Derramar sangre ajena
«Hubieran querido una revolución antes de la muerte del dictador. Todo para construir hoy un relato épico sobre el que levantar un patético discurso político»

Portadas de la prensa española tras la muerte de Francisco Franco.
Leo con frecuencia que fue una desgracia que Franco muriese en la cama, y que no hubiera un ajuste de cuentas. Dicen que este país fue cobarde y que prefirió esperar el hecho biológico, cuando se tenía que haber lanzado a la calle a derribar la dictadura. Ahora también se puede oír que España se retiró apocada del Sáhara en 1975, con la Marcha Verde apretando. Afirman que el Ejército español estaba preparado para matar, y que si no lo hizo, fue por los que traicionaron nuestra historia y a los saharauis.
Es fácil pedir el derramamiento de sangre ajena, sobre todo cuando han pasado décadas, o incluso siglos. Este gusto por matar y morir de forma retrospectiva es propia de historiadores, escritores y políticos que sueñan con la épica forjada por otros. Son esos tipos que se estremecen con las revoluciones de la historia, con las barricadas y las trincheras repletas de cadáveres, que comprenden las ejecuciones en cunetas y muros, las venganzas, las torturas y las injusticias que se cometen cuando hay un conflicto armado. Me refiero a los que sonríen de placer viendo a Mussolini colgado en una gasolinera, en lugar de los juicios de Núremberg o contra los criminales de guerra en Japón entre 1945 y 1948.
Esos soñadores de sangre ajena hubieran querido una revolución en España antes de la muerte del dictador. Todo para construir hoy un relato emocional y épico sobre el que levantar un patético discurso político. Habrían disfrutado con las imágenes de gente anónima matando y muriendo en las calles entre edificios en llamas, a militares dando asonadas unos contra otros, a grupos asaltando casas de particulares y sedes políticas. El PCE lo dijo en julio de 1974: quería otro 14 de abril en España. Pero esa España ni el mundo eran iguales. No hacía falta más que lo que había pasado en Portugal en abril del 74, donde la violencia se prolongó hasta diciembre del año siguiente entre sangre y golpes.
Los españoles de 1975 no querían una revolución ni nada parecido. La mayoría amaba la paz para mantener su bienestar material, que tanto esfuerzo costó a cada familia, y seguir con sus vidas. No querían sustituir la dictadura franquista por la dictadura comunista, ni apostaban por experimentos que solo generaban incertidumbre. El miedo fue el elemento más poderoso, como hoy.
No deseaban ver en el poder a la izquierda que aplaudía los atentados terroristas y a las tiranías comunistas, donde se vivía considerablemente peor. Veían, además, que la gauche divine en España era un grupo de pijos adinerados, del mismo modo que pasa ahora. La clase media, sin embargo, pensaba en pagar las letras de la casa y el coche, en irse de vacaciones a la playa, en las notas de los chicos en la Universidad, en la carestía de la vida y tantas otras cosas que nada tenían que ver con matar y morir para que otros tomaran el poder.
«El príncipe Juan Carlos, el Ejército y el Gobierno no querían una ‘guerra colonial’ en la antesala de la muerte del dictador»
Algo parecido ocurre con el abandono de El Aaiún en 1975. El príncipe Juan Carlos, el Ejército y el Gobierno —este menos, porque Arias Navarro, su presidente, era una calamidad sin iniciativa—, no querían una «guerra colonial» en la antesala de la muerte del dictador. Miraban a Portugal, y veían que allí los militares se levantaron contra su dictador en 1974 por el abandono en sus guerras contra los independentistas en Angola, Mozambique, Guinea-Bissau y Cabo Verde. Recordaban que esos países recibieron ayuda de la Unión Soviética y Cuba, como ocurría con Argelia, que financiaba al Frente Polisario, mientras Marruecos y Mauritania aumentaban la tensión militar. ¿Qué hacía allí España?
La Marcha Verde se inició para aprovechar la debilidad del poder español por la agonía de Franco y la necesidad de Juan Carlos de no iniciar su reinado con una guerra que hubiera condicionado la Transición. No hubo duda a la hora de decidir entre dar una democracia a los españoles basada en el consenso político y la unidad del Ejército detrás del Rey, y defender la presencia española en el Sáhara para que los saharauis tuvieran un referéndum de autodeterminación. Afortunadamente para nosotros se decidió lo primero y se evitó derramar sangre en el momento inoportuno.
Por eso, cuando leo que otros deberían haber matado y muerto para que ahora podamos construir un relato político, me produce una profunda repugnancia. Siempre han existido quienes alientan la violencia desde un despacho o una tarima universitaria, ahora también desde las redes, para usar a la gente como carne de cañón, como instrumentos de su ego a modo de atrezo de una escena de Verdi. Y aquí siguen, más arrogantes e ignorantes que nunca.