La persistencia del antifranquismo
«Desde 2018 el Gobierno no ha cejado en su empeño de desenterrar a Franco y al antifranquismo para que así ‘los buenos’ pudieran dar por ganada la Guerra Civil»

Ilustración de Alejandra Svriz.
El 20 de noviembre de 1975 escuché la noticia de la muerte de Franco, de boca del compungido Arias Navarro (otrora apodado el carnicerito de Málaga), en un televisor muy pequeño y algo borroso que habían colocado en una estantería elevada de una fábrica situada en Villaverde Alto, un barrio obrero de las afueras de Madrid, a la que yo acudía regularmente para hacer el mantenimiento de una máquina de bebidas calientes de la que estaba encargado. Que era un acontecimiento importante era obvio, porque nunca antes había visto allí ese televisor, y era absolutamente excepcional interrumpir el trabajo industrial para atender a una noticia. Pero, por más que el anuncio fuera esperado, la sensación generalizada en la fábrica, y yo diría que en todo el país, era de vértigo.
Durante 36 años, Franco había congelado a España en el instante histórico en el que asumió el mando con carácter vitalicio, aquel instante en el que algunos intelectuales, juristas, poetas y pensadores, y también parte de las masas populares, sintieron que se había vuelto históricamente verosímil que los Estados totalitarios se impusieran como el modelo político del porvenir, dejando atrás el período de hegemonía de las democracias liberales de derecho y sepultando la herencia de la ilustración. Pero el entusiasmo duró poco, y muy pronto el resultado de la Segunda Guerra Mundial y las evidencias de la miseria moral y económica de los Estados totalitarios de todo signo borraron aquella ilusión, con el resultado de que el Estado español nacido en 1939 dejó de ser verosímil en la Europa occidental.
Sin embargo, en el interior de España la historia política siguió detenida en aquel instante, por lo que aquí seguía vigente el espejismo según el cual el fascismo y el comunismo se enfrentaban como las únicas alternativas políticas posibles. Y de ahí que, en nuestro país, el Partido Comunista se constituyese durante toda la dictadura como la fuerza hegemónica de oposición (clandestina) al franquismo. Hasta el punto de que quienes participamos en aquella oposición llegamos a considerar perfectamente verosímil que la dictadura se transformase, no en una democracia, sino en otra dictadura, pero esta vez del proletariado.
El caso es que, precisamente porque se trataba de una dictadura vitalicia, el final de la vida del dictador era también, necesariamente, el final de la dictadura. España se dio de bruces con la historia, y el carácter inadmisible de sus estructuras políticas, así como el despropósito de los planes revolucionarios de la oposición, quedaron al descubierto como quimeras. La Guerra Civil, la insurrección armada, los sacrosantos principios del Movimiento Nacional y las expectativas de tomar el Palacio de Invierno se volvieron de pronto extemporáneos. Como en Horizontes perdidos, de Frank Capra, envejecieron en unos segundos, esos segundos en los que supimos que Franco había muerto y comprendimos que todas esas realidades y posibilidades habían quedado muy atrás, en el cuarto de las vergüenzas de la historia europea, en un pasado que no resultaba en absoluto atractivo resucitar. De ahí la perplejidad de quienes escuchamos la noticia, que anunciaba un futuro desconocido e imprevisible.
Por eso también es comprensible que aquel 20 de noviembre hubiera algunos que, para evitar el vértigo histórico que a los demás nos desazonaba, se negasen a aceptar la evidencia y proclamasen que el franquismo no había muerto, porque confiaban en la promesa del dictador de que todo estaba «atado y bien atado» y en que, por tanto, se podía mantener la temperatura —nunca mejor dicho— de régimen que nos tenía congelados. No me refiero únicamente a las huestes institucionales del «movimiento» que aspiraban a conservar lo que entonces se llamó «un franquismo sin Franco», a las que las elecciones generales convirtieron pronto en residuos extraparlamentarios, sino sobre todo a los grupos revolucionarios situados a la izquierda del partido de Santiago Carrillo, los comunistas insatisfechos con las cesiones (se había renunciado a la insurrección contra el capitalismo y se habían aceptado las reglas de la cochina democracia burguesa), y a los secesionistas catalanes y vascos, que siempre vieron el Estado de las Autonomías como una humillante limosna.
«Justificaban lo injustificable porque, en su relato, la democracia constitucional de 1978 no era sino la continuación del franquismo»
Unos y otros conservaban intactas sus ilusiones óptico-políticas; en vez de con un franquismo sin Franco, soñaban con un antifranquismo sin Franco, y lo soñaban por una buena razón: la lucha contra un enemigo inequívocamente malo era el principal argumento para que ellos siguiesen considerándose inequívocamente los buenos. No podían aceptar que su antifranquismo, como el franquismo mismo, se hubiese convertido en algo política y moralmente inverosímil.
Y, por este motivo, ese siniestro cóctel de ambas ilusiones ópticas (comunismo y secesionismo) que fue el terrorismo de ETA, en el que se mezclaban explosivamente los anhelos de la raza superior y los de la clase elegida, operó durante casi toda la restauración democrática como el bajo continuo cuya inverosimilitud —porque sus fines eran delirantes y sus medios atroces— servía a los descontentos, aunque no todos ellos aprobaran el uso de la violencia, como el síntoma de que, como habría dicho el Marqués De Sade, a España le faltaba aún un último esfuerzo para ser verdaderamente republicana. Justificaban lo injustificable porque, en su relato (completamente alérgico a las evidencias fácticas, y ya no digamos a las morales), la democracia constitucional de 1978 no era sino la continuación del franquismo por otros medios.
Año tras año, repitieron una y otra vez aquella declaración intempestiva, asegurando que Franco se había reencarnado en el monarca y que resucitaba una y otra vez en los sucesivos presidentes del gobierno, muy especialmente en los casos de Felipe González y José María Aznar. Y, por tanto, para esos insatisfechos la guerra civil —de cuya memoria siempre se consideraron los únicos custodios legítimos— no había terminado aún o, lo que es lo mismo, no se podía dar del todo por perdida ni por ganada. Con todo, aunque los comunistas auténticos ocuparon posiciones importantes en el ámbito cultural y en el académico, y los secesionistas se hicieron fuertes en sus territorios «históricos», por mucho que los atentados terroristas conmovieran cada semana los cimientos de la democracia, esas minorías descontentas no podían desalojar la voluntad política mayoritaria representada por los partidos sistémicos de centro-derecha y centro-izquierda.
Durante el franquismo, la extravagancia de la dictadura de Franco en el contexto occidental había hecho que, para garantizar su continuidad, tuviese que descongelar algunos de sus mecanismos en el terreno económico y en el cultural (con la trascendente aportación del turismo y de El Corte Inglés) y que intentara compatibilizar el mantenimiento de la imagen fija de la Guerra Civil con el rocanrol y el capitalismo industrial.
«El viejo frente popular antifascista cambió el término ‘comunismo’ por el de ‘populismo, y rebautizó el capitalismo como ‘neoliberalismo’»
De un modo parecido, a partir de la transición, el antifranquismo fantasmal sólo pudo disimular su carácter anacrónico adaptándose a las circunstancias; y así como Franco había tenido que aparcar la conspiración judeomasónica, tolerar el estruendo de Los Salvajes y reconocer la españolidad de Picasso, también los descontentos terminaron abandonando el leninismo e incorporando a su bandera el feminismo, las reivindicaciones LGTBIQ+, el ecologismo y la autodeterminación de las nacionalidades oprimidas, todo ello cocinado en el caldo de un «socialismo del siglo XXI» cuyas líneas maestras se trazaron en la América hispanohablante, sustituyendo el mito de Fidel Castro por el de Hugo Chávez; e incluso renunciaron a la lucha armada en favor de esas revoluciones «blandas» que utilizan los mecanismos del Estado de derecho para minarlo desde dentro en un sentido antiliberal, de las que encontramos tantos lamentables ejemplos en nuestros días.
El viejo frente popular antifascista, aderezado con esas nuevas banderas, cambió el término «comunismo» por el de «populismo», y rebautizó a su viejo enemigo, el capitalismo, como «neoliberalismo». Y emergió con fuerza en las crisis de deuda (primero la argentina de 2001 y luego la mundial de 2008). En España, volvió a reunir a los que se habían nombrado a sí mismos herederos de los derechos históricos y morales del bando republicano, que tenían aún el reloj parado en 1939, es decir, a las dos facciones que constituían el planeta de los buenos, provocando la excéntrica resurrección de Pablo Iglesias —aunque ya no fuera Pablo Iglesias Posse, sino una pose de Pablo Iglesias— y hasta de la Pasionaria —aunque fuese como Fashionaria— y la ilusión soberanista que promovió la sedición en Cataluña en 2017.
Todo ello terminó dando pie a que, cuando no había pasado ni un mes desde la disolución de ETA, uno de los partidos sistémicos de representación mayoritaria se volvió también antisistémico al alcanzar el poder político en 2018 con el apoyo de todas esas minorías antifranquistas (incluidos los herederos de ETA y los sediciosos de 2017). Y esta es la razón de que, desde entonces, el Gobierno surgido de aquel pacto de investidura no haya cejado ni un solo momento en su empeño de desenterrar a Franco y, sobre todo, al antifranquismo, para que así los buenos pudieran dar por definitivamente ganada la Guerra Civil de 1936 y borrar del mapa político a los malos, que son todos aquellos que se negaron a detener su reloj en tan aciaga fecha.
El hecho de que a esta guerra de hoy la llamemos «cultural» no elimina su carácter de conflicto civil ni, por lo tanto, su necesidad de resucitar la tesis de las dos Españas (o, mejor dicho, de la España y la anti-España) ni su voluntad de refutar legislativamente la existencia de una democracia constitucional en nuestro país desde 1978 hasta la fecha (Ley de Memoria Democrática, Ley de Amnistía de 2024, etc.) o, lo que es lo mismo, de reconocer oficialmente que hemos vivido desde entonces hasta 2018 en una franquicia de la dictadura, con un poder judicial ultraderechista y corrupto.
«Instalarse en lo inverosímil socava la verosimilitud de la imagen de España como democracia de derecho»
Es algo inverosímil, sí (como lo es escuchar a una vicepresidenta del Gobierno recordarnos en el Congreso de los Diputados que la lucha de clases es el motor de la historia), pero es esa decisión de instalarse en lo inverosímil lo que socava la verosimilitud de la imagen de España como democracia de derecho y lo que dificulta la creencia en un país compartido por quienes piensan de forma diferente. Los más memoriosos recordarán que, el pasado mes de marzo, escribí en estas mismas páginas que «cuando una sociedad se instala en lo inverosímil, no basta con denunciar esa posición como una falsedad y cancelar a sus promotores. Porque lo inverosímil no es falso. Ni tampoco verdadero. Lo inverosímil es aquello que nos desancla de las condiciones en las que podemos distinguir lo verdadero de lo falso».
A quienes aquel 20 de noviembre de 1975 entrevimos la posibilidad —incierta, pero no completamente descabellada— de convertirnos en un país europeo verosímil, nos entra la risa al escuchar a quienes pretenden convertir en titular de actualidad la muerte de Franco, como si hubiese ocurrido el otro día y no en la cama, sino en el campo de batalla político, derrotado por los fantasmas que hoy la anuncian a cuatro columnas. Y, sin embargo, nuestra risa se mezcla con un vértigo emparentado con el de hace medio siglo, como si temiésemos que, a fuerza de alimentar esta lucha de espectros, España corriese peligro de convertirse otra vez en un país fantasma.