Y se murió
«La crónica de la agonía de Franco de Miguel Ángel Aguilar es importante, ahora que se celebra el cincuentenario de su muerte y Sánchez quiere usarlo de taparrabos»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Dentro de dos jueves será el 20 de noviembre, una fecha cargada de peso temporal. Un 20 de noviembre de 1936 tuvo lugar el fusilamiento de José Antonio y un 20 de noviembre de 1975 murió el general Franco. ¿Se lo hicieron coincidir? Es difícil saberlo, pero lo cierto es que la agonía fue atroz gracias a la siniestra intervención de Cristóbal Martínez-Bordiú, yerno del dictador, quien asumió la responsabilidad médica y política del tránsito, para intentar, aunque fuera de un modo canallesco, alargar la agonía de su suegro. Tenía el empeño de colocar a un miembro del núcleo duro en la Presidencia de las Cortes, cuya caducidad iba a producirse el día 26. No lo consiguió. Su fracaso lleva aparejada la más brutal tortura a un agonizante que se haya conocido jamás.
Así lo cuenta en un magnífico reportaje uno de los mejores periodistas del país, Miguel Ángel Aguilar, mediante una crónica que día a día desvela las descomposiciones de un régimen aterrado por la muerte del jefe absoluto, una corte de los milagros que daba bandazos y puñaladas como una legión de ratas enloquecidas. Hay que tener presente que aquel año de 1975 venía cargado con terremotos como la revolución portuguesa o la Marcha Verde de los marroquíes sobre el Sáhara.
Es importante leer un testimonio como este, No había costumbre, publicado por Ladera Norte, porque habla siempre en primera persona, en tanto que testigo presencial, y no de oídas, como han hecho muchos historiadores españoles y todos los extranjeros. El relato de la agonía de Franco es importante, ahora que se celebra el cincuentenario de su muerte, ya que el desnutrido Sánchez quiere usar a Franco de taparrabos para mostrar musculatura ante las pasionarias de su piscina. El antifranquismo de los sanchistas, quizás avergonzados porque el Partido Socialista no movió ni un dedo en la lucha contra la dictadura, es de puro teatro y se dirige, sobre todo, contra Madrid, que es su obsesión paranoica.
Realmente la muerte se produjo en las peores circunstancias y es un milagro que no acabara en otra dictadura comunista o fascista. Sin duda fue la inteligencia (y la honradez) de don Juan Carlos la que puso remedio a un enfrentamiento que parecía inevitable. La astucia con la que dirigió el proceso hacia la libertad, sin que nadie lo sospechara, es asombrosa. Cómo condujo la maniobra de desmantelamiento es asunto admirable y no suficientemente conocido. El resto fue ya labor de Suárez y de la Transición.
La acumulación de desastres era monumental en aquel 1975, no sólo debido a la invasión del Sáhara por Marruecos (¿qué haría Sánchez hoy ante una invasión de Ceuta y Melilla?), o a la influencia de los revolucionarios portugueses tan olvidados (¿quién recuerda al general Spínola, el último monóculo de Europa?), sino también por el descubrimiento de una conjura interna dentro del ejército (la UDM) formada por oficiales demócratas a los que hubo que reprimir, pero sin escandalizar. Y hay que añadir el giro oportunista de la Iglesia y su apoyo a los grupos de extrema izquierda, o los cinco fusilamientos de terroristas, tres de las FRAP y dos de ETA. Hubo 14 retiradas de embajadores en esa ocasión. México, siempre tan justiciero con los demás, pidió la expulsión de España de la ONU.
«El futuro rey tendría que comenzar de cero a restaurar la confianza política y financiera en un país que el mundo despreciaba»
La gravedad de la situación con la que se iba a encontrar don Juan Carlos se puede resumir en lo siguiente: no había un solo poder ejecutivo en el mundo (con la excepción de Imelda Marcos) que apoyara al Gobierno español. La soledad era absoluta y el futuro rey tendría que comenzar de cero a restaurar la confianza política, financiera e informativa en un país que se había convertido en una especie de Albania corrupta a la que el mundo entero despreciaba. Solo con eso ya bastaría para perdonar a don Juan Carlos que más tarde fuera humano, o más que humano, para resarcirse de los años cautivos en las garras de los franquistas.
El relato de Aguilar se lee como una novela, pero todo lo que cuenta es real y verdadero. Resulta muy instructivo constatar cómo se las arreglaban aquellos periodistas que se apiñaban ante los muros del palacio del Pardo durante la agonía, y que debían informar minuto a minuto cuando no existían los teléfonos móviles, ni los había públicos por los alrededores. Con cada nueva información corrían despendolados los plumillas hacia el primer bar abierto en el pueblo más próximo, donde hacían cola en el teléfono con civilizada educación y un frío de noviembre. Es una escena para que alguien invente una serie de televisión que dé cuenta veraz de aquellos últimos cuatro días cargados de tempestades y consecuencias inesperadas.
Los gestos convulsos del sanchismo para conmemorar los 50 años de la muerte de Franco, como imponer una lápida donde tiene hoy día su sede la Comunidad de Madrid, en recuerdo de las torturas de la policía franquista, exhiben una explotación tan infame del suceso como los abusos desesperados de Martínez-Bordiú, a quien imitan. Tampoco llegarán a tiempo.