Fantasmagorías otoñales (I)
«El volumen ‘Fantasmas Yokai’ (Lunwerg, 2025) de Philippe Charlier es un deslumbrante recorrido por el inframundo de las sombras en la tradición japonesa»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El otoño aviva las sombras. Sombras que se proyectan al atardecer. Es tiempo de ensoñación. De ver lo que otros no ven. De viajar a través de un mundo paralelo que está ahí fuera. Pero que ocurre dentro de cada uno. Fantasmas Yokai (Lunwerg, 2025) de Philippe Charlier es un deslumbrante recorrido por el inframundo de las sombras en la tradición japonesa, larga y compleja que ha servido de argumento a diversas creaciones literarias y cinematográficas. Arqueólogo, profesor de Antropología en la Universidad de París-Saclay/UVSQ, ha trabajado durante años en los rituales que tienen que ver con la enfermedad y todo lo que rodea a las excéntricas creencias en torno a la muerte. El volumen es deslumbrante, al reunir la descripción de las entidades surgidas de la niebla con pinturas y dibujos de esos seres. Un escenario de terrores teñidos de una estética ancestral.
Los fantasmas japoneses (yokai y yūrei-ga) representan lo sobrenatural desde diversas épocas, situaciones, condenas, amenazas, premociones y, de manera especial, una manera de surgir en la realidad que atormenta a los presentes y les persigue hasta el fin de la noche. Es lo que durante la Era Edo (1603-1867) se denominó «juegos de la muerte», juegos siniestros, terroríficos. Las imágenes que contienen sus cerca de 200 páginas provocan en el lector una oscura sensación de incertidumbre. Se trata de la invocación de espectros y fantasmas.
Por sus páginas aparecen eruditos, samuráis que participaban en tales juegos en los que se contaban historias, alrededor de un cuidado escenario, un círculo de velas encendidas, con la espeluznante aparición de las «criaturas híbridas» (yokai), habitantes de castillos encantados. Todo terminaba antes del amanecer y la cuota exigida, a lo largo de la sesión, era de cien cuentos.
Los fantasmas relatados se desenvolvían entre la pena eterna, la cólera conservada y el rencor sin fin. Los hombres que viven en el inframundo se distinguen por su crueldad; las mujeres por sus ansias de venganza. Los espacios se distinguen por sus luces en sombra, las llamas que no se consumen y los inevitables fuegos fatuos. Siempre, cada historia se presenta entre la traición, el abandono y la perversión (éstas son las más terroríficas). Se suceden fantasmas ejemplares y el lector podrá encontrar uno, como nos dice el autor, para cada edad y condición.
Es una enciclopedia fantasmal con símbolos poderosos como, por ejemplo, el pozo es la puerta entre el mundo de los muertos y los vivos, y también para no perderse, las llamadas casas de fantasmas. Y en ellas, distintos espectros, a cual más tenebroso y amenazador. Por ejemplo, Oiwa, cuyo rostro quedó destrozado por el veneno o la inquietante Yuki-onna, cuyo beso que hiela arranca la vida de sus ingenuos amantes, o aquella Okiku que fue arrojada a un pozo por quien era su amo y protector. Pero el catálogo no se agota. Uno descubrirá, hay que insistir en ello junto a las pinturas que completan la narración, una suerte de esqueletos errantes y marineros de guerra que vagan por el mar, y aterrorizan las embarcaciones, porque nunca recibieron sepultura como cientos de samuráis que esperan y esperan vencer el profundo rencor de su abandono.
«¿Por qué no pensar que este laberinto de sombras forma parte, entre las horas otoñales, de una dimensión íntima?»
Entre los capítulos que forman y conforman este majestuoso volumen, tanto en su contenido como en su continente, uno destacaría La puerta del inframundo, Cabezas que vuelan, La sonrisa de la muerte, Demonología de los campos de batalla e Imágenes de dos mundos entrelazados. Como señala Charlier: «Una cosa es segura: este fantasma no regresará solo al otro mundo. Si abrir las puertas del inframundo ha supuesto numerosos esfuerzos, se necesitará como compensación un guía que acompañe al fantasma de vuelta al lugar de donde es oriundo. ¿O se trata quizá de un botín de guerra a cambio de atravesar una puerta prohibida? Invocar a los espectros es un juego peligroso, y nos puede costar la vida…»
Así es, cuidado con este viaje a lo desconocido. Porque buena parte del asunto se encierra dentro de uno mismo, de esas imágenes que surgen del interior y del imaginario de cada uno. Una sensación que viene de antiguo. ¿Por qué no pensar que este laberinto de sombras forma parte, entre las horas otoñales, de una dimensión íntima? Lo narrado, lo descrito en estas pinturas japonesas magistrales es la evocación de unas pesadillas que no han surgido de la nada, ni, lástima, probablemente del inframundo (más divertido sería), sino de las alucinaciones, perversiones, miedos y terrores que cada uno alberga en la inmensa sima de sus sueños.
Es el miedo al miedo. Pero también el miedo a descubrir, tras dudosos experimentos con el otro lado de la realidad, si es que existe, a esos personajes que nos atormentan, nos sobrecogen, nos inquietan y nos descomponen y que están dentro de cada uno y que cada uno los dispara a la realidad como, no digamos Dios le dé a entender, sino como los diversos grados de Mr. Hyde que cada cual ni sospecha poseer. Escribía Shelley: «No despiertes a la serpiente si no sabes el camino que va a tomar». La mera invocación a los fantasmas, a estos «juegos de la muerte» que de manera tan brillante presenta Charlier, es una operación de alto riesgo. No porque, por fin, alguien acceda adonde nadie haya accedido antes, sino porque, ante el asombro y el terror, se acceda a una parte de uno mismo que más valdría no haber despertado nunca. Cuidado. Es la fantasmagoría otoñal que al atardecer llena de sombras y sospechas la larga noche.