'Downton Abbey', donde habita el pasado
«Tendrán Brexit o no, pero el tratamiento que en el cine y la televisión británica hacen de su propio pasado es envidiable»

Cartel promocional de 'Downton Abbey: el gran final'. | Universal Pictures España | Universal Pictures España
Fue el gran director Jean Renoir, al recordar a su padre, el pintor Pierre-Auguste Renoir, quien escribió eso de «instalarse cómodamente en el pasado». Y puede ser cierto, vivir en el pasado es más cómodo, ya que el presente es incierto y el futuro no existe. Así que esto de viajar al pasado tiene sus ventajas. Porque puestos a instalarse nada como lo supuestamente conocido. Con la memoria tan caprichosa, en el aún más caprichoso vaivén de recuerdos, jugar con el pasado, si además ese pasado se cuenta como ficción, la ecuación resulta perfecta. Se le reprochó a Quentin Tarantino que en su Malditos bastardos (2009) Hitler moría en un atentado y eso no era verdad. Parece que Tarantino contestó, bastante divertido, que él hacía películas, es decir, ficción, y dirigió a su interlocutor al Canal Historia. Ecuánime Tarantino.
Ocurre con el reciente estreno de la estupenda película Downton Abbey: el gran final (2025) dirigida con pulso, sentido y sensibilidad por Simon Curtis. La película es la secuela de la serie televisiva, que alcanzó un éxito extraordinario, con 15 Emmy’s y tres Globos de Oro, y de dos anteriores filmes, Downton Abbey (2019), cuyo director fue Michael Engler y Downton Abbey: una nueva era (2022) bajo la dirección del ya citado Simon Curtis.
Muchos se preguntarán a qué se debe el formidable éxito, público, crítica, de esta saga, tan condenadamente inglesa. Una posible contestación ya se ha apuntado, cabe entender que ante un presente tenebroso (por ser discretos), nada como darse un garbeo no por lo que fue, sino por lo que el gran creador de la historia, Julian Fellowes, ideó que fuera. Eso es el cine. Con sus dos máximas reconocidas: entretener y emocionar. Y una vez vista la película de Curtis/Fellowes, hay que reconocer que entretiene, y de qué manera, y claro que emociona. Por ejemplo, la escena de las carreras de Ascot. Se puede pedir más a cualquier película, sí, es probable, pero con esta película uno sale tan contento de la sala de proyección. Existe una notable diferencia entre verla en casa a contemplarla, con el sonido imponente, la banda sonora perfecta, en la gran pantalla. Es la diferencia que existe entre escuchar la reproducción de un concierto en el salón familiar o la asistencia en directo.
Si, además, uno se pone exquisito, por qué no, y la ve en versión original, el círculo se cierra a plena satisfacción. Volvamos al pasado. En un momento de la película, uno de los personajes es el hermano de Lady Cora, condesa de Grantham (entrañable la gran actriz Elizabeth McGovern), Harold, (otro espléndido actor Paul Giamatti), norteamericano como su hermana, y confiesa: «Siempre he pensado que Inglaterra era el pasado y Estados Unidos el futuro, pero me siento mejor en el pasado», habrá que recordar que el tipo viene del crac del 29. Es una de las claves de la película, de la serie y del éxito. Para muchos, no es de extrañar, chirría el buen rollo que mantienen los señores con los sirvientes y viceversa. Pero con Tarantino recordemos, esto es ficción.
Para no agotar espacio con nombres y roles, subrayar el plantel de actores y actrices que forman y conforman serie y películas porque es más que memorable. Son tantas las perspectivas apuntadas, tantas las biografías que se cruzan. Esta nueva entrega —uno sospecha que esto de El gran final no se cumplirá, hay un final muy abierto— además, se apunta al hecho insoslayable del paso del tiempo, de los cambios profundos que durante las tres primeras décadas del siglo XX se estaban produciendo y al que no pudieron, aunque algunos se resistieran, detener. Aquí, Robert Crawley, conde de Grantham, es clave (y más clave aún la soberbia interpretación de Hugh Bonneville) en el reconocimiento, a regañadientes, de lo que se viene encima a su distinguida clase aristocrática y a su vida anterior.
«Saben conservar lo que hay que conservar y modernizar lo que hay que modernizar»
Y el tiempo nuevo representado, sin salir de la familia, en su hija, la bellísima Lady Mary Talbot (Michelle Dockery). La película arranca con una firme denuncia del cinismo de las clases altas y predispone al espectador sobre lo que vendrá. Y lo que vendrá es mucho. Otra escena contada con el estilo british; es decir, con una suave ironía inteligente, es cuando el conde de Grantham, acompañado de su hija Mary, visita un posible apartamento en Londres para sus estancias capitalinas, tras vender la mansión, majestuosa, todo sea dicho, que les había pertenecido durante generaciones.
Tendrán Brexit o no, pero el tratamiento que en el cine y la televisión hacen de su propio pasado, se corresponda con hechos históricos o sea fruto de una creación artística, es envidiable. Saben conservar lo que hay que conservar y modernizar lo que hay que modernizar. A la prueba de esta película uno se remite. Sin ánimo de exhaustividad, valga recordar, series y películas que han mostrado ese mundo, perdido en el largo tiempo y ganado para siempre en la ficción: La saga de los Forsyte (1967, David Giles y James Cellan Jones), Arriba y abajo (serie 1971, varios directores), Carros de fuego (1981, Hugh Hudson), Retorno a Brideshead (serie, 1981, Charles Sturridge y Michael Lindsay-Hogg), Lo que queda del día (1993, James Ivory), Tierras de penumbra (1993, Richard Attenborough), Amenaza de tormenta (2002, Richard Loncraine), The Queen (2006, Stephen Frears), El discurso del Rey (2010, Tom Hooper), The Crown (serie, 2016, creada por Peter Morgan, varios directores) y tantas otras.
Y como final, un recuerdo, maravilloso homenaje, a quien está dedicada esta película Downton Abbey: el gran final, la excepcional actriz, Maggie Smith (Violet, condesa viuda, en la saga), esencia de todo lo que se quería contar. Cada uno de los intérpretes, señores, sirvientes, y hasta un genial Noël Coward (Andy Frushan) que protagonizan buena parte de esta película, merecerían una mención más que especial, pero, sobre todo, un agradecimiento por conseguir que una historia de ficción pase a integrar lo vivido con tanta intensidad como si uno hubiera estado allí, ya fuera de señor o de sirviente.