Sánchez: desafío total
«La fatiga del régimen sanchista no implica necesariamente su derrumbe. El riesgo ya no es sólo la corrupción, sino el sabotaje total del poder al Estado de derecho»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Ocurrió en un despacho discreto, pero no lo suficiente como para no dejar rastro. Dos emisarios del poder —Leire Díez y Javier Pérez Dolset— se reunieron con el fiscal Ignacio Stampa. Según la denuncia posterior, se presentaron como portadores de un mensaje «de parte del presidente del Gobierno». En la conversación, grabada y en manos del juzgado, se habrían deslizado insinuaciones, advertencias y contraprestaciones destinadas a neutralizar las investigaciones que afectan al entorno familiar de Pedro Sánchez. No fue una visita de cortesía: fue, aun presuntamente, una oferta de las que no conviene rechazar.
La escena podría pertenecer a una película política de los años setenta, un patético remake de Todos los hombres del presidente, aunque no menos inquietante. De nuevo, el poder que intenta controlar a la justicia, los intermediarios —fontaneros en este caso— que traspasan el límite de la legalidad, la voz que modula el tono cuando pronuncia el nombre del presidente. No se trata de ficción. Ha sucedido en España en 2025… y sin consecuencias políticas.
Cuando el poder pierde el miedo
En cualquier democracia funcional, las denuncias de dos fiscales por presuntas presiones procedentes del entorno de Presidencia del Gobierno habrían provocado una crisis institucional monumental. La sospecha fundada de que el Ejecutivo habría intentado frenar investigaciones que afectan al círculo familiar del presidente sería suficiente para exigir explicaciones urgentes, dimisiones, la disolución del Parlamento y el adelanto electoral. Pero en España no ha sucedido prácticamente nada. Pedro Sánchez ha preferido hablar del cambio de hora. Un ejercicio de distracción tan ridículo que, más que tranquilizar, subraya su desprecio a la inteligencia de los españoles. «¿Qué hora es? Manzanas traigo».
La denuncia del fiscal Ignacio Stampa, que apunta a maniobras del PSOE —y, según su testimonio, a personas que afirmaban actuar por encargo directo ni más ni menos que del presidente—, no es un episodio más de corrupción. Es una cuestión de Estado. Pues implica la posibilidad de que el poder presidencial haya intentado desactivar investigaciones judiciales que afectan a su entorno más íntimo. Esto, en cualquier país que se respete mínimamente, se consideraría un golpe institucional.
La política, de la mano de Pedro Sánchez, parece haber abandonado el terreno de la legalidad y entrado en el de la intimidación mafiosa. Una formulación en clave política de la lógica del «plata o plomo» popularizada por el narcotraficante colombiano Pablo Escobar. O colaboras, o te arriesgas a que te destruyan civilmente. Sin recurrir a las balas, se pretende imponer la ley del silencio con el miedo a perder el cargo y la reputación.
«Cuanto más cercan los tribunales, la UCO y los medios al Gobierno, más violentos se vuelven sus reflejos»
El caso del fiscal Stampa reviste una especial gravedad, pero no es un hecho aislado. En los últimos meses, hemos visto cómo se presiona a investigadores, se intenta descabezar unidades policiales y se ataca públicamente a jueces y periodistas que se desmarcan de la narrativa oficial. Es una forma de coacción menos violenta que la de Pablo Escobar, pero igual de corrosiva, igual de mafiosa.
Acorralado y peligroso
El intento de relevar al coronel Rafael Yuste Arenillas al frente de la UCO encaja en ese patrón. No se trata de un relevo por motivos técnicos ni reglamentarios: coincide justo con el momento en el que las investigaciones se acercan peligrosamente al entorno del PSOE y del inquilino de La Moncloa. Imposible no ver una relación causal. La secuencia es típica de gobiernos autoritarios: primero se desacredita al investigador; luego se cuestiona la validez de la causa; después, se reorganiza el mando, hasta que finalmente la justicia es un territorio tomado a merced de las maniobras del poder.
No asistimos a un comportamiento aleatorio ni improvisado, sino sistemático. Síntoma de una deriva muy peligrosa: la del poder que se siente acorralado y responde radicalizándose e incrementando su control. Cuanto más cercan los tribunales, la UCO y los medios al Gobierno, más descarnados y violentos se vuelven sus reflejos. Ataques coordinados contra determinados periodistas, señalamientos a jueces y el intento de colocar bajo la tutela del poder a las instituciones que precisamente están para fiscalizarlo. Es el patrón clásico de autodefensa del gobernante acorralado y sin escrúpulos: si las reglas del juego lo amenazan, buscará la forma de quebrarlas.
La risa de los necios
En medio de esta degradación, el lapsus linguae de la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz —«queda gobierno de corrupción para rato»—, habría debido provocar estupefacción por su valor revelador. En cambio, desató risas y aplausos en la bancada contraria, como si el Senado fuese un patio de instituto y no la cámara de representación territorial de una nación que se desmorona institucionalmente.
«Lo que está en juego no es un chascarrillo, ni siquiera una torpeza política, sino la viabilidad de España como nación democrática»
Por más que el adversario proporcione, por su propia torpeza, una munición tan estupenda, reír y celebrar con alborozo infantil el error no es precisamente tranquilizador. Lo que está en juego no es una ocurrencia, ni un chascarrillo, ni siquiera una torpeza política. Lo que está en juego no son los intereses de partido, sino la viabilidad de España como nación democrática y verdaderamente libre. Yo no me reiría del lapsus de Yolanda Díaz, porque no tiene ninguna gracia. Es, aun involuntaria, una declaración de intenciones.
Esa frivolidad opositora, esa tendencia a confundir la decadencia institucional con una oportunidad de campaña, no hace sino apuntalar al poder que la provoca. Mientras unos se divierten, otros avanzan en la demolición del Estado de derecho.
Lobos en el Parlamento
El peligro no es solo Sánchez. Sus socios parlamentarios están aprovechando esta deriva para hacer asomar, ya sin ningún disimulo, su propio autoritarismo. Ahí está Pablo Iglesias incitando a la violencia contra el adversario o el grotesco Bildu, la formulación cosmética de ETA, exigiendo mayor dureza en la represión del «fascismo»; es decir, de todo aquel que se interponga en su camino. Incorporar a ETA a las instituciones siempre tuvo consecuencias. El lobo, vestido con la piel de la legitimidad democrática, ahora puede reclamar que se sacrifique a las ovejas desde el propio Parlamento.
Al fondo de todo late el mayor de todos los peligros: el vaciamiento de nuestra imperfecta democracia. La corrupción ya no se percibe como una anomalía intolerable, sino como un mero coste operativo del ejercicio del poder. La instrumentalización de las instituciones se justifica en nombre de la estabilidad del «gobierno de progreso». Y la pasividad social, alimentada por el hastío y la saturación, permite que la degradación continúe sin apenas resistencia.
Cada barbaridad política se reduce a materia de tertulia televisiva, donde incluso los hechos más graves y documentados se presentan como opiniones enfrentadas. La corrupción se relativiza: ya no importa lo que haya ocurrido, sino el bando de quien lo comenta. Los tertulianos ad hoc sustituyen al juicio y al análisis, convirtiendo la evidencia más palmaria en mera opinión; y la mentira, en versión alternativa. Los regímenes autoritarios no se construyen con golpes, sino cuando la relativización de la verdad se convierte en un ejercicio rutinario.
Hacia un territorio desconocido
El cerco judicial al PSOE, las investigaciones por financiación irregular y la erosión de la autoridad del presidente apuntan al fin de un ciclo político. Ocho años después de su mudanza a La Moncloa, Sánchez encabeza un gobierno exhausto, rodeado de escándalos y sostenido por una alianza de conveniencia cuyo único denominador común es la preservación del poder a cualquier precio.
Sin embargo, esa fatiga del régimen sanchista no implica necesariamente su derrumbe. Podría traducirse en un salto hacia el desacato: una resistencia institucional sin precedentes a los límites del derecho y del control judicial. El riesgo ya no es solo la corrupción, sino la desobediencia o el sabotaje total del poder a las normas democráticas y al Estado de derecho.
La cuestión esencial, por tanto, no es si el Gobierno caerá, sino qué quedará de España. La experiencia de otros países muestra que la corrupción deja cicatrices profundas en los modelos políticos y en la confianza ciudadana. La erosión del Estado de derecho tarda mucho más en repararse que en destruirse. España ha pasado del abuso puntual al abuso estructural, del caso aislado al crimen y la impunidad organizada. Y eso tiene consecuencias más allá de un cambio de gobierno: afecta a la credibilidad del país, a su economía y a su cultura.
Nuestra imperfecta democracia parece a punto de reproducir, a su manera y en tiempo récord —menos de medio siglo—, el ciclo perverso de Lord Woodhouselee: de la dictadura a la Transición; de la Transición a la convivencia; de la convivencia a la libertad; de la libertad a la abundancia; de la abundancia al egoísmo; del egoísmo a la complacencia; de la complacencia a la apatía; de la apatía a la dependencia; de la dependencia de vuelta a la dictadura.
Sánchez, sin ninguna duda, seguirá intentando distraernos con el cambio de hora, pero el reloj de España marca otra cuenta atrás: la de una democracia que, a punto de ser vaciada de cualquier control y contrapeso, corre el riesgo de perder algo más que el horario de verano.