The Objective
Antonio Elorza

«¡Esto es cosa de Alfonso!»

«No fue la Corona quien contribuyó al tránsito de la dictadura de la democracia, sino Juan Carlos I. Olvidar su papel histórico equivale a borrar el de la institución»

Opinión
«¡Esto es cosa de Alfonso!»

Discurso de Juan Carlos I durante el intento de golpe de Estado.

Juan Carlos I tiene todo el derecho del mundo a dar su versión personal de una vida tan rica como la suya en episodios trascendentales, aunque los daños colaterales puedan ser previsibles. De hecho, ya había mucho de autobiografía en El rey, el libro de las conversaciones que mantuvo en 1993 con José Luis de Villalonga. Ahora los puntos oscuros son más y existe para él un nuevo aliciente: el deterioro de las relaciones con los miembros más próximos de su familia, y en particular con su hijo, el rey Felipe VI. Se siente llamado, ante ellos y ante el conjunto de los españoles, a dar una versión documentada y creíble, con el propósito de asentar una imagen histórica cargada de valores positivos, algunas dudas y «un error», el regalo millonario recibido del rey de Arabia Saudí. El título Reconciliación es suficientemente explícito. Y es lo que se trasluce de las entrevistas introductorias a la publicación del libro, en Le Figaro magazine, Le Point o El País.

Llegado a este punto, el lector pensará que más valía esperar a la salida pública de Reconciliación dentro de unas semanas, tanto para hacer su crítica como para ratificar o poner en cuestión alguna de sus afirmaciones. Solo que eso implicaría sugerir algo que no existe en estas líneas: la voluntad de enjuiciar la figura del rey honorario (de entrada, mal llamado rey emérito, título que fue adscrito al Papa-Ratzinger a su dimisión: al abdicar Juan Carlos I, le fue conservado el de rey, con carácter «honorífico»). No se trata entonces, aquí y ahora, de validar o de refutar sus afirmaciones, sino de buscar una respuesta en ocasiones, o de formular una pregunta en otras, ante las cuestiones controvertidas que salpican esos textos anunciadores del libro. En consecuencia, no es Juan Carlos I quien está en tela de juicio, sino unos momentos determinados de su trayectoria política.

Para atender a ese propósito, acudiré a la memoria de la larga sobremesa a una cena, a la cual asistimos mi mujer Marta y yo, con la presencia de los Reyes, una noche de julio de 1988, en vísperas de la toma de posesión del nuevo gobierno. El anfitrión fue Jaime Sartorius, quien había conocido a Juan Carlos en su tiempo de universitario, y entre los invitados se encontraban Emilio Lledó, Cristina Almeida, Diego López Garrido, Antonio Gutiérrez, así como el primo de Jaime, Nicolás Sartorius, la mejor cabeza del PCE. A causa de la ceremonia del día siguiente, la cena hubiera debido ser breve, pero sin duda el monarca se encontraba a gusto, contando espontáneamente el relato de su vida, incitado por las preguntas de los asistentes. Y el tiempo pasó.

(Aunque la discreción parecía obligada, la cena fue filtrada al semanario Tiempo, tal vez por el servicio de comedor, lo cual fue aprovechado por un malsín o por una harpía, vaya usted a saber, para cargar contra mí, presentándome nada menos que como embajador oculto de ETA en Madrid. La calumnia aportaba una suma de datos y falsedades bien guisadas que situaban el origen en alguien de mi Facultad. Desmentí los infundios en carta a Sabino, y no hubo nada).

Tras las cortesías de rigor, el diálogo se animó al cruzarse las opiniones sobre la manifestación estudiantil formada el 18 de mayo de 1968, a la salida del recital del cantautor Raimon en la Facultad de Políticas y Económicas. Los manifestantes rodearon al auto donde viajaba la princesa Sofía, increpándola. Alguien lo comentó con una salida de tono: «¡Pero es que usted era para nosotros el futuro rey del franquismo!». La réplica del monarca no se hizo esperar: «¡Toma! ¿Te crees que no me daba cuenta?».

«No había respaldo a la Constitución en los virreyes de las capitanías regionales. Le tocaba saltar al vacío»

A partir de ahí el relato de Juan Carlos I se desplegó en dos direcciones. La primera, parcialmente entra en conflicto con lo que ahora se apunta sobre el pragmatismo recomendado a su hijo por Don Juan: «Había que aceptar la realidad». Durante la cena, el Rey pareció en cambio confirmar la versión generalmente aceptada de un largo enfado del padre por la jura de los Principios del Movimiento y su aceptación de la vía franquista a la sucesión. No recuerdo las palabras exactas, pero Juan Carlos insistió en la prioridad que había otorgado al objetivo de alcanzar la Corona. Posiblemente se ha producido desde entonces la confusión de dos momentos: una cosa era la recomendación de Don Juan de practicar la doblez para que Franco confiase en él y otra hacerlo en 1967 comprometiéndose con la herencia política del régimen. Un tema que él ha aclarado en distintas ocasiones.

La segunda dirección resultó más informativa, empezando por el momento en que el príncipe Felipe preguntó a su padre qué estaba pasando. «Nada, hijo, que he dado una patada a la corona, está en el aire, y ya veremos donde cae». Una inseguridad que se basaba en una consulta realizada por el Rey a los verdaderos titulares del poder militar: no había respaldo a la Constitución en esa pieza clave que eran los virreyes de las capitanías regionales. Le tocaba saltar sobre el vacío. Incluso uno, el de Sevilla, se habría sentido tal satisfecho al sublevarse que vistió el uniforme de legionario, bebiéndose una botella de chivas. Menos mal que el sueño le quitó de en medio. Sobre Miláns, Juan Carlos no tenía la menor duda: estaba listo para alzarse en cualquier momento y así lo hizo.

La crónica del monarca se centró siempre en Armada, de acuerdo con sus recientes afirmaciones sobre su culpabilidad. Habría sido la Reina, quién al conocer los sucesos del Congreso, exclamó: «¡Esto es cosa de Alfonso!». De ahí el rechazo a todo intento suyo de aparecer junto al Rey en la Zarzuela. Más tarde, al pedir el Rey información al Alto Estado Mayor, su jefe, Gabeiras le tranquilizó, elogiando la actividad de Armada. «¡Pues hazte tu cargo de las cosas personalmente!», había sido su respuesta. Por fin, al ser visitado en la Zarzuela por los líderes políticos liberados del Congreso, y manifestar Adolfo Suárez su gratitud por la labor desarrollada por Armada, Juan Carlos I le respondió con la necesidad de detenerle. Añadiendo datos sobre la gravedad en que se mantenía la situación del país.

(Por supuesto, ninguna apreciación sobre Suárez, nada sobre sus críticas anteriores al presidente ni a conversaciones previas con Armada. Al estar presente la Reina, la sombra de Constantino de Grecia gravitó alguna vez sobre la narración. En definitiva, a la vista de la corona en el aire y de su prioridad por el objetivo de la Corona, no existe contradicción alguna en suponer que sin promoverla, Juan Carlos I hubiese aceptado la solución «constitucional» con la que el general Armada se presentó en el Congreso. Tejero nos quitó de en medio el problema, que solo obtendría cumplida respuesta de la comida del 13 de febrero entre Juan Carlos y su antiguo preceptor. Alguna vez leí que había sido grabada. Ahora, en sus memorias, el Rey complica la cuestión, hablando de tres golpes, el de Tejero, el de Armada y el críptico «de los políticos cercanos al franquismo»).

«Franco contaba con el Consejo del Reino, que hubiese impedido cualquier propósito revisionista del nuevo rey»

Finalmente, entró en juego una cuestión devuelta a la actualidad con Reconciliación: si al encargarle la sucesión, Franco pensaba o no que era hora de pasar página de su dictadura, con la apertura a la democracia. Es un punto en el cual, de confirmarse esa idea, se vería reforzada la intención de Juan Carlos de consolidar su propia imagen, porque si por un lado, del mutuo acuerdo saldría un dictador consciente de la transitoriedad de su papel histórico, él quedaría absuelto del pecado -jurar los Principios del Movimiento- que causó la irritación de su padre y de tantos españoles. Incluso se alude ahora de una posible conversación en que Juan Carlos le habló a Franco sobre la autorización de partidos políticos, y éste lo hubiera aprobado para cuando el sucesor llegase a reinar. El tema no es, pues, irrelevante.

A partir de lo dicho al final de la sobremesa, hay poco espacio para la duda. Pude escuchar, como los demás asistentes, la conversación ya iniciada entre Juan Carlos I y Nicolás Sartorius, a partir de una exclamación del monarca, con toda probabilidad corrigiendo un pronóstico optimista del político, en el sentido de que Carrero Blanco no hubiera podido frenar el cambio. Juan Carlos I tuvo buen cuidado en puntualizar que él ha sido y es contrario siempre a cualquier atentado, «pero, añadió, sin ese no estaríamos aquí». A continuación, ofreció una serie de datos sobre el estricto control de que había sido objeto, bloqueando todo protagonismo y toda iniciativa suyos. Nada que sugiriera que iba a disponer de una libertad de juego político al alcanzar la sucesión. Carrero era demasiado leal a Franco, al franquismo, y a su propio ideario para tolerarlo.

Esa visión pesimista se ve confirmada por las reiteradas declaraciones de Franco a lo largo del tiempo sobre el tema, en las confidencias a su secretario Pacón Franco-Salgado (Mis conversaciones privadas con Franco, Barcelona, 1976). Tenía buena impresión de Juan Carlos, «discreto e inteligente», lo consideraba como único sucesor legal, y «el que más garantías me ofrece para defender el régimen que salió victorioso de la Cruzada» (11-X-1969). Eso sí, «con la flexibilidad suficiente». Los partidos políticos no entraban en la receta. En cualquier caso, para abortar una eventual desviación, Franco contaba con el Consejo del Reino, el parque jurásico del régimen, en calidad de obstáculo infranqueable que hubiese impedido cualquier propósito revisionista del nuevo rey. Al Consejo tocaba la designación de una terna de leales, en la cual el Rey se vería obligado a elegir a su primer ministro. Y no fue baladí. Torcuato Fernández tuvo que ejecutar una obra maestra de habilidad para sortearlo y lograr la designación de Adolfo Suárez (ver Lo que el Rey me ha pedido, Madrid, 1995).

Un episodio final, según creo referido también por Villalonga, refleja muy bien esa mezcla de ambigüedad aparente y voluntad restrictiva que presidía las intenciones de Franco. Juan Carlos nos contó que le había solicitado asistir a los Consejos de Ministros, con el fin de irse familiarizando con su futuro cargo, una vez que ya había sido designado sucesor. Recibió la negativa consiguiente: «No se preocupe, Alteza, no se preocupe, que cuando llegue a reinar, todo será diferente».  

«En términos legales, no estamos ante un caso de presunción de inocencia, sino de manifiesta ausencia de culpabilidad»

(Una vez escritas las páginas precedentes, ha sido anunciada la marginación del rey honorífico de todo el ceremonial conmemorativo de su acceso al trono, hace 50 años. Sin duda por el mismo motivo de su exilio fáctico en Abu Dabi: el «error» reconocido en sus memorias. Pero en términos legales, no estamos ante un caso de presunción de inocencia, sino de manifiesta ausencia de culpabilidad, que al margen de disentir o no de la resolución absolutoria, y yo disiento, convierte en radicalmente injusto el olvido de la deuda histórica de España con su ex rey. No fue la Corona quien contribuyó decisivamente al tránsito de la dictadura de la democracia, sino su titular, Juan Carlos I. Además, olvidar ese papel histórico de la persona equivale a borrar el de la institución. La llamada «memoria democrática» se cubre en este caso de injusticia, y no solo hacia Juan Carlos I sino al conjunto de protagonistas de la Transición, a pesar de la hábil coartada de los toisones de oro concedidos a dos padres de la Constitución, a Felipe González y a la Reina Sofía.

Quienquiera haya contribuido a ese penoso ostracismo interior de Juan Carlos, se hace responsable de la capa de niebla en que está siendo envuelta la Transición. Signo de una confusión generalizada, al coincidir en el tiempo con la esperpéntica petición de perdón a México por la conquista, dando un vuelco a rotundas negaciones anteriores, como en la ley de Amnistía, y asimismo, lo que es más aun más grave, con la inequívoca muestra de cobardía ofrecida por el presidente al eludir la respuesta cuando en el Senado le fue preguntado si la Venezuela de Maduro es o no una dictadura. Indignidad).

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