The Objective
Jorge Mestre

La secta de la Moncloa

«Pedro Sánchez arropa a imputados, a investigados y a delincuentes en potencia con la ternura de quien sabe que su propia supervivencia depende de ellos»

Opinión
La secta de la Moncloa

Ilustración de Alejandra Svriz.

El Consejo de Ministros se ha convertido en una especie de cofradía del mutismo. Sus miembros ya no responden ante la verdad, sino ante el líder, y lo hacen sin levantar la vista del suelo. España ya no tiene un gobierno, tiene una secta que ha hecho del silencio su dogma y de la mediocridad su bandera.

Ser ministro en la España actual no exige talento, ni preparación, ni siquiera carisma. Basta con obedecer y mostrar una tolerancia infinita a la vergüenza ajena. La fidelidad se ha convertido en sustituto del mérito, y la lealtad en antídoto de la decencia. Lo que antes se consideraba una carrera pública ahora es una pasarela de sumisos donde el único requisito es repetir la consigna del día con convicción ventrílocua.

Lo asombroso no es que Sánchez haya logrado reunir a tantos mediocres, sino que ninguno de ellos haya tenido el impulso de marcharse. Ni cuando estalló el caso Koldo, ni cuando José Luis Ábalos pasó de ministro omnipotente a fantasma parlamentario, ni cuando el fiscal general del Estado pasó a ser procesado. Ni cuando Cerdán fue encarcelado o cuando la mujer fue investigada y el hermano sentado en el banquillo. Tampoco ahora, tras las revelaciones sobre la relación entre Ángel Víctor Torres y el propio Koldo García. Aquí nadie asume nada. 

La moral pública se ha invertido. Lo que antiguamente era motivo de vergüenza y dimisión, hoy es motivo de aplauso. Sacan pecho del escándalo como si fuera un trofeo. Si eres un corrupto, pero no salen prostitutas en el sumario, el Gobierno se siente aliviado, como le ha pasado a Ángel Víctor Torres. En esta España de la posvergüenza, el listón ético se mide en centímetros de escándalo.

«Cada escándalo dura un día, y al siguiente, la indignación se evapora. La corrupción se ha vuelto paisaje, y la impunidad, rutina»

Pedro Sánchez, más que como un presidente, actúa como un gurú de almas descarriadas, empezando por la suya. Arropa a imputados, a investigados y a delincuentes en potencia con la ternura de quien sabe que su propia supervivencia depende de ellos. Los defiende como un capo que cuida de su familia. Los blinda, los recoloca, los salva del olvido. En la secta de la Moncloa, el pecado no se castiga y se promociona.

Hace pocos años, a un ministro se le exigía dimitir por una imputación. Ahora se mantienen en el cargo, como mínimo, hasta después de la instrucción judicial. El silencio se ha convertido en la nueva forma de autoridad. Las comparecencias ya no sirven para informar, sino para disimular. Las ruedas de prensa son ejercicios de hipnosis colectiva. Y los ministros parecen figurantes de una ceremonia donde solo importa la coreografía.

Nadie responde, nadie se rebela, nadie asume. En el Consejo de Ministros reina una liturgia muda. Pedro habla y los demás asienten. Y si alguien osara dudar, pasaría al purgatorio político. Porque en esta secta, la fe se demuestra callando.

Cualquier otro líder habría sentido pudor. Sánchez no. Vive cómodamente entre la sospecha y el desprecio, porque ha aprendido que la indignación dura un titular y la obediencia, toda una legislatura. Ha logrado transformar a su gabinete en una congregación sin alma: ministros que no piensan, solo repiten. No debaten, asienten. No gobiernan, obedecen. No representan al Estado, lo ocupan.

Y mientras tanto, el país asiste con resignación. Nos hemos acostumbrado al bochorno. Cada nuevo escándalo dura un día y, al siguiente, la indignación se evapora. La corrupción se ha vuelto paisaje; la impunidad, rutina. España se desliza por una pendiente moral donde los culpables sonríen y los decentes callan.

Pedro Sánchez no gobierna, se administra a sí mismo. Su talento no está en la gestión, sino en la manipulación del tiempo. Sabe que la indignación ciudadana tiene fecha de caducidad, y que su secta solo necesita aguantar un día más que el escándalo. Esa es su fórmula: sobrevivir al calendario.

Por eso nadie se va, por eso todos se quedan. Saben que fuera de la Moncloa no son nada. Son sombras, supervivientes de un poder que se alimenta de su propia sumisión. Cuando todo esto termine —porque todo acaba—, no serán recordados por su trabajo, sino por su obediencia.

En la secta de la Moncloa no hay redención posible. Solo un lema que lo explica todo: «La dignidad se ha vuelto un estorbo administrativo».

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