Parole, parole, parole
«El Diccionario Histórico de la Lengua Española es un monumento y acaba de aparecer en estos días. Su tamaño lo dice todo: diez volúmenes y 15.000 páginas»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Las palabras tienen una vida muy similar a la de los humanos, no en vano son su alma puesta al descubierto. Algunas palabras llevan una vida tranquila, sosegada, de ir tirando. Otras, en cambio, experimentan enormes fracasos, victorias, desengaños, incluso cambios de sexo. Las palabras son tan apasionantes como los humanos, pero duran más.
Tanto duran que casi todos los países civilizados emprendieron hace casi 200 años una biografía de sus lenguas. Fue, sobre todo, en el siglo XIX cuando la vida de las palabras se convirtió en un asunto de primera importancia. Los pioneros en comenzar a investigar la historia de sus idiomas fueron los hermanos Grimm quienes no sólo escribieron inmortales cuentos infantiles, sino que persiguieron a las palabras alemanas hasta que estas les contaron todos los avatares de su existencia. Esto sucedió en 1838 y así nació en Europa el primer diccionario histórico de la lengua.
Los ingleses no fueron menos curiosos y James Murray también comenzó a perseguir a las palabras inglesas como un paparazzi del léxico. Pero tanto el diccionario iniciado por los Grimm como el de Murray tardaron décadas en publicarse. La tarea de documentar los matrimonios, defunciones, hijos y líos de cada palabra lleva años y equipos muy numerosos de investigadores. Es, además, una tarea cara de financiar.
En España la preocupación por documentar la lengua española es también antigua (y romántica) porque en 1848 ya la Real Academia de la Lengua (la actual RAE) comienza a proyectar un diccionario histórico. Su modelo, además, fue el inglés de Murray que dio lugar al Oxford English Dictionary. Aún hoy ese es el modelo absoluto. También los franceses tienen el suyo, como es natural, al que llaman «el Alain Rey» o «el Robert» por la casa editorial. De modo que la ausencia de un diccionario histórico del español era, a estas alturas, insostenible. Por fin, la RAE le ha puesto remedio.
«Solo la voluntad y el talento de Santiago Muñoz Machado, actual director de la RAE, han podido materializar esta inmensa herramienta»
El Diccionario Histórico de la Lengua Española es un monumento y acaba de aparecer en estos días. Su tamaño lo dice todo: diez volúmenes y unas 15.000 páginas. Su nacimiento ha sido lento. El deseo de 1848 dio lugar a un plan en 1914 y un comienzo en 1934, pero no tuvo larga vida porque se recomenzó de cero en 1947. Había muchísimo material acumulado, pero solo la voluntad y el talento de Santiago Muñoz Machado, actual director de la RAE, han podido materializar esta inmensa herramienta. Por cierto, con dos características muy notables: reúne también el patrimonio lingüístico americano, lo que supone casi 600 millones de hablantes, y se puede consultar online.
Dirán ustedes que estoy haciendo publicidad del lugar donde trato de colaborar todas las semanas, la RAE, y tendrán razón. Es mi manera de contribuir a una de las polémicas más absurdas de los últimos meses en este país de constantes agravios. En el combate pongan ustedes, por un lado, a un empleado de Sánchez, encargado de repartir prebendas entre sus amigos, un García Montero, hombre obediente y amarrado al pesebre. Y del otro lado, al director de un centro independiente que ha hecho más para poner en valor internacional a la lengua española que el desdichado ministro de Exteriores arrodillado y gemebundo ante una presidenta mejicana vestida de cactus.
A un lado, pues, los diez volúmenes del Diccionario Histórico de Muñoz Machado. Al otro, nada. Es la tradicional leyenda negra impulsada por aquellos españoles que lamen las botas del poder en todo momento y para su propio beneficio, pero ponen a parir a todos aquellos que no se inclinan, ni se arrodillan.