The Objective
Javier Benegas

El juicio que puede devolvernos el Estado de derecho

«Una sentencia de culpabilidad del fiscal general sería, además de justa, el comienzo de un reequilibrio de poderes que España necesita con urgencia»

Opinión
El juicio que puede devolvernos el Estado de derecho

El fiscal general, Álvaro García Ortiz, llega al Supremo en la quinta jornada del juicio. | Javier Lizón (EFE)

Una de las confusiones más comunes —y peligrosas— en el debate público sobre el caso del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, es la idea de que solo puede haber condena si aparece una prueba definitiva e irrefutable. Muchos parecen creer o, más bien, quieren creer que haría falta una grabación o un mensaje escrito de su puñeta y letra que dijera: «Hay que filtrar el correo de González Amador a la prensa». Esa «prueba perfecta», esa bala de plata judicial, rara vez existe. Y de existir, a menudo ha sido cuidadosamente eliminada.

En realidad, el conocimiento popular del derecho procede más del cine y las series que del ejercicio real de la justicia. La cultura audiovisual ha hecho del juicio un espectáculo: los abogados son héroes atormentados, los jueces guardianes implacables de la verdad, y los jurados, un espejo moral de la sociedad. El resultado es que muchos ciudadanos creen saber cómo funciona la justicia… cuando en realidad conocen solo su versión dramatizada.

El cine, por la necesidad de entretener, convierte el proceso judicial en una coreografía emocional donde la verdad emerge entre giros dramáticos, revelaciones súbitas y golpes de efecto. Nada más alejado del prosaico derecho real, con sus plazos, formalidades, esperas, limitaciones y, en general, exigencias antitéticas al sentido del espectáculo. Sin embargo, esa versión cinematográfica del derecho resulta más atractiva, más fácil de asimilar y de contar.

No es casual, por tanto, que los relatos políticos —y los mediáticos que sirven como altavoz— hayan adoptado el estilo cinematográfico. El Gobierno y su coro de medios afines han reducido el juicio al fiscal general a una película: los jueces interpretan a los villanos que encarnan un poder oscuro, y el fiscal general, a la víctima heroica frente al sistema. En ese relato, la justicia deja de ser una institución y se convierte en una trama de ficción, un guion al servicio del poder.

Lamento, sin embargo, contrariar a los aficionados a los courtroom drama —los dramas judiciales de Hollywood—, donde la expresión «duda razonable» es la varita mágica que permite al abogado estrella rescatar de las garras de una justicia vehemente al inocente protagonista. En el mundo real, el derecho no funciona así. No hay un Tom Cruise inquiriendo voz en grito: «¡¿Ordenó usted el código rojo?!». La ley no exige una prueba única y milagrosa, sino un conjunto de indicios, pruebas circunstanciales y una lógica inescapable que, sumados, construyan una secuencia de hechos jurídicamente incontestable. Cuando esto se sustancia, no hay grieta ni resquicio para la duda razonable. Porque la duda debe ser razonable, no absurda, ni forzada, ni, claro está, irracional.

Una cronología abrumadora

En el caso García Ortiz, la cronología minuciosamente reconstruida por la UCO —nunca tantos debieron tanto a tan pocos— no deja lugar a interpretaciones salvíficas; mucho menos cinematográficas. Sé que resulta engorroso seguir con rigor no ya este juicio, sino cualquier otro. Pero si no queremos dejarnos manipular por los relatos, es imprescindible una mínima atención. Si examinamos los hechos del caso García Ortiz con esa lógica jurídica en mente, la conclusión se impone con claridad: los indicios no solo se acumulan, se encadenan en una secuencia abrumadora que, como un tren de mercancías avanzando a toda máquina, arrolla cualquier interpretación absolutoria.

La fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, declaró que el fiscal general la presionó de manera «urgente y atosigante» para difundir una nota de prensa. Esa nota se redactó dictando literalmente el contenido del correo filtrado, lo que implica conocimiento y manejo directo de la información.

El fiscal Salto relató que fue interrumpido en un partido de fútbol para entregar los correos «porque el fiscal general no podía esperar». Minutos después de que esos documentos llegaran al despacho de García Ortiz, su contenido apareció en varios medios de comunicación.

A todo lo anterior se suma la explicación inverosímil de la fiscal jefe Pilar Rodríguez, que llegó a sostener que 499 personas —incluyendo jubilados y fallecidos— habrían tenido acceso al correo filtrado. Una coartada tan torpe y ridícula que parece una confesión encubierta.

Tampoco ayuda la exasesora de Moncloa, Pilar Sánchez Acera, que reconoció haber reenviado el correo a un dirigente del PSOE «para usarlo contra Ayuso», aunque asegura no recordar de dónde lo obtuvo. También admitió haber evitado revelar la fuente porque «podía ser ilícita». Qué amnesia tan prodigiosamente selectiva: no recordar la fuente, pero sí que podía ser ilícita.

El borrado, los periodistas y el silencio

Aún más revelador es el comportamiento del propio fiscal general, que procedió a la carrera al borrado de sus teléfonos móviles en cuanto tuvo noticia de su imputación, eliminando registros que podrían haber aclarado el recorrido del correo y las comunicaciones previas a su publicación. Ningún inocente borra pruebas de su propia inocencia. Esto no puede ser interpretado como un descuido, menos aún como un procedimiento estándar de seguridad que se ha demostrado inexistente, sino como lo que es: una forma de autoinculpación. ¿Se puede ser tan estúpido? Difícilmente. El fiscal general habría borrado los dispositivos, no ya para eliminar esa mitológica bala de plata inesquivable, sino para salvar al principal responsable de la filtración: el inquilino de la Moncloa.

Para rematar el espectáculo, han comparecido varios periodistas afines al Gobierno, cuya versión pretende sostener la inocencia del fiscal general mediante un relato casi telepático: todos aseguran haber tenido el correo semanas antes de que García Ortiz lo recibiera, pero —oh, milagro ético— decidieron no publicarlo. No porque dudaran de su autenticidad, ni por respeto a la intimidad de los afectados —todos sabemos lo respetuosos que acostumbran a ser con los adversarios de Sánchez—, sino por razones tan etéreas como inverificables. En castizo, no lo publicaron «porque patatas».

La pretensión de que esa verdad revelada por la santidad periodística se dé por cierta sin prueba alguna, sólo en virtud de la palabra beatífica de quienes no pueden —o no quieren— revelar sus fuentes, sería cómica si no tuviera implicaciones graves: perjurio y complicidad. Un acto de fe, que mueve a risa, en la inmarcesible ética profesional de tan esforzados servidores del derecho a la información, cuya oportunidad periodística, milagrosamente, coincidió al milisegundo con los tiempos del poder político. Para cualquier observador atento y objetivo, la prueba de descargo que pretenden colarnos, lejos de exculpar al fiscal general, es otro clavo en su ataúd judicial.

Se mire por donde se mire, el cuadro es inequívoco: una filtración coordinada, con motivación política y participación institucional, destinada a dañar a una adversaria del Gobierno en un momento clave. Las contradicciones de los testigos, la amnesia selectiva de los implicados, la absurda teoría del «acceso masivo» y el oportunísimo borrado de dispositivos no debilitan la acusación. Al contrario, la refuerzan, porque ponen en evidencia el esfuerzo desesperado por tapar una filtración deliberada.

La UCO y el alegato vacío

A esta cadena de indicios se suma la contundente declaración de los agentes de la UCO, que, sin aportar esa «prueba milagrosa», han trazado con precisión quirúrgica la constelación de hechos, tiempos y decisiones que configuran la lógica del delito. La unidad especializada no necesitó grandes revelaciones: bastó con exponer la coherencia abrumadora entre los movimientos de los correos, las órdenes transmitidas y las filtraciones a la prensa. Es decir, la verdad judicial sin adornos cinematográficos, la que se impone cuando los hechos encajan con una exactitud que ni la imaginación más benévola puede excusar.

El propio fiscal general declaró ante el Tribunal Supremo con un alegato más simbólico que exculpatorio. Se adornó con frases grandilocuentes sobre el servicio público y la integridad de la Fiscalía, pero se negó a contestar a las preguntas de la acusación, un gesto que, viniendo de quien representa la acción de la justicia, resulta tan chocante como revelador. Un fiscal que rehúye el deber de colaborar con la justicia, ¿qué otra cosa hace si no confirmar la sospecha que pesa sobre él?

Reforma o muerte

Por primera vez un fiscal general se sienta en el banquillo acusado de usar la institución que representa y dirige para atacar a un adversario político. Y el desarrollo del juicio muestra sin lugar a duda razonable alguna, con la claridad cegadora de un láser, que la versión oficial es un montaje tan cochambroso como insostenible.

En este punto, las declaraciones del presidente del Gobierno en una entrevista televisiva —afirmando con vehemencia calculada que García Ortiz «es inocente»— añaden al cuadro tenebrista una siniestra pincelada. Esas declaraciones son mucho más que una imprudencia. Son una intromisión del Poder Ejecutivo en el Judicial… y una advertencia velada: «Os recuerdo que el poder soy yo, y nada ni nadie puede frenar mis designios». Ese mensaje implícito constituye, por sí mismo, un intento de amedrentamiento propio del jefe de una mafia.

Por eso, si el tribunal acaba declarando culpable al fiscal general, no será solo una condena penal con todas las de la ley: será un acto moral y político de enorme trascendencia. Sería la primera vez, desde que Pedro Sánchez llegó al poder, que el destartalado entramado institucional de la Transición logra poner freno a sus abusos de poder. Por fin, tras años de zozobra y sensación de impotencia, Pedro Sánchez sería condenado y puesto en la picota por persona interpuesta. Ni más ni menos que su fiscal general.

Sin embargo, conviene no confundir las cosas. Una eventual condena a García Ortiz no supondría la salvación definitiva del Estado de derecho, sino un punto de inflexión: un balón de oxígeno, una reacción de supervivencia a la desesperada de un sistema llevado al límite. Supondría, eso sí, un impulso decisivo. Porque si el Tribunal Supremo logra sobreponerse a las acusaciones de lawfare y a las amenazas veladas y no tan veladas —recordemos que los fontaneros del PSOE han llegado a confeccionar dosieres sobre jueces para intentar desacreditarlos o, quién sabe, chantajearlos—, ese golpe de autoridad podría romper el muro antidemocrático del sanchismo y abrir la puerta a una cascada de condenas en los demás casos de corrupción que afectan al PSOE, al Gobierno y al presidente. Ya no sería inimaginable que Pedro Sánchez acabara sentado en el banquillo.

Una sentencia de culpabilidad sería, además de justa, el comienzo de un reequilibrio de poderes que España necesita con urgencia, una señal de que la Justicia aún puede actuar, a pesar del miedo y la servidumbre que ha contaminado las instituciones. Pero no debemos engañarnos: si hemos llegado a esta situación límite y angustiosa, no ha sido por azar. Es el resultado de años de erosión institucional, de colonización partidista, de tibieza política y de una sociedad a ratos anestesiada, a ratos descreída. La lección es clara, y no admite eufemismos: o reforma, o —tarde o temprano— muerte.

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