Orientalismo casero
«Que el aniversario de la apresurada salida del Sáhara y el deterioro del templo de Debod hayan coincidido no es casualidad sino aviso»

El templo de Debod en Madrid. | Aaron Heredia (Zuma Press)
Los fantasmas del pasado quieren sumarse al caos interior que nos castiga. El aniversario de la independencia del Sáhara es uno de esos fantasmas. No soporta, y con razón, el haber tenido el final que tuvo. Otro es el deterioro del templo de Debod en Madrid. Aquí se mezclan la declaración de guerra contra Marruecos, que Franco firmó en el hospital y alguien escondió en un cajón —o eso se dijo en su momento—, y el emplazamiento del templo egipcio en el solar donde había estado el Cuartel de la Montaña, asaltado al comienzo de la Guerra Civil.
Cuando Franco estaba internado en el hospital a causa de la tromboflebitis, la Marcha Verde inició con entusiasmo su travesía del desierto, alentada por el rey Hassan y protegida por el Pentágono. El general Gómez de Salazar comandaba las tropas españolas —era el gobernador de la provincia del Sáhara— y conocía a los saharauis mucho mejor que en cualquier despacho de Madrid, y ya no digamos de Washington. Sabía dónde estaba la verdad histórica y dónde los intereses de Estados Unidos. Pero no le dejaron actuar y el ministro Solís —la sonrisa del Régimen— se marcó un De Gaulle sin pisar El Aaiún.
Los fantasmas poseen una memoria superior a los humanos. En las Cortes teníamos a los diputados provinciales del Sáhara con largas túnicas blancas y turbante azul, algunos de ellos condecorados por acciones de guerra. Le daban un aire orientalista al palacio, que ya no hemos vuelto a tener. Y la Guardia Mora protegía a caballo y a lo que hiciera falta al entonces jefe del Estado. Como las tropas indígenas y los Regulares y sus bonitas capas y paso cadencioso, eran el equivalente a los spahis de la Legión Francesa. Todo entre Beau Geste y la caravana de los Magos de Oriente. (Años más tarde leeríamos Imán, de Sender, y El blocao).
La ayuda española en la presa de Asuán provocó que el Gobierno de Nasser nos regalara un pequeño templo inundado por el Nilo. Y el sitio elegido fue un lugar de dolor para convertirse en un remanso tranquilo muy cerca de la calle Ferraz: otra forma de honrar a los muertos. En aquella época ya habíamos leído el esencial Dioses, tumbas y sabios, de Ceram, y Tutankhamen, de Christiane Desroches Noblecourt era un ansiado y lujoso regalo de Reyes.
«No habíamos entrado en Europa aún, pero siempre tuvimos un pie en el Norte de África y los fosfatos y la pesca al oeste»
La maldición de Tutankamon que cayó sobre lord Carnarvon y parte de su equipo nos sirvió para disfrutar aún más de Las 7 bolas de cristal, de Tintín. Al fin y al cabo, todo eso también era un mundo de Tintín y acompañábamos la tumba y sus maléficos vapores con el recuerdo de Los cigarros del faraón. Al fondo, Lawrence de Arabia. No habíamos entrado en Europa aún, pero siempre tuvimos un pie en el Norte de África y los fosfatos y la pesca al oeste. No había que remitirse a don Miguel Asín Palacios: don Emilio García Gómez traducía a los poetas arábigo-andaluces y El Collar de la Paloma, de Ibn Hazm. En aquella época pasé unos meses en Granada y los poetas jóvenes escribían Qasidas y Jarchas y Fernando Quiñones acababa de publicar Ben Jaqan. No es tan raro, pues, que el viejo rey —lo de emérito es una cursilería universitaria— se haya exilado en Arabia. Otro viejo rey, Faisal, visitaba España en nuestra infancia y en el NO-DO se hablaba de «la tradicional amistad hispano-árabe» sin necesidad de ondear banderas palestinas.
Al revés que la multitud de Pilatos que nos rodean, soy de los que cree que cuando las cosas van mal es porque algo hemos hecho mal. Y no solo ayer sino más atrás, y aun así seguimos creyendo que no va con nosotros. Las leyes de la concatenación histórica nos enseñaron la teoría; el tiempo la confirma una y otra vez. Que el aniversario de la apresurada salida del Sáhara y el deterioro del templo de Debod hayan coincidido no es casualidad, sino aviso. Ahora habrá que esperar, pues el mundo de ayer no acaba de irse, por más que quieran enterrarlo. Mientras tanto volvemos a ver en los periódicos bonitas fotografías de mehalas desfilando con sus altos dromedarios.