Bramidos en el desierto
«Quién se queda y quién se va lo deciden los partidos, pero a veces es el pueblo quien tiene la última palabra sin recurrir a un proceso reglado, sino simplemente moral»

El presidente en funciones de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón.
Quién se queda y quién se va es algo que deciden mayoritariamente los partidos, pero a veces el pueblo tiene la última palabra sin necesidad de recurrir a un proceso reglado, sino simplemente moral. Si la excepción se convirtiese en regla, España dejaría de ser un erial político.
Dimitir es el verbo más citado en la política española, pero a la vez el que menos cristaliza en la acción que engloba. De ahí que, cada vez que el enunciado y su concreción se alinean, el espectador arquee una ceja sorprendido y en cierta forma aliviado. Todavía hay indicios de higiene, piensa el observador, en la figura de quien se inmola. Todavía, por desgracia, se trata de desenlaces extremadamente excepcionales.
Para tratar de habitar, siquiera de modo fugaz, la mente del político español, hay que partir del principio de la dicotomía y del mecanismo del antagonismo. La dicotomía, en estas cabezas brevemente ocupadas, implica dividir la realidad en dos bloques, los buenos y los malos, sin una fina línea gris que, como en Juego de Tronos o La Casa del Dragón, desdibuje las fronteras entre unos y otros y atribuya, en todo caso, cosas buenas a los malos y ciertas maldades a los buenos. Complementariamente, el antagonismo significa que no sólo se difiere; se colisiona no ya en la búsqueda de la razón, sino del relato hegemónico.
De este modo, cuando un enemigo exige la dimisión, lo que se plantea en el cerebro de la persona cuestionada no es la comisión de un pecado más o menos capital. El mensaje que se aloja en su lóbulo temporal izquierdo, el área de Wernicke, es más bien de respuesta y refuerzo: si ellos quieren que me vaya, resistiré. No hay otra forma de librar la guerra contra el invasor ideológico.
Existen, claro, razones para obstinarse más allá de la dicotomía y el antagonismo y el caso del presidente del Gobierno resulta perfecto como referencia. Al ingresar en la sala VIP del poder público, el visitante (palabra que indica que uno está de paso, que transcurrido cierto tiempo se marchará) visualiza las extensas praderas del poder privado. Con algo de tacto, o quizás sin la más mínima finura, esa palanca del cargo le permite abrir puertas impensables y empujar al interior a toda una constelación de afines.
«Es inverosímil que Teresa Ribera sea hoy comisaria de la UE o que las obras para evitar una catástrofe similar sigan sin acometerse»
Demográficamente, tal vez hablemos de un fenómeno insignificante; la verdadera colonización se extiende por las instituciones y desde ellas ataca al cuerpo jugoso del tejido empresarial, pero la sensación que bombea el verbo dimitir permanece intacta: nunca jamás. Lo pide el adversario. Y no voy a dejar caer a Los Míos porque, entonces, ¿de qué viviríamos? Devolver un Mercedes para regresar a un Seiscientos es algo sólo al alcance de unos pocos espíritus.
Y, pese a toda esta capa refractaria de argumentos contra la dimisión, a veces se dimite en España. Valga de ejemplo Mazón, un señor que en cualquier otro país europeo con tradición democrática habría hecho las maletas al día siguiente de la Dana. El proceso se ha dilatado en el tiempo y ha culminado no gracias al partido en el que milita, sino a las voces rotas de esos familiares enlutados que lloraban a sus muertos en el funeral de Estado del 29 de octubre. Es difícil estamparle a esos gritos la pegatina habitual («eran personas teledirigidas por la oposición»), como también es inverosímil que Teresa Ribera sea hoy comisaria de Competencia de la UE o que las obras necesarias para evitar una catástrofe similar sigan sin acometerse con la urgencia requerida.
En todo su quebranto y amargura, las bramuras de los afligidos contienen una profunda esperanza. El pueblo —el de la intrahistoria de Unamuno, pero también la desdibujada masa de las grandes urbes— todavía es capaz de doblar el hierro de la desfachatez política, aunque sólo lo haga a veces, mucho menos de lo que debería.