The Objective
Fernando Savater

Aquellos quioscos

«Van desapareciendo vertiginosamente. Los que quedan ensayan estrategias de supervivencia, como la venta de encendedores, banderines, chuches…»

Opinión
Aquellos quioscos

Un quiosco de prensa en una imagen de archivo. | EP

Para cada uno de nosotros el paraíso tiene su propia forma terrenal. Hay quien lo imagina como una discoteca llena de chicas (o chicos) ansiosos de ligar, para otros es una sala de conciertos con la gran orquesta probando discordantemente sus instrumentos ante de atacar la pieza maestra, para muchos más es su estadio de fútbol preferido justo en el momento en que saltan al campo los dos equipos, otros más anticuados lo ven a oscuras como una pequeña sala de cine antes de empezar la película más apetecible, pero también puede ser la sala de un gran museo o incluso el aula donde se espera al conferenciante redentor… Entiendo más a aquellos que lo ven como una playa idílica (no menciono nombres para no descubrirme, ya saben ustedes cuál es la mía) o una fiera montaña empenachada de nieve. ¿Por qué no el pulcro y goloso restaurante de nuestras delicias o la taberna donde hemos pasado nuestros mejores ratos con los amigos pidiendo otra ronda? Borges dice que imaginó el cielo como una gran biblioteca y se queja de que la ironía de Dios se la concediera al fin, pero acompañada de la ceguera. Quizá ustedes esperen que les diga que mi paraíso alcanzable y real es un hipódromo y les aplaudo porque casi aciertan, pero solo atinan con my second best. Porque el avatar fastuoso, pero a la vez humilde, del Reino de los Cielos siempre ha sido para mí (siempre, o sea desde los siete u ocho años) el quiosco de periódicos. Aquel de la Luisa que estaba en la Avenida donostiarra de España (hoy de la Libertad, aunque allí es lo mismo), mi primer quiosco, pero luego todos los demás. Aquellos quioscos…

Estaban llenos de tebeos, hoy apenas se ve un cómic en los actuales. Permítanme la gansada, para mí un quiosco sin tebeos es como un jardín sin flores o un río sin cocodrilos. Durante toda mi infancia, desde que aprendí a leer a los cuatro años hasta más o menos cuando me llamaron a filas para hacer la mili, comprar todos los sábados mi dosis de tebeos era lo más importante de la semana. Iba al quiosco y entraba en arduas cavilaciones sobre cuantos y cuáles podía comprar con mi ascética paga semanal. Los básicos españoles de la editorial Bruguera eran inamovibles: el Capitán Trueno, el Jabato, el Cosaco Verde… Antes lo fueron el Inspector Dan y sobre todo el Cachorro, amor de mi infancia más infantil. Con los que venían de la editorial mexicana Novaro había que ser más selectivo, porque eran más caros: los héroes del oeste, por encima de todos Hopalong Cassidy, y además Gene Autry, Red Ryder, el Llanero Solitario… Claro que algunas semanas aparecía un ejemplar nuevo y, por tanto, irresistible de Turok, el guerrero de piedra, o de La pequeña Lulú (¿me cuenta mi devoción por ella para el bono LGTBI?) o La Zorra y el Cuervo, pareja inmejorable, o Superratón, que a pesar de Nietzsche siempre preferí a Superman. Y luego llegaron El Hombre Enmascarado y Flash Gordon… Claro que estas preferencias no excluían opciones más festivas, como el propio TBO, Jaimito (de la editorial Valenciana), Pumby, Tres Amigos… ¿Cómo ser más feliz que cuando se abrían ante uno todas esas opciones y otras más en el quiosco? Por la noche, en la mesilla, ordenaba mis trofeos en una gradación calculadísima que mezclaba mis preferidos con otros menos distinguidos y se remataba siempre con el Capitán Trueno. Cuánto compadezco a los que se han privado voluntaria o involuntariamente de este Edén quiosqueril para leer a los once años a Proust y poder contarlo luego. En recuerdo de esos días, podré repetir en mi lecho de muerte lo que dijo en el suyo el aparentemente desdichado Wittgenstein a Norman Malcom: «Dígales que he tenido una vida maravillosa».

«Una ciudad sin quioscos… ¿y qué vendrá después? ¿Desaparecerán los bares, las iglesias, los estancos?»

Poco a poco desaparecieron los tebeos y fueron sustituidos por periódicos y revistas. Creo que mi afición a los periódicos en papel es un premio de consolación por tener ya pocos tebeos a mi alcance. Pero también a los periódicos en papel les queda poco recorrido. Los quioscos van desapareciendo vertiginosamente. Los que quedan ensayan estrategias de supervivencia, como la venta de encendedores, banderines, recarga de móviles, chuches, monederos para niños… incluso condones, si no me han informado mal. Hace pocos días el último quiosco de Parla vendió el número de la ONCE agraciado con toda propiedad con once millones de euros. Algunos quiosqueros más ilustrados organizan con escritores del barrio firmas de ejemplares. Bracean enérgicamente para que no los arrastre la marea exterminadora. Pero creo que tienen mal pronóstico. Ahora, escribiendo en este medio digital, me siento algo culpable haciendo su elogio. Una ciudad sin quioscos… ¿y qué vendrá después? ¿Desaparecerán los bares, las iglesias, los estancos? Mejor que inventen ya la ciudad sin personas y acabamos antes.

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