Un simulacro de democracia
«Sin respeto a la verdad, participación ciudadana y límites al poder del presidente, España está dejando de ser una verdadera democracia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
«La democracia no se sostiene solo con votos y constituciones. Sobrevive cuando los ciudadanos pueden ver que rige la verdad, que sus voces son escuchadas y el poder está limitado. Estas son las prácticas democráticas que generan legitimidad. Sin ellas, la democracia se convierte en un teatro vacío o degenera en mera simulación».
La frase es de un informe reciente elaborado por el think tank británico Demos —progresista, no partidista y de elevada reputación— titulado Verification, deliberation, accountability. A new framework for tackling epistemic collapse and renewing democracy. Aborda, entre otros aspectos, la necesidad de que los ciudadanos reciban información creíble y contrastada de las fuentes que la suministran, lo que hace su lectura muy aconsejable para los periodistas, distraídos hoy en debates inútiles. Algún día los periodistas deberíamos reflexionar sobre nuestra responsabilidad en el deterioro del clima político y la pérdida de calidad de nuestra democracia por haber incumplido o cumplido solo en parte con nuestra obligación de independencia e imparcialidad. Pero traigo ahora este documento a este artículo para llamar la atención sobre el deterioro del sistema político español y su paulatina transformación en un modelo no democrático o de democracia imperfecta.
Tal vez el más grave de los principios democráticos violados por el Gobierno es el del respeto a la verdad. El Gobierno nos obliga a vivir en una mentira permanente. Una mentira que repiten a coro y a toque de corneta cada uno de sus ministros y con la que posteriormente machacan sin cesar los medios de comunicación que controlan. Con ese mecanismo, consiguen que la mentira, por muy evidente que sea, se vaya haciendo con el tiempo una consigna política y, como tal, es seguida a ciegas por el sector del público al que previamente han fanatizado, infundiéndole el miedo a un enemigo imaginario.
Seguiremos llamándonos formalmente democracia, pero ese es exactamente el proceder de un régimen autoritario: la creación desde el poder de un relato oficial, sin necesidad de que este se corresponda con la verdad o no sea una rotunda falsedad.
«Que la voz de los ciudadanos sea escuchada», añade el informe que menciono. Lo es todavía en las elecciones, pero muy poco fuera de ellas. La persecución de la discrepancia, por medio de la marginación social, el insulto o la agresión va cada día en aumento en España. Las redes sociales, las protestas callejeras y algunos medios de comunicación se han convertido en instrumentos de amedrentamiento. Incluso un miembro del Gobierno se permite usar su posición y su poder para atacar a periodistas críticos, y son constantes los desprecios de parte de servidores públicos hacia quienes ponen en duda su palabra o desaprueban sus decisiones.
Por último, la concentración del poder en una sola persona comienza a ser en España de tal magnitud que representa una amenaza cierta contra la democracia. Toda la alta administración del Estado actúa en función de los intereses del presidente del Gobierno. Todas las decisiones políticas, incluso de política exterior, se toman de acuerdo a las necesidades del presidente del Gobierno. Malo es que en un sistema como el nuestro, que concede un enorme papel a los partidos políticos, el Partido Socialista haya dejado de ser una fuerza democrática para convertirse en una secta, pero más grave es aún que ese modelo caudillista y de culto a la personalidad se haya trasladado a todas las instituciones que controla el Gobierno. Desde que Pedro Sánchez es presidente han sido muchas las escenas en las que España se ha parecido más a Corea del Norte que a la humilde, pero armónica democracia que un día fuimos. El poder del Ejecutivo se ve aún constreñido por el poder Judicial, pero ha derribado ya el control del poder Legislativo y amenaza con hacer lo mismo con el de los jueces.
Como dice el documento de Demos, si no se cumplen esas condiciones —verdad, participación ciudadana y límites al poder— la democracia se convierte en una mera simulación. Y ahí es donde estamos, me temo, en un simulacro de democracia, en un sistema que formalmente se atiene a los criterios de una democracia, en la que se vota y aún se alude de vez en cuando a la Constitución, pero en la que cada vez se respetan menos los principios que la inspiraron, las leyes que de ella emanan y los valores que defiende. En la etiqueta que aparece sobre el mapa de nuestro país todavía se lee la palabra «democracia», pero no es necesario leer a los politólogos, basta con salir a la calle para comprobar que los ciudadanos ya no lo aprecian así.