La ruptura de los ocho segundos
«La gobernabilidad en España ha dejado de depender de un fugado. Pende ahora de una competencia por el electorado más identitario y excluyente catalán»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 27 de octubre de 2017, la «República Catalana» duró lo que un suspiro. La proclamación y su suspensión inmediata condensaron un episodio que pasó de la épica de cartón a darse de bruces con la realidad en cuestión de segundos. Aquel gesto expuso algo elemental: en democracia no puedes ignorar a más de la mitad de tu sociedad, no puedes saltarte las normas, ni tratar como colonos a quienes no piensan como tú. El coste reputacional para Cataluña —y por extensión para España— fue real, más allá del simbolismo.
La paradoja es que esa gestualidad —romántica en la superficie, profundamente antidemocrática en el fondo— estuvo liderada por Carles Puigdemont, un dirigente que actuó como el «león cobarde» de El mago de Oz: amagar con el salto y recular en el minuto uno. En condiciones normales, ese episodio lo habría enviado al cajón más vergonzante de nuestra historia reciente. No ocurrió. La necesidad de Pedro Sánchez de construir mayorías alternativas acabó por rehabilitar políticamente al fugado, a costa del desgaste institucional: se desdibujaron contrapesos, se erosionó el prestigio de instituciones y se vació de sentido el lenguaje de Estado.
Sin embargo, la coyuntura parece haber cambiado. Las últimas posiciones públicas de Junts y su (aparente) ruptura con el PSOE no se explican solo por el humo de la táctica. Hay causas más hondas. En el laboratorio catalán —donde se incuban tendencias que después se proyectan al conjunto del país— ha emergido una fuerza que disputa el liderazgo del identitarismo, que compiten por el espacio de la auténtica ultraderecha española: Aliança Catalana. Entender su ascenso exige mirar por capas.
Primera capa: el desencanto independentista. Aliança recoge los rescoldos de un separatismo defraudado por las élites del procés, que prometieron un salto histórico y entregaron una pantomima. Ese voto busca una voz que percibe «auténtica» y sin complejos.
Segunda capa: el vector identitario duro. Aliança articula un discurso nacional-identitario con acentos xenófobos e hispanófobos. No es «la derecha española»: es la versión catalana de una ultraderecha de raíz etnonacional, con símbolos y agravios propios.
«La fuerza de Aliança nace en municipios donde la presión demográfica y la mala gestión han generado inseguridad cultural y cotidiana»
Tercera capa: geografía y miedos concretos. Su fuerza nace en el interior, en municipios donde la presión demográfica y la mala gestión de la convivencia han generado inseguridad cultural y cotidiana. Muchos perciben que los partidos tradicionales —sobre todo la izquierda— dejaron de nombrar problemas reales por temor al coste reputacional.
Cuarta capa: políticas percibidas como de ingeniería lingüística. Durante años, la combinación de política lingüística, escolar y migratoria se interpretó en sectores del soberanismo como un modo de reforzar el bloque identitario no castellanohablante. Más allá de su veracidad empírica, esa percepción ha sedimentado y hoy es capital político de Aliança.
Quinta capa: una reacción cultural. En zonas con sustratos históricos complejos —del carlismo a la Renaixença— se vive la sensación de una aculturación acelerada. Aliança ofrece una narrativa de «protección» del propio ecosistema cultural frente a lo que identifica como disolución.
Resultado: Junts ha sido desbordado por un relato que a ojos de muchos parece más pegado al terreno. En comarcas donde antes mandaban los herederos de CDC, cuadros locales tantean la puerta de Aliança. El intercambio con Sánchez —útil en el corto plazo para «salvar al soldado Puigdemont»— apenas ofrece rédito electoral y sí un desgaste profundo de marca. En esa tesitura, el expresidente ya es visto por parte de su propio espacio como un lastre: para reubicarse en el eje socioeconómico (quizás el eje tradicional izquierda-derecha), Junts necesita matarlo políticamente, sin sangre ni ruido, pero con efectos reales.
«Ocho años después, la pregunta vuelve: ¿será esta ruptura otra ‘performance’ de ocho segundos o el inicio de una década distinta?»
La consecuencia trasciende Cataluña. La gobernabilidad en España ha dejado de depender exclusivamente del cálculo de un fugado. Pende ahora de una competencia por el electorado más identitario y excluyente catalán que altera los equilibrios con Madrid. Quien crea que esto es una pelea provincial se equivoca: afecta a los Presupuestos, a la estabilidad de la legislatura, a la temperatura del debate público y vislumbra un cambio de paradigma en la política nacional (que, en realidad, es la concreción patria de movimientos culturales tectónicos que son corrientes planetarias).
En 2017 se abrió una ventana de reconciliación. La sociedad civil respondió al golpe de Estado con una energía cívica que desbordó a partidos e instituciones. Aquella oportunidad se perdió cuando el ansia de poder de Pedro Sánchez le hizo anteponer la aritmética sobre la pedagogía constitucional. Ocho años después, la pregunta vuelve: ¿será esta ruptura otra performance de ocho segundos o el inicio de una década distinta? ¿Se abrirá otra ventana de oportunidad o será bajar un escalón más en la anomia? ¿Estarán los partidos a la altura que se espera más allá de sus cálculos electorales? ¿Habrá una reacción en el PSOE y recuperará una mínima visión de Estado?
Ya no dependerá de Sánchez o de Puigdemont y sí más de la pugna entre Junts y Aliança por ese espacio identitario excluyente. Dos formaciones que, en su núcleo ideológico, comparten ante todo su hispanofobia y el autoodio hacia todo lo que suene a español. Y, sobre todo, dependerá de si el resto de los actores políticos ofrece una alternativa clara que proponga una reconstrucción moral, política e institucional que nos saque del marasmo de ingobernabilidad e ineficiencia en el que se ha convertido nuestro Estado.
Cataluña —y España— necesitan una épica, pero una épica (y una ética) para adultos: menos ceremonias de ruptura y más instituciones que funcionen, menos épica identitaria y más reconciliación y reconstrucción constitucional aplicada a la vida diaria.