El acoso escolar, el placer del poder
«Casi podríamos morirnos todos al mediar el bachillerato, pues allí ya nos enteramos muy bien de qué va la vida y cómo es la gente y cómo somos nosotros»

Ilustración de Alejandra Svriz.
En el parvulario de monjas donde pasé los primeros años de mi formación escolar había una banda de matones de patio, capitaneados por Alberto (me callo el apellido). Eran el terror del patio. Aparte de repartir aleatoriamente bofetones a los niños que les caían mal, tenían una extraña costumbre: perseguían a los que les caían mal, los tumbaban en el suelo, los inmovilizaban boca abajo y les bajaban los pantalones para enterarse de qué marca de calzoncillos llevaban. A renglón seguido proclamaban la marca a gritos, con gran alborozo y rechifla.
¿Por qué, qué gracia tenía aquello? No lo sé. Se ve que había marcas de calzoncillos que no eran normativas, por lo menos para ellos. Quizás pasadas de moda. A saber. No puedo ir a buscar ahora la bala que mató a Prim. En el fondo, como es obvio, se trataba del goce de ejercer el poder.
Para la víctima, aquel ritual suponía una tremenda humillación pública. En adelante, el patio de jugar era territorio comanche. Las monjas asistían distraídamente a aquellos atropellos, pensando, seguramente, que eran tonterías de niños, y que cada uno tiene que aprender a defenderse solo. O bien paladeando mentalmente el próximo pastelito que se zamparían, pues las recuerdo bastante inclinadas a los dulces, y proclives a las indigestiones.
Los demás niños procuraban mantenerse alejados del asunto, para no incurrir a su vez en la inquina de la banda de Alberto, alegrándose de que fuera otro, y no ellos, la víctima. Había que mantener el perfil más bajo posible, pasar desapercibido, seguir jugando con la pelota, y luego hacerse los simpáticos con la banda, regalarles bolis y chicles Bazooka, que llevaban cromos. Esto fue en los tiempos de la mercromina.
Había mercromina en todas las casas, pues los niños solían hacerse heridas y rozaduras en las rodillas, cayéndose de la bicicleta, subiéndose a los árboles o jugando a fútbol, actividades a las que de siempre son muy aficionados. Ahora la mercromina ya no se usa, porque contiene mercurio, que puede ser tóxico. De la misma manera que ahora la sociedad está bien concienciada contra el abuso escolar, se han impuesto unos protocolos para detectarlo y combatirlo, se han creado observatorios, se denuncia en la prensa… pero asombrosamente sigue practicándose. Ha de ser cosa de la naturaleza humana…
«Todo lo que tiene que ver con la organización social se aprende en el parvulario y en el cole»
Todo lo que tiene que ver con la organización social se aprende en el parvulario y en el cole. Casi podríamos morirnos todos al mediar el bachillerato, sin perdernos gran cosa, pues allí ya nos enteramos muy bien de qué va la vida y cómo es la gente y cómo somos nosotros. Ya en adelante todo es confirmación y repetición y repetición.
He recordado la atmósfera de aquel ya lejano parvulario, y a aquella banda de niños matones —tal vez con el paso del tiempo corrigieron su tara moral y se convirtieron en excelentes personas y pilares de la sociedad, o tal vez ellos mismos fueron más adelante, en el ámbito laboral, víctimas de abusos— al leer la noticia de que una adolescente llamada Sandra, que sufría acoso de sus compañeras o compañeros del colegio de monjas Irlandesas de Loreto, de Sevilla, se había suicidado.
La familia de la chica había denunciado varias veces la situación ante el centro educativo y ante las autoridades, sin que se hubieran tomado medidas efectivas para protegerla.
Tras su muerte, la Fiscalía de Menores ha abierto una investigación para esclarecer los hechos y determinar las responsabilidades: descubrir si ese reiterado acoso fue decisivo en la decisión de Sandra de acabar sus sufrimientos por la vía más drástica, o si acaso padecía una severa depresión, y las afrentas de sus condiscípulos no fueron la causa sino solo el detonante, la gota que desborda el vaso de la desesperación.
«Esa muerte marcará también para siempre a cada uno de los acosadores y a sus parientes»
Un asunto tristísimo. Y para la familia de Sandra, un dolor para toda la vida. Se la pasarán recordándola, añorándola y preguntándose si no hubieran podido hacer algo más, si esto, si aquello…
Esa muerte marcará también para siempre a cada uno de los acosadores (salvo que tengan una piedra en el lugar del corazón) y a sus parientes. Momento interesante para todos será cada mañana el de mirarse al espejo. Verán una sombra al fondo, con fulgores violáceos. Las monjas irlandesas tampoco se van a quedar tranquilas, supongo.
Como siempre en casos de crimen mediático, en seguida han aparecido los justicieros retrasados, aquí los que se desentendieron de Sandra cuando estaban a tiempo de ayudarla, y que ahora acosan a los acosadores con pintadas acusadoras en el muro del colegio y en las redes sociales… ¡Pedrito, Paulita, asesinos! Y que siga girando la rueda.
«Stephen King cuenta que ‘Carrie’ se le ocurrió pensando en dos niñas de su instituto que sufrían el acoso de sus condiscípulos»
En sus entretenidas memorias, Stephen King cuenta que Carrie se le ocurrió pensando en dos niñas de su instituto que sufrían el acoso de sus condiscípulos (incluido él, según creo recordar) porque sus familias eran pobres y ellas iban a clase cada día vestidas con la misma ropa, no tenían otra. Según explica en esas memorias, era el temor de la colectividad a que la escasez y el fracaso que las envolvía como un aura fuesen contagiosos lo que la impulsaba a agredirlas, aislarlas y despreciarlas. Al cabo de unos años, supo que las dos se habían matado.
Del remordimiento y la piedad tardía nacieron su primera novela, hoy famosa, y su carrera literaria y su riqueza. Ahora, por cierto, él es el autor más censurado en las escuelas de su propio país…
A Alberto me lo encontré hace unos años, en una fiesta. Acababa de plantarle la mujer, me dijeron que estaba algo alcoholizado y no tenía muy buen aspecto. No parecía interesante.