The Objective
Javier Benegas

Nada de lo que ves es cierto

«El juicio al fiscal general es un momento estelar de la mentira de Estado. La rendición de cuentas de un ciudadano ante la ley se presenta como ataque político»

Opinión
Nada de lo que ves es cierto

Ilustración de Alejandra Svriz.

Hay mentiras que ocultan y mentiras que maquillan, mentiras piadosas y mentiras interesadas, mentiras grandes y mentiras pequeñas. La mentira es un recurso ampliamente utilizado a título individual cuando la verdad nos perjudica o simplemente nos complica la existencia. Quien esté libre de este pecado, que tire la primera piedra.

Luego está la mentira de Estado, la que se proyecta desde el poder y aspira a ser colectiva. Ya no se trata de un sujeto tratando de sacar ventaja o evadir algún coste personal en un entorno limitado. La mentira de Estado no pretende engañar a unos pocos: pretende que la verdad deje de existir como referencia para todos. No busca convencer de una falsedad puntual, sino hacer que la sociedad desconfíe de lo que sabe, de lo que ven sus ojos. Esta mentira opera aplastando la verdad por saturación, proyectándose con la voz de la autoridad, repitiéndose con tal reiteración y naturalidad que acaba adquiriendo la apariencia de verdad alternativa. El objetivo no es engañar, sino destruir la realidad. Que el ciudadano no pueda fiarse ni de sus ojos.

La mentira soviética

Durante el Holodomor ucraniano (1932-1933), mientras millones de campesinos morían de hambre, Pravda publicaba extensos reportajes sobre «cosechas récord y felicidad en los koljoses». No se pretendía ocultar el hambre —era imposible—: se pretendía anular la evidencia del hambre. Que el campesino que veía morir a su vecino dudara de su propia percepción. ¿Y si fuera él quien estaba equivocado? ¿Y si la realidad oficial fuera la auténtica? La propaganda no necesita fe, solo fatiga. Hoy esa misma técnica se aplica entre nosotros con la desenvoltura de quien sabe que domina el relato.

Esa técnica —el principio de inversión— consiste en afirmar con la frialdad del psicópata lo contrario de lo que es verdad, sosteniéndolo desde todas las instancias del poder hasta que lo evidente queda envuelto en un lodazal de mentiras. La gente ya no discute los hechos; discute cómo se debe interpretar lo que está viendo. Ese mecanismo no es sólo un capítulo de la historia de la propaganda soviética: es el actual manual de resistencia del Gobierno.

Este manual no se impone en el plano conceptual, sino en escenas concretas. Episodios en los que lo real es sustituido por su negación oficial y donde se induce al ciudadano a preguntarse si no será él quien está equivocado. Como explicaba Hannah Arendt, la propaganda totalitaria transforma mentiras en «realidad alternativa», destruyendo la moral al hacer que lo falso sea «posible» y lo verdadero, irrelevante. No miente para ocultar, sino para crear un universo donde la verdad se vuelve inoperante.

La mentira del fiscal general del Estado

El juicio al fiscal general Álvaro García Ortiz es uno de esos momentos estelares de la mentira de Estado. Lo que debería ser la rendición de cuentas de un ciudadano ante la ley se presenta como una persecución política, como si no estuviéramos ante un proceso penal, sino ante una pugna entre poderes. La duda que el relato gubernamental busca instalar es simple: ¿se juzga a un hombre por haber cometido un delito o asistimos a un ataque político? Si esa duda se instala en el debate público, aunque sea un instante, la inversión está consumada.

Pero, como digo, la mentira de Estado busca aplastar la verdad por saturación. Así, en el juicio, era necesario añadir más y más mentiras, más y más mentirosos. Varios periodistas de medios afines al Gobierno declararon bajo juramento que ellos ya disponían del expediente de Hacienda de la pareja de la presidenta de Madrid semanas antes de que el fiscal lo manejara. La escena habla por sí sola: voces titubeantes, rostros sudorosos, ojos huidizos. Testimonios completamente inverosímiles: tener la exclusiva política más potente del año contra el adversario más odiado y guardarla en el cajón. No un día, ni dos. Semanas enteras. Mienten como bellacos. Una exclusiva así solo se guarda por una razón: porque no existe.

Otra pieza de esta estrategia de saturación es la escenificación de la comparecencia del fiscal general. No se sentó en el banquillo, como cualquier ciudadano acusado. Se presentó con toga y puñetas y ocupó el estrado, el lugar simbólico del que encarna la Justicia, no del que ha de responder ante ella. Se ha argumentado que esta anomalía se debe a que el Supremo no decretó su suspensión cautelar y que despojarlo de los atributos de su cargo habría supuesto prejuzgarlo.

La explicación puede parecer correcta. Pero la Constitución es más convincente que cualquier absurdo protocolo: exige que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley. Uno responde ante la ley o representa a la ley, pero no ambas cosas a la vez. No se juzga a la Fiscalía, sino a un individuo, a un ciudadano que en deberes y derechos es igual a todos los demás. Si el cargo protege al hombre, en lugar de ser el hombre quien responde ante la ley como cualquier otro, la igualdad jurídica desaparece. Y el juicio deja de ser juicio para convertirse en escenificación. Lo que importa ya no es la prueba, sino la significación simbólica: no habría delito, habría lawfare; no habría responsabilidad individual, habría persecución institucional.

La mentira de Paiporta

El mismo proceso de saturación se ha repetido a cuenta de la catástrofe de Paiporta. No se trata de un episodio marginal, sino de un ejemplo sublime de sustitución de la realidad por el relato. Lo que allí sucedió es de sobra conocido, está documentado por infinidad de testimonios, pruebas gráficas y vídeos. La gente estuvo abandonada a su suerte durante días. Los primeros auxilios recayeron en los vecinos, los voluntarios y los escasos servicios locales. La respuesta del Gobierno fue interesadamente tardía. La frase «si quieren ayuda, que la pidan» lo certifica. La misericordia institucional, ya se sabe, funciona con cita previa. El presidente, que visito tarde el lugar, acabó huyendo entre gritos, insultos y reproches. Todo eso fue visto, grabado y comentado en tiempo real. No hay interpretación posible: ocurrió.

Sin embargo, un año después, la conmemoración institucional presentó un relato radicalmente opuesto: el Estado habría estado presente desde el minuto uno, la ayuda del Gobierno habría sido abrumadora e inmediata, la coordinación ejemplar. Esa reconstrucción no busca convencer a quienes recuerdan lo que pasó; busca hacer irrelevante ese recuerdo.

No es un problema de propaganda puntual. Es la expresión de un mecanismo sistemático. Primero ocurre el hecho, visible y registrado. La realidad queda capturada en miles de imágenes y testimonios. Pasa el tiempo. Entonces el Gobierno reconstruye el relato en sentido contrario. La maquinaria mediática, institucional y partidista lo normaliza. Y la memoria pública se vuelve negociable. No se intenta que la gente olvide lo que vio, sino que deje de importar que lo haya visto.

La mentira del fin de la violencia

El daño de la mentira de Estado no se mide en cifras efímeras o en sondeos que fluctúan como hojas al viento; se mide en el tejido social que se deshace hilo a hilo hasta dejar expuesta en carne viva la desconfianza. Por ejemplo, la supuesta «normalización de la convivencia» en el País Vasco, esa gran falsedad institucional que asimiló a los violentos de ETA en las estructuras del poder —diputados, concejales, cargos públicos— bajo el manto de la reconciliación, vendiendo la ilusión de una sociedad por fin liberada del terror. La paz llegó, sí. Sólo había que aprender a no nombrar ciertas cosas. Un precio razonable, nos dijeron.

Sin embargo, lo cierto es que el daño persiste: la violencia no desapareció, solo adoptó otras formas: coacciones sutiles, vetos implícitos, hombrecillos de negro ocupando el espacio público y ley del silencio. La ficción de una comunidad verdaderamente libre se mantiene, mientras la realidad es la autocensura cotidiana, un hábito forjado por la vía de los hechos donde cuestionar el relato oficial es inconcebible.

La mentira y el destrozo

Cuando el ciudadano, ese sujeto que una vez confió en el pacto implícito de la democracia —que el poder reconocería sus límites y el pueblo lo vigilaría—, descubre que sus ojos han sido entrenados para dudar de sí mismos, surge un vacío que no llena ni la rabia ni la indiferencia. Se genera una parálisis moral: ¿para qué movilizarse por una verdad que el relato oficial ha reducido a opinión subjetiva? ¿Para qué pelear por ella en un terreno sumamente hostil donde el vecino, el colega, el amigo, incluso el familiar puede ser cómplice, aun involuntario, de la saturación de la mentira? La sociedad no sólo descree de sus instituciones; pierde la fe en su propia capacidad de discernir. Ahí, en ese vacío penetra el cinismo, el individualismo feroz y la atomización del «yo». La mentira no sólo sobrevive al gobierno que la alumbró: devora la posibilidad misma de un futuro compartido, dejando tras de sí un país poblado por fantasmas.

Y es que, desgraciadamente, la mentira de Estado no la sostiene el Gobierno en solitario. Existe una vasta red de intereses profesionales, mediáticos, universitarios, culturales y administrativos que necesita que se imponga. No se repite la mentira porque se crea en ella, por supuesto, sino porque conviene. Porque protege posiciones, sueldos, accesos, subvenciones y futuros. Esta es la tercera columna, la más insidiosa: una sociedad que administra la mentira desde dentro, a menudo sin necesidad de órdenes explícitas.

El resultado es que la verdad sobrevive, porque, pese a todo, es imposible aniquilarla, pero sin autoridad, sin poder alguno para orientar la opinión pública. Al fin y al cabo, la mentira de Estado no pretende destruir la realidad: pretende privarla de eficacia. No estamos, por tanto, ante un conflicto entre verdad y falsedad que se resolverá con tiempo, paciencia, datos y hechos. La mentira no es una desviación del sistema: es el sistema. No se corregirá porque no es un error: es una condición de supervivencia.

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