El dictador
«Además de concentrar los poderes en el Ejecutivo, todas las actuaciones de Sánchez se dirigen a vulnerar el orden constitucional, sustituyéndolo por su autocracia»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo primero que hay que hacer en política es llamar a las cosas por su nombre, atendiendo a la recomendación del pensamiento clásico chino, para el cual del control adecuado de las designaciones depende el buen orden en el mundo. Las valoraciones y las ocurrencias no sirven, tampoco la tendencia habitual a buscar refugio en calificaciones en busca de audiencia. Demasiadas cosas son llamadas «genocidios», «fascismos» o «autoritarismos», lo cual no impide que tales conceptos resulten adecuados, si su aplicación es consecuencia del análisis riguroso de la realidad. Entonces su uso se convierte en inexcusable.
Es una exigencia aplicable a la situación de la España actual, en tránsito acelerado de la democracia a la dictadura, y a la calificación de Pedro Sánchez como dictador. Recuerdo las críticas suscitadas cuando empezó a proponerse tal designación. A título personal, puedo aducir que en el subtítulo de mi libro semioculto sobre la pasión de Sánchez por sí mismo que constituía la seña de identidad de nuestro presidente, la presión de la editorial me hizo aceptar que lo de «dictador» figurase en cursiva. Y frente a la pretensión, y no solo por mi parte, de hablar de nuestro hombre como dictador, se sucedieron las discrepancias, aduciendo que el ejercicio del poder por Pedro Sánchez nada tenía que ver con Hitler, Stalin o Franco.
Tal diferencia es obvia en cuanto al contenido criminal de tantas dictaduras, pero dictador también fue Mustafá Kemal en Turquía, de un signo bien diferente. Además, las dictaduras no surgen siempre de un acontecimiento puntual, como las de Primo de Rivera o Francisco Franco. Con frecuencia, y más en tiempos recientes, vienen siendo el resultado de un proceso de construcción de la autocracia, como la chavista, la de Erdogan o la nuestra de hoy, a partir de un vaciado progresivo del orden democrático y sin que sea necesario anunciar la ruptura formal con el mismo.
Dictadura y dictador se definen por ser formas bien precisas de ejercicio de un poder político personal. Son ya habituales en el mundo contemporáneo, si bien no faltan en el antiguo, y con el rasgo común de que esa personalización del poder es ejercida por encima de las leyes y de las instituciones.
Sobre la base de la definición por Montesquieu de la separación de poderes, el dictador contemporáneo se caracteriza por concentrar en el Ejecutivo las competencias legislativas y judiciales, careciendo entonces de límites normativos a la imposición de sus decisiones.
«En un régimen democrático actual, el dictador tiene que dar con vacíos y fisuras en el orden legal que posibilitan su subversión»
Para la República romana, en cambio, es preciso distinguir entre la dictadura como forma transitoria de ejercicio del poder en circunstancias excepcionales, que no rompe el orden republicano -lo mismo sucederá en las ciudades-república en la Edad Media-, y el contenido que anticipa el actual, de poder de un hombre que lo ejerce por encima del entramado institucional y legal de la República. Precisamente el dominio de las leyes sobre los hombres, era lo que había hecho libres a los ciudadanos.
Antes de que Augusto consumase hábilmente la destrucción de la libertas, sin abolir en la forma las instituciones republicanas, Sila y Julio Cesar fueron los primeros dictadores, al afirmar su poder excepcional, prescindiendo del límite de tiempo propio de los cargos republicanos. Y hasta hoy, si la voluntad de perpetuación en el poder es el identikit del aspirante a dictador. ¿Qué mejor ejemplo que Pedro Sánchez?
Ahora bien, para que en un régimen democrático actual, lo mismo que en la Roma clásica, entre en desintegración, el dictador por vaciado, no golpista, tiene que dar con vacíos y fisuras en el orden legal que posibilitan su subversión.
Para Roma, fue ya Maquiavelo, en sus Discursos (3, 24), quien señaló como la creación y prórroga del «imperio», apodado «proconsular», acabó causando la pérdida de la libertad. Había sido una facultad excepcional creada para gestionar problemas exteriores, tales como la conquista de Hispania por Escipión, y en principio dispuesta para no afectar al orden republicano, dada su extraterritorialidad. La perversión llegó con el auge en el siglo I a. de C. de los caudillos militares, al proyectarse esa jurisdicción suprainstitucional , sin límite de tiempo, sobre la República: «La prolongación de los imperios hizo sierva a Roma». César estuvo ya en posición de «ocupar la patria», como dictador, pero fue asesinado, recuerda de nuevo Maquiavelo.
«Las recientes dictaduras, entre ellas la nuestra, se construyen por el vaciado de un orden democrático»
El proceso culmina con Augusto, la República deviene Imperio, pero no se cierra sino con la apoteosis del titular del poder y con la consagración jurídica de su dictadura por la máxima de que «lo que place al emperador tiene fuerza de ley». Algo tan próximo a las pretensiones de los dictadores del último siglo, y de hoy.
El itinerario de formación de las recientes dictaduras, entre ellas la nuestra, va en cambio de dentro a fuera, ya que se construyen por el vaciado de un orden democrático, como en la Turquía de Erdogan, incluso en el chavismo. En el caso español, por efecto de vulneraciones sucesivas del orden constitucional, al entrar en juego la voluntad de Sánchez de someter toda consideración legal a la prioridad de su supervivencia en el mando. Ha sido una versión castiza del decisionismo anticonstitucional de Carl Schmitt, actuando al modo del rey de La venganza de don Mendo: «Para mí, no hay barreras, y si las hay, me las salto». Ejemplo: la ley de Amnistía. Mientras resistan, sobre todo el primero, su fiscal general del Estado y el Tribunal Constitucional tendrá éxito en el intento.
Pero como en el antecedente clásico, la mutación cualitativa del régimen se hace posible, «prolongación” de su mando mediante, como señalaba Maquiavelo, gracias a la existencia de vacíos, ambigüedades y fisuras que hacen posible la degradación de la democracia y la afirmación del autócrata.
En nuestro caso, se trata de dos normas introducidas en la Constitución con el objeto de apuntalar el sistema, darle estabilidad, y que acabaron permitiendo la anomalía de que un gobierno minoritario en el Congreso se mantenga en el poder en abierto menosprecio de los usos democráticos. La más aparente es la adopción en el artículo 113 de la «moción de censura constructiva», tomada del artículo 67 de la Ley Fundamental alemana, que solo permite deponer a un gobierno eligiendo al presidente alternativo. Pero esa supervivencia, estandarte actual de la estrategia de Sánchez, solo sería un salto en el vacío sin el artículo 134.4 que autoriza la prórroga de los presupuestos, haciendo así inútil la exigencia de su presentación. Sin esa prórroga, no hay vida política posible. Pensemos en lo que sucede ahora mismo en Francia.
«Como buen dictador, a Sánchez le basta y le sobra con la confianza que tiene en sí mismo. La ética democrática no le importa»
Claro que ahí está el artículo 99, por el cual Sánchez debiera presentar la moción de confianza en el Congreso para seguir o convocar elecciones, pero como buen dictador, a nuestro hombre le basta y le sobra con la confianza que tiene en sí mismo. La ética democrática salta hecha pedazos, pero no le importa.
Consecuencia: el país puede quedar bloqueado y nuestro presidente seguir ejerciendo el poder, en su lucha a muerte contra los jueces y marginando al Poder Legislativo. Si no llegan los 90.000 millones de euros, es culpa de quien no vote a su favor, lo mismo que sucederá con todo el abanico de maravillosas reformas que tiene preparadas. Y entre tanto, los independentistas supuestamente demócratas y una izquierda reducida moralmente a la indigencia, silentes con la corrupción y felices en el papel de acompañantes.
Por el divorcio de Junts, Pedro Sánchez ha tenido que quitarse totalmente la máscara de demócrata y adentrarse en un camino inédito para los gobernantes europeos: servirse de los vacíos de una legalidad constitucional para subvertirla de arriba abajo al servicio de su proyecto personal. Lo más parecido en cuanto a propósitos, aunque por fortuna no en ejecución, a una versión europea de Maduro. Con su perfecta orla de corrupción, desde la que ha arrastrado a su partido y está llevando al país. ¿Hacia dónde, una vez que ya afirmado su propósito de mantenerse hasta 2027, y aun más allá?
El verdadero problema reside en que no existe motivo alguno para esperar que Pedro Sánchez vaya a alterar su patrón de conducta, y de conducta impropia, inmutable hasta ahora, aceptando de buen grado que llegue el gran día en que se jugará su futuro político en unas elecciones libres. Si no es expulsado antes de un poder hoy ya ilegítimo, agotará todas las posibilidades para evitar la solución democrática.
«Han construido una auténtica camisa de fuerza, dispuesta para eliminar toda oposición eficaz desde la sociedad civil»
En el punto a que ha llegado, cabe aplicar al ejercicio del poder por Pedro Sánchez el calificativo que François Mitterrand acuñó para el sistema gaullista de los años sesenta. Asistimos a «un golpe de Estado permanente», y no solo por la voluntad de perpetuación y por la concentración de poderes en el Ejecutivo, propias de una dictadura, sino porque todas y cada una de las actuaciones de Sánchez se dirigen a vulnerar el orden constitucional, sustituyéndolo por su autocracia.
Por añadidura, no se limitan al plano institucional, sino que han construido una auténtica camisa de fuerza, dispuesta para eliminar toda oposición eficaz desde una sociedad civil, sometida a una manipulación permanente, sirviéndose a fondo de un lenguaje estrictamente totalitario.
Del mismo modo que opera en torno al vértice, la presidencia, todo un ejército de asesores, con su correspondiente maquinaria, para imponer y enmascarar la acción del Gobierno. Esta se proyecta y se infiltra en la vida social de los ciudadanos, vía PSOE y vía medios, a fin de configurar en beneficio propio una opinión pública conformista, literalmente domesticada. El caos organizado de las redes sociales viene en ayuda de este propósito. No hace falta siquiera prohibir. Un emisor de semblante crítico, sea diario o editorial, puede subrepticiamente eliminar o bloquear la difusión de los mensajes críticos, mientras la máquina gubernamental opera sin restricciones, ni limitación de recursos económicos. Las manos del poder sanchista son alargadas y eficaces, y estamos en una secuencia de estrangulamiento de la libertad que puede aun experimentar vueltas de tuerca decisivas.
En el centro del sistema, se sitúa la figura del dictador, tan convencido de su papel que se presenta siempre en público como una marioneta de sí mismo. Al modo de la declaración de Renée Zellweger, dictada por su abogado, en el musical Chicago, pueden cambiar temas y situaciones, pero gestos y palabras son siempre previsibles, con una sucesión de falsas evidencias, condensadas, que proclaman su propio éxito y desacreditan, y destilan odio, contra sus oponentes (perdón, enemigos a destruir). Nunca un argumento ni una explicación. Lejos de Pedro Sánchez el peligro de pensar y hacer pensar. En la medida que le resulte posible, hará que ni el crítico ni el disidente puedan existir.
«Hemos ido a parar a un castillo de naipes ideológico más cercano al franquismo de lo que Sánchez quisiera»
El azar ha querido que el punto de llegada de su itinerario político coincida con la apoteosis organizada por y para sí mismo, en el cincuentenario de la muerte del dictador Francisco Franco. De la satanización del general, y de la exaltación consiguiente de su gloriosa ejecutoria como gobernante, resultaría consagrado como constructor del paraíso frente al infierno del pasado, cuyas raíces Él se encargará de extirpar. Los resultados de la operación son más que mediocres, pero su intención resulta clara: dar una fundamentación quiliástica, mesiánica, a la guerra imaginaria en que tiene sumido al país para eternizarse en el poder. Si logra fijar en los españoles esa imagen del infierno, cree que de ella emergerá un nuevo reino de Dios político, el suyo, sin elecciones que lo pongan en peligro, aun cuando requiera estar sostenido por verdaderos diablos de distinto pelaje.
Hemos ido a parar a un castillo de naipes ideológico más cercano al franquismo de lo que Sánchez quisiera. No en el plano físico, por supuesto, ya que Pedro Sánchez, con su aspecto atildado de niño bien de Serrano en los noventa, sería más bien un remake más alto de Alfredo Mayo, el protagonista de Raza, un guaperas de su tiempo heroico, aunque sin duda menos acartonado como actor.
Lo esencial es que por dos caminos, enfrentados ambos al ejercicio democrático del poder, Franco y Sánchez se presentan ante los españoles como redentores, contra sus respectivas Antiespañas, uno en caudillo de la Cruzada victoriosa, otro como paladín de ese etéreo, pero no menos legitimante Progreso, desde el cual invertirá el resultado bélico de 1939. La idea de una convivencia pacífica dentro de la pluralidad es, en cualquier caso, anatematizada. Una maldita redención, que no nos hace falta alguna, ni de los hunos, ni de los otros, que hubiera dicho Unamuno. En este cincuentenario, es preciso gritar ante todo «¡no!», incluso a la sombra de otro 1936.
Apostilla. El desafío del presidente al Supremo en la entrevista del domingo en El País, proclamando la inocencia de García Ortiz, sugiere otra comparación: Franco suprimió manu militari el Estado de derecho, la autocracia de Pedro Sánchez resulta incompatible con su supervivencia. Pero es que hay más. Con la ayuda del medio, se engaña a sí mismo con tal de engañar a los demás. Para maximizar el impacto sobre la opinión, los titulares son rotundos: «Pedro Sánchez: ‘El fiscal general es inocente’». Luego en la letra pequeña su respuesta es que «el Gobierno cree en la inocencia del fiscal general». Así elude la responsabilidad por lo que efectivamente ha querido decir. Embaucar mejor es imposible.