The Objective
Antonio Agredano

Puñetas

«La utilización de cada institución, de cada fuerza del Estado, para el lucimiento y la pervivencia de Sánchez, sólo ha sido posible desde la impunidad de los extremos»

Opinión
Puñetas

Ilustración de Alejandra Svriz.

Están llamando fascismo a cosas que hace diez años eran consideradas socialdemocracia. El otro día tomaba algo con un amigo y me presentó a otro diciendo de mí: «Escribe en THE OBJECTIVE, pero es buena gente».

Yo no recuerdo haberme movido demasiado, pero España vive un temblor perpetuo. El coyote no avanza pero detrás va rotando el decorado. Ya ni siquiera sé si Pedro Sánchez es causa o consecuencia. No sé si la polarización, el rencor, la instrumentalización de las instituciones, llevar lo político a lo personal sin matices… son estrategias electorales o el simple devenir de nuestros tiempos. De estos tiempos como un juego de damas, donde blancas y negras se devoran sobre el tablero. Dudar es una gimnasia melancólica.

El Partido Popular busca el centro y el centro quizá ya no exista. Ese mundo entre dos extremos, ese lugar confortable, esa tercera vía, como un refugio entre fuerzas cuyo choque es impredecible. Sale poco en las encuestas. Apelan a él periodistas y asesores, pero yo ya no sé de qué hablan. Nada menos seductor, menos movilizador, menos excitante, que el centro. Y, sin embargo, debería ser la primera piedra para la España futura. Un país irreconocible en los márgenes, bloqueado, que solo avanzará cuando aprenda, de nuevo, a convivir. O, al menos, a soportarse.

La Atlántida se hundió y el centro se marchó con Ciudadanos. Fue un reino efímero. El PSOE entendió que cultivar la parcela de Podemos le mantendría con vida más tiempo. Y lo consiguió. Y en esas afueras, más allá de los sórdidos polígonos, es donde se está fraguando nuestro presente. En una sociedad centrífuga, cómoda en la hipérbole, incapaz de llegar a acuerdos, ni siquiera en los postulados más elementales de nuestra democracia.

Un ejemplo de esos valores perdidos se está viendo en un juicio terrible, ese en el que un fiscal es fiscalizado. Un hombre formado en el derecho, que entiende cada resorte de nuestro ordenamiento y que, con puñetas en las mangas de su toga, asiste a su propio enjuiciamiento. La mirada de Álvaro García Ortiz está llena de perplejidad y tristeza. Me pregunto si se arrepiente de aquello que hizo. Más allá de lo que se pruebe, el pasteleo con Moncloa era innegable, y así está ya demostrado. El fiscal general del Estado quiso ser parte del juego político y terminó llenándose de barro los vuelillos. El relato, susurrado en su lecho como un Rosebud.

«Justificar lo injustificable será el gran legado de Sánchez. Y no dar explicaciones. Y ministros envenenando en redes»

Lo opuesto a la moderación es el desahogo. La utilización de cada institución, de cada fuerza del Estado, para el lucimiento y la pervivencia de Pedro Sánchez, solo ha sido posible desde la impunidad de los extremos. Sin centro, habitamos las aristas. Sin un reproche calmado, cualquier cosa nos vale.

Justificar lo injustificable será el gran legado de Sánchez. Y no dar explicaciones. Y ministros envenenando en redes. Y una sociedad encantada con los zascas y con los ytumases. A lo mejor el centro ya es solo un estado de ánimo. Por ejemplo, sentirse incómodo al ver a un fiscal en un banquillo. O a periodistas desfilando como testigos. O a partidos más preocupados por compartir vídeos pretendidamente mordaces hechos con IA que en proponer una alternativa razonable, un proyecto de reconstrucción democrática.

A lo mejor el centro es solo la nostalgia de un mundo más sereno, con límites, donde no me presentaran diciendo lo buena persona que soy, pese a dar mi opinión en estas páginas. Como si opinar ya fuera un ejercicio incómodo y sospechoso.

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