejemplo alemán debería hacer reflexionar a países como España, donde las tasas de desempleo duplican las europeas y el discurso dominante sigue presentando el subsidio como una conquista irreversible.
«Mientras Alemania premia el esfuerzo, España sigue atrapada en la retórica del victimismo»
Mientras Alemania premia el esfuerzo, España sigue atrapada en la retórica del victimismo: se amplían ayudas sin límite, se relajan las condiciones para cobrarlas y se demoniza al empresario que exige productividad. El resultado es una economía donde el trabajo pierde atractivo y el subsidio se convierte en estilo de vida. En lugar de corregir esa deriva, se alimenta.
Alemania, en cambio, ha entendido que el empleo no es solo un instrumento económico: es un elemento moral, un principio de dignidad personal y un pilar del orden social.
Hay quienes critican la medida alemana por «falta de empatía», pero la verdadera injusticia no es exigir trabajar, sino obligar al que sí trabaja a sostener al que, pudiendo hacerlo, se niega. No hay solidaridad posible si la mitad de la sociedad carga con el peso de la otra mitad. Y no hay dignidad en vivir de los demás sin intentar contribuir.
El trabajo no degrada; lo que degrada es el parasitismo, el conformismo y la complacencia con el fraude. Alemania no está siendo dura, está siendo sensata. Y su decisión —retirar subsidios a quien rechace empleo— no destruye derechos: los ordena.
«Sin esfuerzo no hay progreso, sin trabajo no hay riqueza y sin responsabilidad no hay libertad»
En el fondo, lo que Alemania ha hecho es recuperar el principio que cimentó su prosperidad tras la Segunda Guerra Mundial: el valor del esfuerzo y la responsabilidad individual. Las economías no crecen por decreto ni por subvención, sino porque millones de personas se levantan cada mañana y trabajan.
Proteger al que sufre, sí; pero también exigir al que puede aportar. Ese es el equilibrio del verdadero Estado social.
En un continente adormecido por la cultura del subsidio, Alemania ha recordado una verdad elemental: sin esfuerzo no hay progreso, sin trabajo no hay riqueza y sin responsabilidad no hay libertad.
No se trata de castigar al débil, sino de poner fin a una política que castiga al fuerte, al que madruga, al que emprende, al que paga. La compasión sin justicia se convierte en saqueo, y la ayuda sin contrapartida se transforma en dependencia. Alemania ha hecho lo que otros gobiernos no se atreven a hacer: decir que el bienestar no puede sostenerse sobre el conformismo. Por eso, su decisión no solo es económica: es una lección moral que Europa entera debería escuchar.