El totalitario inconsciente
«La izquierda, incluida la ‘centrista’, se ha atribuido tanto el papel de guardiana de la sociedad y de motor de la transformación total que ha caído en actitudes despóticas»

Ilustración de Alejandra Svriz.
La cosa tiene su gracia (y su financiación pública). No es el fin del mundo es un buen podcast sobre geopolítica, muy didáctico, serio y bien conducido, que tiene una audiencia envidiable. Este mes han publicado un episodio titulado La crisis de la democracia. A los tres minutos, el invitado protagonista del programa, un argentino residente en Alemania, sentenció que el problema de la democracia es la «extrema derecha» que capta a los «descontentos». Esperé un poco a ver si aportaba algo original, pero nada. Miré la descripción del episodio y entonces lo comprendí: contaba con la colaboración económica del Gobierno vasco.
Este asunto es chocante porque esos mismos días tuvo lugar un acto antidemocrático por parte de los antifascistas vascos, que impidieron violentamente un debate en una universidad navarra. Este hecho es uno más de una larga lista de actuaciones que anulan la democracia, los derechos humanos y la libertad. Ocurren no solo en el País Vasco, sino también en Navarra y en el resto de España. La permisividad del Gobierno de Euskadi con la violencia de sus totalitarios nacionalistas es una evidente complicidad con quienes desprecian la democracia.
Esto es indudable a no ser que definamos «democracia» como ese régimen en el que se vive en armonía cuando se anula a quien discrepa. O bien que valoremos la democracia por el porcentaje de «contentos», lo que nos lleva al soma de Aldous Huxley, o al Estado Minotauro que describió Jouvenel, al que se sacrifica la libertad a cambio de bienestar material.
Esta distorsión es compleja. Raymond Aron explica bien este síndrome de negar la existencia del otro en nombre de la democracia, que sería como amordazar a los ciudadanos en aras de la convivencia y llamarlo «libertad de expresión». Lo hace en La esencia del totalitarismo. A propósito de Hannah Arendt (Página Indómita, 2025).
Esa mentalidad no se debe a las circunstancias sociales y económicas, como creen los marxistas de izquierdas y de derechas. Es el resultado de décadas de propaganda de una religión civil para construir «ciudadanos» que vivan, piensen y hablen de la misma manera, en una revolución permanente que sepulta la tradición. Salirse del carril, dice Aron, genera «terror» a cualquiera por sus consecuencias: cancelación, ostracismo, represión y culpabilización. Por eso, el pensamiento propio, el verdaderamente crítico, se considera peligroso para la convivencia «democrática» -ya lo dijo Orwell-, y se señala a la «extrema derecha» como agente del caos. No hay pluralidad real, sino formas encajables en el discurso oficial. Por ejemplo, tras décadas de violencia de la extrema izquierda, ninguno de estos alarmistas habla de «crisis de la democracia». Tampoco lo hacen cuando el wokismo y la corrección política anulan la libertad. Es una contradicción digna de estudio.
«Si lo que conduce la vida en comunidad es el pánico a quien disiente es que existe una mentalidad totalitaria»
En consecuencia, vivimos en una situación en la que el sistema y sus políticos alientan el miedo, como señalaba Frank Furedi, ya sea al cambio climático, a la «extrema derecha», al patriarcado, a la inmigración irregular o a que nos abandone el Estado paternalista. Como resultado, la cultura, la educación y la propaganda trabajan para inocular el miedo, forjando la dialéctica amigo-enemigo con el objetivo de sacar rédito lo más fácil posible. Aquí Aron lo tiene muy claro. El filósofo francés señalaba que el motor de la república (democracia) es la virtud, y el de la tiranía es el miedo. De esta manera, si lo que conduce la vida en comunidad es el pánico a quien disiente, a escuchar verdades incómodas, o a la existencia del otro, y pedimos que alguien lo impida (el Estado, la Unión Europea) es que existe una mentalidad totalitaria. Quizá no sea consciente, pero está ahí.
La izquierda, incluida la «centrista», se ha atribuido tanto el papel de guardiana de la sociedad y de motor de la transformación total que ha caído en actitudes despóticas. Ya pasó con los jacobinos, los bolcheviques y ahora los progresistas. No reconocen que la democracia es incompatible con una religión del progreso que exige eliminar ideas y costumbres definidas como «conservadoras» o «nocivas», estableciendo la primacía del cambio por encima de los derechos y las libertades de las personas, siempre que sean occidentales. Un buen ejemplo de esa contradicción irracional es el empeño por descristianizar y al mismo tiempo permitir la expansión del Islam en Europa.
El totalitario inconsciente se alarma, dice Aron, si se cuestiona al partido único -o al sistema de partidos ortodoxos-, a la burocracia creciente, a la omnipresencia todopoderosa del Estado, a la confusión del bien común con el interés público, al recorte de la libertad individual en aras de un proyecto transformador obligatorio, o al dogma que propagan instituciones y productores educativos y culturales. Si, además, se critica lo que hace Sánchez, que es colonizar el Estado, asaltar el Poder Judicial, gobernar sin mayoría parlamentaria, despreciar a la oposición legal, y oprimir a la prensa libre, el totalitario inconsciente se incomoda aún más y repite el mantra: «El peligro para la democracia es la existencia de la extrema derecha».
La pregunta es cuánto dura una situación totalitaria, considerando que el totalitarismo hoy es distinto y más sutil que en el siglo XX, y, por tanto, más eficaz. Raymond Aron, realista con cierto toque optimista, señalaba algo a lo que me apunto. Criticar un extremo no supone apoyar al otro. Nos falta perspectiva todavía. En definitiva, solo podemos observar y analizar. Ante la furia de las masas movidas por las emociones y el perjuicio que causan los intelectuales enfrascados en su opio, «sería un error dar por sentado» —escribió el francés— «el hecho de la sinrazón humana».