The Objective
José Carlos Llop

Cartas

«Una carta es un regalo de su autor a su corresponsal y éste –o ésta– puede hacer con ella lo que le plazca en privado. Pero sólo es el autor el que puede publicarla»

Opinión
Cartas

Ilustración de Alejandra Svriz.

Para el poeta Rilke, las cartas eran una forma de interpretar el mundo, pero también una de sus formas de interpretarse: en su caso, una necesidad rayana en lo metafísico. En ellas está toda una concepción ensayística sobre el arte, la poesía, la escritura, el amor y la vida y cualquier lector de esas cartas adquirirá una sabiduría —y sobre todo, un modo de sabiduría— hasta entonces ajeno a él. Las mujeres fueron sus perfectas interlocutoras y algunas de ellas —Lou Andreas Salomé, Marie von Thurn und Taxis o la princesa Bibesco— asumieron un importante papel en la vida del poeta y supieron interpretarlo tan sabiamente como hizo su amigo consigo mismo. Era otro mundo, un mundo que ya no existe, pero las cartas de Rilke son un excelente legado del mismo. Y tienen casi tanta importancia como su obra poética y en prosa.

Si escribo «casi» es porque en ellas, al revés que en la poesía rilkeana, la revelación no existe. Pero ocupan un espacio físico mayor al de su obra en sentido estricto. Cerca de donde escribo, diviso ahora la correspondencia con Lou Andreas Salomé, las cartas sobre Cézanne, las cartas francesas a Merline —seudónimo con el que bautizó a la madre del pintor Balthus, que también fue su amante—, las cartas cruzadas con Helene von Nostitz, las Cartas a Benvenuta, o las cartas a la bella veneciana Adelmira Romanelli, y todas ellas unen —como escribió Louis Untermeyer— a la persona mortal con el poeta inmortal.

Hay muchas más, ya dije: a Rilke le aclaraban la mente, le proporcionaban la energía erótica —importante para la creación literaria— del amor y algunas de esas corresponsales tenían, además, un castillo con jardines donde el poeta se refugiaba a escribir y descansar de su angst particular. A Rilke le encantaba el entorno aristocrático del que, por cuna, carecía, y pudo disfrutarlo gracias al afecto y la gran generosidad de sus amigas. Pero, aunque los chateaux en la vida de Rilke fueran importantes, lo crucial es que sus cartas eran el mayor placer y esencia de la vida del poeta, el eje donde todo lo demás se sostenía, enriquecía y circundaba como los anillos del planeta Saturno.

La mayoría de esas correspondencias abarcan muchos años —la fidelidad en la amistad sin sexo— y podemos decir que sin ellas la poesía de Rilke habría sido distinta y peor. Tanta es la importancia de sus cartas en la formación y desarrollo del poeta, en la capacidad para comprender su don único y madurarlo. Algunas están escritas desde la exaltación del amor y en las que no, el afecto y el respeto se respira por cada una de sus líneas. Al acudir a ellas, a ninguno de sus lectores se nos ocurriría pensar en un arma arrojadiza o en la urdimbre de una venganza sentimental. Digamos que sus interlocutoras estaban a su altura y aún no vivíamos el caos y la impostura actuales. Ni el exterminio de la jerarquía de valores, sobre todo en una relación amorosa.

«Quien no haya leído ‘Las relaciones peligrosas’ no sabe con exactitud el peligro que puede encerrar una correspondencia»

Pero quien no haya leído Las relaciones peligrosas, o visto cualquiera de sus adaptaciones cinematográficas —la de Milos Forman o la de Stephen Frears, ambas son buenas para hacerse una idea— no sabe con exactitud el peligro que puede encerrar una correspondencia. Uno de ellos es la banalidad. Y en esa banalidad se esconden la torpeza y cortedad de miras, su utilización como puñal, veneno o pistola; o su interpretación más rastrera.

En estos días últimos se han hecho comentarios de todo tipo sobre las cartas de un escritor ya fallecido y no sé qué de besar «tus piececitos» y cosas por el estilo, como si nadie hubiera sido amante de nadie jamás. O como si nadie hubiera escrito tonterías —los diminutivos suelen sonar tontitos— o frases de calibre (y esta no tiene mucho que digamos). Si quieren curarse de espantos, lean la correspondencia entre James Joyce y su mujer Nora Barnacle y verán dónde quedan esos piececitos tan aireados por la prensa.

Ahora bien: una carta es un regalo de su autor a su corresponsal y este —o esta— puede hacer con ella lo que le plazca en privado: es suya. Repito: en privado. Puede mostrársela a sus amistades, a sus familiares o a sus nuevos amantes, allá cada cual. Pero no puede trascender el ámbito de lo privado y menos aún cuando la carta viene de alguien que de la escritura ha hecho su vida e incluso su oficio o profesión. Esto solo le corresponde a él porque él es el único propietario intelectual de su correspondencia. El que, para entendernos, puede publicarla o dar su permiso —siempre por escrito— para hacerlo. Como lo son, después, sus herederos. Sus interlocutores o receptores solo son depositarios de una manifestación de la compleja red de sentimientos humanos, pero nunca los dueños más que del objeto. Y ahí lo privado es una frontera infranqueable.     

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