España en la hora más oscura
«Si el TJUE avala la amnistía y el Supremo absuelve al fiscal general, Sánchez saldrá legitimado y las últimas barreras institucionales, convertidas en decorado»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Lo que está en juego en las próximas semanas no son solo dos sentencias: es saber si queda algo vivo del marco constitucional que ha sostenido a la democracia española durante casi medio siglo. Nadie sabe aún qué resolverán el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) y el Tribunal Supremo. Pero si el primero avala la amnistía y el otro absuelve al fiscal general, el resultado será demoledor: Sánchez saldrá legitimado, el abuso de poder bendecido, y las últimas barreras institucionales, convertidas en decorado. Ambas resoluciones se convertirán en el blindaje judicial que necesitaba para rematar el proceso de mutación constitucional que lleva años ejecutando sin freno, sin coste y sin respuesta social o política efectiva.
Si el TJUE respalda la amnistía siguiendo la línea del informe Abogado General, quedará ratificado que en la Unión Europea se puede traficar con la igualdad ante la ley a cambio de votos. Que un gobierno puede borrar delitos para asegurarse apoyos parlamentarios sin que eso choque con los valores europeos. Se habrá certificado que el espacio político y jurídico de la UE ampara actuaciones propias de un poder totalitario, siempre que se disfracen de convivencia y reconciliación. Y con ese aval, Sánchez tendrá carta blanca para seguir desmontando el orden constitucional desde dentro.
Si el Supremo absuelve al fiscal general, el Gobierno y sus terminales mediáticas lo venderán como una prueba más de que en España existe el lawfare, de que hay jueces como el instructor Hurtado que hacen política desde los tribunales, y de que la actuación del fiscal fue siempre impecable.
Pero la realidad, al margen de cuál sea el fallo, es que el juicio ha evidenciado algo que no se puede maquillar: el máximo responsable de una institución cuya función es promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad borró sus dispositivos móviles y su correo electrónico justo cuando sabía que iba a ser investigado, con el objetivo evidente de obstaculizar la acción de esa misma justicia. También ha confirmado que determinados periodistas abusaron de las prerrogativas que el ordenamiento les confiere para proteger la libertad de información y retorcieron el derecho a no revelar sus fuentes hasta convertirlo en coartada para encubrir un delito. Y, por supuesto, ha revelado que, en la cúpula de la fiscalía a la que el Ejecutivo pretende encomendar la instrucción de los delitos, hubo un contubernio para filtrar información confidencial y que se usara contra una rival política, en una operación con fines puramente partidistas.
Ambas sentencias trasladarían a los ciudadanos un mensaje devastador: que la legalidad, en lugar de actuar como límite, actúa como coartada para la impunidad del legislador. Ese convencimiento de que el poder no responde ante nadie es lo que de verdad socava una democracia desde dentro. Más allá de los debates jurídicos que sólo interpelan a los profesionales del gremio, aumentará exponencialmente la percepción de que hay un poder que puede hacerlo todo y una justicia que ya no se atreve a corregirlo. Que cuando el que burla la ley es quien la dicta, todo se diluye. Ese desgaste no se ve, pero se palpa: en la desafección, en el descrédito de las instituciones, en la sensación de que nada sirve y nadie responde. Y cuando esa idea cala, no queda espacio para la confianza democrática, solo para el hartazgo y la ruptura.
«Nos deslizamos sin frenos hacia el punto de ruptura democrático»
Mientras eso ocurre, la oposición está inmersa en sus propios dramas. El PP vive en un limbo político: la crisis de liderazgo del partido es tan evidente que se traslada a las encuestas. No marca agenda, no ofrece rumbo, no inspira confianza. Y sin credibilidad, no hay alternativa. Vox, por su parte, es una olla a presión a pesar de estar en su momento electoral más dulce. Dentro conviven impulsos ideológicos que, antes o después, se demostrarán incompatibles entre sí: conservadores clásicos, identitarios cada vez más radicalizados y un sector emergente cada vez más influyente que coquetea abiertamente con el neofalangismo y que no tardará en cuestionar el liderazgo de Abascal.
Es probable que en pocos años se trasladen a España las mismas fricciones que han abierto en canal al movimiento liberal conservador de EEUU, pues no se trata solo de una fractura ideológica, sino también moral, que ha llevado a varios de sus referentes intelectuales, como Douglas Murray o Ben Shapiro o Konstantin Kisin a repudiar a figuras que cuentan con millones de seguidores —como Nick Fuentes, Tucker Carlson o Candance Owens— porque, de un tiempo a esta parte, vienen normalizando la simpatía con el nazismo o el antisemitismo rampante en nombre de la batalla cultural contra el wokismo.
Si ese escenario se cumple, España entrará en su hora más oscura: un Gobierno sin límites, un sistema sin autocorrección y una oposición incapaz de reconstruir el marco constitucional que se desmorona. El sanchismo se legitimará en nombre de un antifascismo que él mismo alimenta con su política sistemática de descrédito institucional, debilitando la democracia y cebando el monstruo que dice combatir. Brotarán con más fuerza los movimientos antisistema, rupturistas y euroescépticos que no buscan corregir el rumbo, sino acelerar la liquidación del orden constitucional del 78. Susto o muerte: ese es el marco que se está imponiendo. Nos deslizamos sin frenos hacia el punto de ruptura democrático. Algunos recordaremos con melancolía que intentamos advertirlo, sin demasiado éxito.