El ruido, la furia y las nueces
«Prefiero el ruido consistente en no aceptar acríticamente consensos dados por supuestos, si la alternativa es una pseudo pasividad que agrede»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Bajo una divisa que se expresa al modo «no nos estamos preocupando de lo importante —la vivienda, los retos tecnológicos, el sistema de dependencia, el cambio climático, etc.—, sino que la conversación pública está colapsada por un ruido que nos ensordece y paraliza —los sobres, la fontanería, los informes de la UCO, las prostitutas agenciadas por Koldo, etc.—» no hay más que una gigantesca cortina de humo disipada por ingenuos o despistados, en el mejor de los casos, aunque tampoco faltan cínicos y manipuladores.
Acusan (d)el ruido quienes menos están dispuestos a debatir seriamente y a transaccionar sobre eso que estiman como «lo importante». Tómese la energía nuclear y la necesidad de su uso ante el cambio climático, el déficit del sistema de pensiones, el incremento de las cotizaciones de los autónomos, la dependencia y sus exigencias, el régimen de alquiler de vivienda en España y el problema de la ocupación, el régimen jurídico de uso del suelo urbanizable, la inmigración… y podría seguir la lista. ¿Ustedes recuerdan algún debate en el Parlamento al respecto de cualquiera de esos asuntos que pueda recibir tal nombre? Concedido: el Parlamento, por efecto de esa forma videocrática que, al buen decir de Giovanni Sartori, se ha acabado imponiendo, ya solo es el lugar del espectáculo (grotesco, por cierto) de la representación hiperbólica de las supuestas diferencias ideológicas exacerbadas a conveniencia, o del supuesto ingenio en la frase previamente pensada y cincelada por una legión de gabineteros inserta en una respuesta anticipadamente escrita con la que no se pretende responder a nada de lo que se cuestiona o pregunta.
Pero ¿qué me dicen de las entrevistas o tertulias con el «responsable de la cosa», momento en el que se puede «hacer pedagogía», como también ampulosamente se acostumbra a decir por parte de quienes viven obsesionados por el ruido y también preocupados porque las propuestas «no se explican bien»? Les podría recordar decenas de ejemplos en los que todo lo que hay es una combinación que puede ser perfectamente aleatoria de sintagmas con la densidad del helio: «Poner en el centro», sería mi entrada favorita en ese María Moliner del politiqués que alguien tendría que tomarse la molestia de componer pronto. También «complejidad» o «abrir el debate», aunque no es infrecuente afirmar lo contrario, que el «debate está cerrado», que se trata de una «conquista de la mayoría social de este país» frente a toda evidencia, porque sencillamente no se quiere reconsiderar la cuestión ni siquiera a la luz de nuevos datos, tendencias de fondo o argumentos. Y si la primera y cruda realidad es que «esa mayoría social» no es tal mayoría, siempre se dispone del comodín «mayoría de progreso», o sea «los míos».
Tómese como suficiente botón ilustrativo una reciente entrevista a la ministra responsable de Seguridad Social tras la polémica proposición —finalmente rectificada— de incrementar la cotización de los autónomos para que se corresponda con los ingresos reales. El periodista pregunta sobre el absentismo laboral en España, más de un millón de personas cada día y cuyo incremento debería alarmar a cualquiera, y genuinamente interpela a la responsable sobre sus causas. Respuesta: «La salud del trabajador está en el centro de la acción política del Gobierno». DeepSeek (la IA china) sería más osada en su contestación al ser preguntada por la matanza de Tiananmén.
La ministra lo dijo con serenidad, pero a mí esto es lo que verdaderamente me crispa. Y es que hay «ruidos» que pueden seducir y susurros irritantes, de la misma manera que ese hilo musical de sección de perfumería en Mercadona o de espera en la línea telefónica puede ser mucho más crispante que el Highway to Hell de AC/DC. Yo, particularmente, prefiero las más de las veces la vehemencia de quien dice algo muy molesto, pero pleno de sentido, contenido y pertinencia, que ese musitar melifluo, inane, fofo, del tipo «nosotros apostamos por la convivencia en una Cataluña plural y pacificada» cuando se cuestiona la ley de amnistía, se apunta el incumplimiento de la legislación sobre el bilingüismo en la escuela catalana o se denuncia el hostigamiento a los no nacionalistas en las universidades de Cataluña.
«Necesitamos una nueva métrica, más compleja, para el «ruido» que generan algunas propuestas, respuestas e intervenciones»
Prefiero el ruido consistente en no aceptar acríticamente consensos dados por supuestos, si la alternativa es una pseudopasividad que agrede: ¿O acaso no hiere profundamente ver a todo un presidente del Gobierno mostrarse untuoso y jabonoso ante la diputada Aizpurúa cuando cuestiona que «el Estado» no esté haciendo nada para poner un dique de contención al fascismo, según ella, rampante? Repárese en que con «fascismo» Aizpurúa engloba a los falangistas que acudieron a una concentración en Vitoria; a los estudiantes de la asociación S’ha Acabat!; a los «matones» de Desokupa; a los «franquistas» que fueron a manifestarse a Ferraz, o a «los nazis» que «salieron de cacería» en Torrepacheco. Lo que viene siendo una pulcra y matizada radiografía del descontento político en España. ¿Y qué contestación mereció por parte del presidente del Gobierno? El recuerdo de la aprobación de una ley de memoria democrática pactada con Bildu con la que se extiende hasta el primer Gobierno de Felipe González (1983) la posibilidad de investigar crímenes contra los Derechos Humanos, y el compromiso de que, coincidiendo con la fecha exacta de los cincuenta años de la muerte de Franco, se va a publicar en el BOE el catálogo de elementos y de símbolos franquistas «para que sean retirados de una vez por todas de nuestro país y de nuestras calles».
La dicha ley de memoria democrática establece que la elaboración de tal catálogo se hará con la colaboración de todas las administraciones públicas involucradas y que previamente a ello deberá promulgarse la normativa reglamentaria que regule el procedimiento de su confección. Existe desde hace más de un año un proyecto de real decreto que establece dicho procedimiento, pero aún no se ha publicado. ¿Será acaso eso a lo que se refiere el anuncio del presidente del Gobierno? Da igual.
En pleno verano del año 1971 el periodista Miguel Ángel Aguilar acudió al Palacio de las Cortes con su hermano, arquitecto experto en insonorización de edificios, provisto de un decibelímetro para determinar, con precisión científica, el entusiasmo que provocaban los discursos entre los procuradores. Se trataba de saber cuánto ruido hacían sus aplausos y cuánto tiempo duraban. Lo llamó el «diagrama acústico del consenso». La iniciativa la ha vuelto a contar con detalle en su reciente No había costumbre. Crónica de la muerte de Franco (editorial Ladera norte) libro absolutamente recomendable.
Pues bien, a mí me parece que necesitamos una nueva métrica, más compleja, para el «ruido» que generan algunas propuestas, respuestas e intervenciones; una nueva manera de entender lo que distraen, aturden o ensordecen, lo que despistan o infantilizan, una «intensidad» que no se mide en decibelios, sino en —se me ocurre— «estulticia argumentativa». No es fácil, lo asumo, pero resulta imprescindible.
Quizá Miguel Ángel Aguilar, aun pleno de facultades e ingenio, nos pueda ayudar con la fórmula y el aparato.