Las noches ibéricas del Bataclan
«En los 70 fue mucho más que una sala de conciertos: fue un refugio sentimental, donde emigrantes españoles y portugueses encontraron su alegría y su corazón»

Cartel actual de la sala Bataclan. | Europa Press
El Bataclan, más allá de su fama como sala mítica del rock y de los grandes conciertos, fue durante dos décadas un espacio esencial en la historia de la emigración ibérica en París. Uno de esos lugares que rara vez aparecen en los libros de Historia con mayúscula, salvo por tragedias recientes, pero que son fundamentales para comprender la microhistoria de la clase trabajadora y la sentimentalidad cotidiana de quienes dejaron su país en busca de un futuro mejor. En los años setenta, el Bataclan se convirtió en la sala de baile más concurrida por jóvenes españoles y portugueses que llegaban a la capital francesa con muchas ganas de bailar.
Al llegar a París, me sumergí, casi por accidente, en la vida de la emigración española y portuguesa: sus trabajos en la construcción, la hostelería o la limpieza, sus viviendas compartidas en pisos diminutos o en habitaciones minúsculas, y la manera en que se las ingeniaban para hablar en un idioma que a veces no dominaban del todo. Descubrí también su lenguaje híbrido, mezcla de español, portugués y francés, lleno de giros cómicos y creativos. Y en medio de todo eso, escuché hablar del Bataclan: siempre con alegría y con un brillo en los ojos que delataba la importancia del lugar.
¿Por qué tanta fascinación? Porque cada sábado y domingo por la tarde, el Bataclan se convertía en el epicentro de la vida social ibérica. A eso de las siete, jóvenes españoles y portugueses de toda la ciudad se reunían para bailar, conversar y enamorarse. Eran fiestas vibrantes y contagiosas, llenas de energía concentrada. La música era la de la época, a veces interpretada en directo por grupos españoles que tocaban rock, pop o canciones de moda; otras veces sonaba grabada, pero siempre animaba a girar y moverse hasta el cansancio. Lo comprobé la tarde en que llegué por primera vez al Bataclan, acompañando al hijo de una amiga de mi madre y a su novia. Nada más entrar en la sala, me envolvió un clamor desconocido en París y que me conducía a los bailongos españoles que había dejado atrás.
Contra a lo que se podría imaginar, aquellos jóvenes no iban de pordioseros: vestían más o menos bien, con cuidado y atención, y sobre todo las chicas, que parecían conscientes de que el Bataclan era el escenario donde lucirse. Estaban ya acostumbrados a París y a la vida en el exilio, y esa familiaridad con la ciudad se reflejaba en su manera de comportarse, de hablar, de mirar y de bailar.
Más que un simple baile, aquellas reuniones eran un refugio afectivo y un espacio de identidad cultural. Allí se compartían noticias de casa, se comentaban trabajos, amores y desamores, y se reforzaban los vínculos que sostenían a los emigrantes en un país extranjero. El Bataclan era un lugar donde se podía seguir hablando español o portugués sin miedo a sentirse extraño, donde la nostalgia se transformaba en música, baile y risas.
«El baile no era solo diversión: era una manera de reafirmar la identidad, de sentirse parte de una comunidad»
Las paredes del Bataclan, testigos de varias generaciones de ibéricos, vibraban con guitarras, bajos y baterías; con canciones que hablaban de amor, de fiesta y de la vida que había quedado atrás. El baile no era solo diversión: era una manera de reafirmar la identidad, de sentirse parte de una comunidad que, aunque dispersa, encontraba en esos domingos un hogar temporal. A veces había trifulcas, pero se resolvían casi siempre de la mejor manera, y bien puede decirse que en el Bataclan la violencia estaba más bien ausente ante las ganas de reír y de bailar. Y era muy emocionalmente sentir aquel ardor y ver danzar a las chicas, alegres y resplandecientes.
Ahora, al ver otra vez el Bataclan en las noticias, empapado de tragedia y de dolor, no puedo evitar recordar aquellas tardes llenas de vida y calor ibérico. Pienso en los noviazgos que nacieron allí, en los amigos que se hicieron para toda la vida, en las pequeñas celebraciones que ayudaban a soportar la soledad del exilio. El Bataclan fue mucho más que una sala de conciertos: fue un refugio sentimental, un escenario donde la emigración ibérica encontró su música, su alegría y su corazón.
En ese microcosmos de luces y movimiento, París dejaba de ser la ciudad gris y difícil para convertirse en un espacio compartido, donde la juventud emigrante podía bailar, soñar y mantener vivas las raíces que la distancia no lograba borrar. Allí, entre risas, vueltas al ritmo de canciones roqueras y manos que se buscaban en la oscuridad, se tejió una historia de resiliencia, amor y comunidad que pocos historiadores reconocen, pero que marcó profundamente la vida de muchos de españoles y portugueses residentes en París.