The Objective
Jasiel-Paris Álvarez

Los millonarios no están oprimidos

«En el capitalismo progresista, millonarios de todo sexo, color, credo, orientación y estado psicofísico pueden hacerse aún más millonarios denunciando su opresión»

Opinión
Los millonarios no están oprimidos

Vinicius indica al árbitro que le están llamando «mono» desde la grada (mayo de 2023). | Reuters

Esta semana han admitido a trámite los juzgados una demanda del Valencia Club de Fútbol contra la mismísima Netflix, a causa de su documental Baila Vini. El club valencianista pide ser indemnizado por manipulaciones vertidas en el filme, por ejemplo subtitular como «mono» los cánticos de la afición que en realidad coreaba «tonto». Más allá de tribunales, Baila Vini ha sido condenado por las pésimas valoraciones de los espectadores desde su estreno hace unos meses. La gente se ha hartado de las moralinas sobre «racismo estructural», «microagresión» u «opresión simbólica»; moralinas curiosamente financiadas por las multinacionales más despiadadas y explotadoras. Parece que no ha cuajado el enésimo intento de convertir a un privilegiado millonario en otro mártir de la injusticia.

No se puede negar que los perjuicios que puede acarrear el racismo (más allá de soportar algún grito futbolero) son reales y graves: la falta de empleo, la discriminación en la atención pública o la falta de seguridad doméstica y física, sí… pero ninguno de estos factores puede repercutir en la vida de un superrico, que está blindado ante tales riesgos materiales. Recibir un insulto, un mal comentario o un chiste inapropiado puede ser la gota que colma el vaso para alguien en situación de vulnerabilidad socioeconómica, pero difícilmente supondrá nada para quien dispone de abogados, altavoces mediáticos y salarios que compensan casi cualquier padecimiento laboral, así como todo tipo de artículos de lujo que no darán la felicidad, pero sí aligeran las penas. 

Prueba de esta diferencia de prelación en la ofensa entre ricos y pobres que el propio Vinicius decidió posponer su declaración judicial contra los insultos racistas que recibió, con tal de no interrumpir unas lujosas vacaciones en Miami entre mansiones y famoseo. Para algunos privilegiados, sufrir puede esperar. Y la lucha por los de su color de piel va un pasito por detrás del ocio junto a los de su clase económica. Aunque esto no aparece en el documental, solamente un par de años del «incidente xenófobo», a Vinicius la «causa antirracista» ni siquiera parecía interesarle demasiado: se mantenía desafiantemente en pie frente al Manchester United, cuyos jugadores hincaban la rodilla, como hacían las equipaciones anglófonas con la moda del Black Lives Matter. No mucho después sería el más entusiasta a la hora de incorporar la terminología del white privilege y la critical race theory, asumiendo la gestualidad estadounidense del puño en alto estilo Black Power

Alguien convenció a Vinicius de lo rentable que resulta encarnar el victimismo-heroico en una sociedad de consumo que adora ver sufrimiento: no el sufrimiento miserable de cualquier don nadie en una esquina, sino uno pulcro y estético, los dramones de las superestrellas. El mercado anglo-americano es el faro que guía este «capitalismo progresista» en que millonarios de todo sexo, color, credo, edad, orientación y estado psicofísico pueden hacerse aún más millonarios denunciando su opresión por sexo, color, credo, edad, orientación y estado psicofísico.

Fue Nike la culpable, un gigante del «capitalismo progresista» que convirtió a Vinicius en el centro de su campaña publicitaria «antirracista». Sí, Nike, la multinacional famosa por sus casos de explotación laboral en países no-blancos, se ha especializado en fabricar «símbolos racializados empoderados» que mueven contratos millonarios, como Serena Williams, LeBron James o Tiger Woods. Hay quien dice que Nike lleva a cabo todo este hipócrita despliegue de virtud para lavar su mala conciencia esclavista. Otros creen que se trata de un compromiso genuino con esas ideas «liberal-progresistas»: individualistas, trasnacionales, polarizantes, disgregadoras, es decir, óptimas para un modelo de sociedad sumisa al mercado financiero.

Es conocido que en el pasado Vinicius se había sentido ninguneado por Nike, por no promocionarle antes del infame Mundial de Qatar. Hicieron falta los insultos racistas para que Nike lo pusiese en el centro de sus campañas, como Netflix y tantas otras empresas (incluyendo Adidas: hoy multicultural, antaño fabricante de las botas que llevaron a los nazis a través de media Europa; en todo caso siempre a favor de la ideología imperante del momento). Hemos dicho que el «capitalismo progresista» propone superestrellas como abanderados de discriminaciones que solo pueden sufrir plenamente los de clase baja. Pero va más allá: acaba lanzando el mensaje de que sufrir discriminaciones puede llegar a ser incluso deseable, premiado con fama, rentabilidad y ascenso de valor. Y esto envenena al rico, que en lugar de intentar ser humilde y estar agradecido por su suerte, se ensoberbece en sus supuestas opresiones. Y envilece también al pobre, que en lugar de buscar la dignidad de los suyos imitará el victimismo oportunista de los de arriba. Los millonarios no están oprimidos, ni aunque les llamen negros, ni moros ni judíos, ni siquiera aunque les pidan pagar sus impuestos.

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