The Objective
José Antonio Montano

Thomas Bernhard en el momento decisivo

«En ‘Maestros Antiguos’ el escritor austriaco alcanza la plenitud de su arte con el elemento que hace que todo arte vuele: la ligereza»

Opinión
Thomas Bernhard en el momento decisivo

Ilustración de Alejandra Svriz.

Qué gustazo que Thomas Bernhard sea otra vez novedad editorial. Lo fue hace unos meses con Andar, en la traducción de Virginia Maza para Contraseña, y lo es desde hoy con la edición crítica en Cátedra de Maestros Antiguos, a cargo de Javier Aparicio Maydeu, en la traducción de Miguel Sáenz que ya estaba en Alianza. Antes de entregarle en 1985 esta novela a su editor Siegfried Unseld, le escribió Bernhard: «La producción literaria de hoy, en conjunto, ha llegado a su punto más bajo y alcanzado su peor gusto. […] No se publican más que cursiladas y basura sin pies ni cabeza. […] Los escritores son estúpidos sin arte y los críticos charlatanes sentimentales». Estas frases siguen vigentes 40 años después. Entonces como ahora una colosal excepción fue y es Thomas Bernhard.

Cada vez que me preguntan por qué libro de Bernhard empezar doy respuestas ligeramente distintas. Pero de un tiempo a esta parte se repite una: por Maestros Antiguos. Es quizá el Bernhard perfecto, el que alcanza la plenitud de su arte con el elemento que hace que todo arte vuele: la ligereza. El aparato bernhardiano, aparentemente (solo aparentemente) pesado tiene en Maestros Antiguos una insólita levedad. La clave la da el autor en el subtítulo: Comedia. La tragedia de la vida, presente aquí como en todo Bernhard, se aligera de un modo casi entrañable: se diría que humano.

Maestros Antiguos contiene varios de los pasajes más memorablemente humorísticos de toda la obra de Bernhard: las páginas sobre el mal estado de los retretes vieneses («los retretes más sucios de Europa»), sobre los Habsburgo o sobre el austriaco («que es siempre un innoble nazi o un católico estúpido») y las andanadas contra Stifter, Bruckner, Mahler y Heidegger, que se saldan a carcajada limpia. De este último dice: «Lo veo siempre en el banco de su casa de la Selva Negra, sentado junto a su mujer que, con su perverso entusiasmo por tricotar, le tricota ininterrumpidamente medias de invierno con la lana tundida por ella misma de las ovejas heideggerianas». Y: «Era totalmente poco inteligente, carente de toda fantasía, carente de toda sensibilidad, un rumiante filosófico superalemán, una vaca filosófica constantemente preñada, que pastaba en la filosofía alemana y durante decenios dejó caer sobre ella en la Selva Negra sus coquetas boñigas».

En The Nihilism of Thomas Bernhard, Charles W. Martin observa dos grandes periodos en la obra narrativa bernhardiana, con la pentalogía autobiográfica como eje o transición. El primero, duro, radical, asfixiante, lo compondrían las novelas Helada, Trastorno, La Calera y Corrección. Cada una de ellas con una novela corta con la que haría pareja; respectivamente: Amras, Ungenach, Jugar al watten y Andar. Tras la pentalogía autobiográfica, entreverándose inicialmente con ella, vendría el segundo periodo. Al principio, novelas más breves, menos densas, marcadamente irónicas: , Los comebarato, Hormigón y El sobrino de Wittgenstein. A continuación la llamada «trilogía del arte»: El malogrado, Tala y Maestros Antiguos. Por último, el testamento: Extinción. Se ha venido diciendo (Maydeu lo repite) que esta, última en publicarse, fue en realidad la penúltima en escribirse y que la verdaderamente última es Maestros Antiguos. Pero J. J. Long deshace el malentendido en The Novels of Thomas Bernhard: el orden de publicación es acorde con el de escritura.

Lo cual no quiere decir que Maestros Antiguos no sea otra especie de testamento. Ante todo, un testamento literario. Es la novela del segundo periodo formalmente más parecida a las del primero, con un personaje monologante (aquí Reger) de cuyos monólogos da cuenta otro (aquí Atzbacher) y con uno más en liza (aquí Irrsigler). El prodigio de Bernhard es haber logrado que ese tipo de novela, que ya era valioso en su primera fase, con sus cuatro novelas maestras más sus cuatro novelas cortas también maestras, fluya con una naturalidad fuera de serie. Es la consumación maravillosa de un arte.

«Bernhard escribió ‘Maestros Antiguos’ justo tras la muerte de su mujer, Hedwig Stavianicek, 35 años mayor que él»

El esquema argumental, como ocurre habitualmente con Bernhard, es sencillo: Reger, octogenario crítico musical del Times, ha quedado con su discípulo Atzbacher en el Kunsthistorisches Museum de Viena ante El hombre de la barba blanca de Tintoretto. Reger se sienta ante ese cuadro tres o cuatro horas, a veces cinco, «un día sí y otro no, salvo los lunes», desde hace más de 30 años. Para ello cuenta con la complicidad del vigilante del museo, Irrsigler, que a veces le cierra la sala para él solo. En esta ocasión, de manera excepcional, Reger ha vuelto a citar allí a Atzbacher por segundo día consecutivo, con un propósito que se revelará en la última página. Atzbacher ha aprovechado para ir una hora antes y poder espiar a Reger desde otra sala. Naturalmente, en este esquema Bernhard introduce evocaciones del pasado, historias en diferentes planos y, sobre todo, las elucubraciones verbales de Reger sobre asuntos filosóficos, literarios, artísticos, históricos, políticos, vitales y (¡sorpresa!) amorosos.

Bernhard escribió Maestros Antiguos justo tras la muerte de su mujer, Hedwig Stavianicek, 35 años mayor que él y a la que llamaba a veces «mi tía» y a veces «el ser de mi vida». Llevaba con ella desde los 19 años. Reger ha perdido también a su mujer y hacia el final de la novela se cuenta su duelo, en las que quizá sean las páginas más intensas y emocionantes de Bernhard. Tiene que ver con el asunto, con el título. Los Maestros Antiguos de la pintura, a los que, por otra parte, Reger les encuentra defectos («un cuadro genial al ciento por ciento, eso no lo consiguió nunca ninguno de esos, así llamados, Maestros Antiguos; o fracasaron en la barbilla o en la rodilla o en los párpados, así Reger»), nos dejan solos en el momento decisivo.

Así lo escribe Bernhard, y no encuentro conclusión mejor: «Nos acostumbramos naturalmente durante decenios a un ser humano y lo amamos durante decenios y lo amamos en definitiva más que a cualquier otro y nos encadenamos a él y, cuando lo perdemos, es realmente como si lo hubiéramos perdido todo. Siempre había creído que era la música la que lo significaba todo para mí, a veces al fin y al cabo también que era la filosofía, la literatura elevada y más elevada y elevadísima, lo mismo que, en general, que era sencillamente el arte, pero todo eso, todo el arte, el que sea, no es nada en comparación con ese único ser querido. […] Cuando uno ha perdido a su ser más próximo, todo le resulta vacío, ya puede mirar adonde quiera, todo está vacío y uno mira y remira y ve que todo está realmente vacío y de hecho para siempre, así Reger. Y uno comprende que no son esos Grandes Ingenios ni esos Maestros Antiguos los que lo han mantenido vivo durante decenios, sino solo ese ser único, al que quiso más que a ningún otro».

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