The Objective
Andreu Jaume

Franco y el terror

«Sánchez se ufana de gobernar al margen del Congreso y a despecho de lo que digan los jueces, cuyas sentencias se permite coartar a través de la prensa del movimiento»

Opinión
Franco y el terror

Alejandra Svriz

El último y justamente elogiado libro de Miguel Ángel Aguilar, No había costumbre. Crónica de la muerte de Franco (Ladera Norte) sirve para hacerse muchas reflexiones en este fin de año en que se conmemora el cincuentenario del traspaso del dictador. La primera tiene que ver con su autor, un periodista de pies a cabeza (every inch a journalist, parafraseando la definición que da de sí mismo Lear en el páramo), con formación científica –estudió Físicas– y vocación de testigo indoblegable. Su trayectoria en tantos medios, desde finales del franquismo en el diario Madrid o en la revista Cambio 16, hasta su trabajo, ya en democracia, como director en EFE o en Diario 16 y luego su labor como columnista y cronista parlamentario en El País —donde muchos empezamos a leerle—, le acreditan como uno de los más veteranos y experimentados del panorama europeo. Su incisiva pluma de mano fría, unida a su idiosincrásico sentido del humor, de risa súbita y contagiosa, le han procurado un estilo único, dúctil en la reflexión y preciso en lo factual, siempre atento a cuestiones que suelen pasar desapercibidas a la mayoría. 

Pero si hubiera que destacar una virtud en Aguilar sería sobre todo el coraje que ha demostrado a lo largo de los años frente a toda forma de poder que le ha parecido abusiva e injusta, no solo y por supuesto en el franquismo —fue procesado por el Tribunal de Orden Público (TOP)—, sino también durante la Transición contra a los militares golpistas o ante sus jefes allí donde ha trabajado, ya fuera en la empresa editora de Diario 16 o en Prisa, sin aceptar nunca esos puestos de «adjunto a la presidencia» o a la «dirección», que tan a menudo encubren un descarado soborno para mantener al lacayo con la boca cerrada. 

Y si algo caracteriza a Aguilar es su incapacidad, casi se diría que congénita, para callarse lo que opina, a veces incluso con una incontinencia que solía azorar a la llorada Juby Bustamante, su mujer y madre de sus dos hijos, otra periodista de raza. Ahora, cuando tantos de su generación callan y otorgan frente a las tropelías de Sánchez, él no ha dudado en denunciar el desmantelamiento del orden constitucional que defendió en su juventud. Por eso, y en general por su obstinada disidencia, siempre se le podrán dedicar los versos de Agustín García Calvo que Carmen Martín Gaite le leyó en un homenaje que los amigos le tributaron cuando fue cesado como director de Diario 16: «Enorgullécete de tu fracaso, / que sugiere lo limpio de tu empresa». 

Uno de los capítulos más impactantes de su nuevo libro lleva por título «Los últimos fusilamientos del franquismo: morir matando» e incide en una cuestión esencial para entender la dictadura. Habla en un momento Aguilar del margen que en toda dictadura hay para disentir y no caer en la «servidumbre voluntaria» de La Boétie. Y para ilustrarlo cuenta una anécdota de su padre, movilizado como médico alférez en el bando nacional. Al poco de entrar en Madrid, en marzo de 1939, días después de la toma de la ciudad, un comandante del ejército le pidió que firmara los partes de defunción de los fusilados. Pero su padre, a pesar de haber sobrevivido a la persecución del otro bando, se negó. Entonces el comandante le amenazó con arruinar su carrera, a lo que el doctor Aguilar, dejando su guerrera y su pistola en la mesa, contestó: «Aquí tiene mi carrera. Haga usted con ella lo que quiera. Pero yo no voy a firmar eso. Y espero que mi título de Medicina no me lo puedan quitar». Parece uno de los muchos ejemplos que Hannah Arendt trae a colación en Eichmann en Jerusalén para evidenciar el reverso moral de la «banalidad del mal», ese instinto de la conciencia que lleva al sujeto a condenar la vileza y a no querer ser el resto de su vida cómplice del asesinato.

La autoridad de Franco se basaba sobre todo en el «prestigio del terror» y en la obsecuencia que ante él manifestaban los suyos. Franco no fue un ideólogo ni un gran estratega, ni siquiera una gran militar, sino tan solo alguien obsesionado con atrincherarse en el poder. Aguilar cuenta un episodio muy elocuente con respecto a la catadura del general. Cuando Millán-Astray organizó la Legión, le encomendó a Franco, entonces comandante, el mando de la Segunda Brigada. Y un día Franco le escribió pidiéndole instrucciones sobre cómo fusilar a un legionario que se había mostrado insolente. Millán-Astray le contestó que había que seguir un procedimiento legal, convocar un consejo de guerra, garantizar la defensa del acusado, etc., pero Franco le contestó diciendo que ya lo había fusilado, sin formalidades. «Así empezó Franco», dice Aguilar, «su historia con la muerte administrativa», que llegó hasta aquellos últimos fusilamientos de 1975.

Gracias a detalles como ese, entendemos que Franco no fue sino una consecuencia de la incapacidad de nuestro país por afianzar un sentido político profundo susceptible de desterrar la lógica del terror. Desde que los partidarios del absolutismo gritaron «¡Vivan las cadenas!» en 1814, España vivió en un constante vaivén de atropellos civiles, intentos de reforma, asonadas, abdicaciones, restauraciones, felonías, carlistadas, repúblicas efímeras, revueltas, fútiles adanismos y finalmente una matanza que acabó en una larga dictadura. La Constitución de 1931 fue sistemáticamente vulnerada por la izquierda y la derecha hasta desvirtuar todo principio de legalidad, algo que luego abonó el terreno para que Franco erigiera su poder providencial en torno a su figura, basado sobre todo en la decisión soberana y el estado de excepción. Como dijo Carl Schmitt, «soberano es aquel capaz de dictar el estado de excepción».

Y eso fue en el fondo el franquismo, un largo estado de excepción en forma de reino sin rey. El trono vacío delataba una doble vacante, puesto que, si por un lado se manifestaba con ello la ilegitimidad temporal de la dinastía borbónica para reinar, por otro se utilizaba la Corona como excusa para investir al caudillo de un poder de origen divino que solo los monarcas podían ostentar. Y si el poder era de origen divino, no cabía margen alguno para apelar al cuerpo civil o secular de la nación, convertida toda ella en una comunidad de súbditos. De ahí que Franco, ante el clamor que pedía la conmutación de la pena capital de los condenados poco antes de su muerte, no pudiera transigir y se viera obligado a reafirmarse en su decisión, puesto que su palabra tenía fuerza de ley y no atendía a ningún condicionamiento externo.

Decía René Girard que la Revolución francesa solo acabó con la monarquía de derecho divino. La decapitación del rey supuso la liquidación de un orden milenario que poco a poco fue sustituido por una nueva forma de legitimidad que en la modernidad ha ido adquiriendo distintas expresiones, desde la monarquía parlamentaria hasta la república liberal o el totalitarismo. Pero en España nunca les hemos cortado el cuello a los reyes, sino que tradicionalmente los hemos desterrado, algo que, dicho sea de paso, no deja de ser todo un detalle civilizado. El destierro no implica ruptura, sino a lo sumo censura, postergación, elisión, paréntesis. El rey puede volver, aunque haya enloquecido como Lear en el páramo, puesto que unos cuantos le conceden aún la autoridad espectral que nimba su cabeza coronada de hojarasca mientras él mismo se reconoce todavía en la majestad mendicante: every inch a King

La Constitución de 1978 supuso en realidad el regreso de un rey en forma de un príncipe que había abandonado a su padre en el exilio para aceptar el poder divino que un dictador había usurpado. La traición le sirvió al hijo para secularizar el poder heredado en forma del principio que ha informado la historia de la polis desde sus orígenes en Grecia y que se basa sobre todo en la superación de la comunidad de sangre: de «españoles todos» a «todos ciudadanos». La lógica del terror se suspendió con la aprobación de la Carta Magna, que por ello fue atacada con saña desde el principio por ETA y sus variopintos adláteres. ETA fue, paradójicamente, la más pura hipóstasis del franquismo que quedó en la España constitucional, puesto que los cadáveres que la banda arrojaba al Consejo de Ministros cada semana no eran sino la impugnación y la denigración de ese pacto que había suspendido por consenso la soberanía del terror. 

«Los partidarios de Sánchez aseguran que ‘España va bien’, como los franquistas cuando celebraban la sórdida prosperidad de aquella democracia orgánica en la década de 1960»

Miguel Ángel Aguilar termina su libro pidiendo a las nuevas generaciones («lo sepan bien mis nietos») que no olviden de dónde venimos. La advertencia es más pertinente que nunca, pues se da la paradoja de que el actual presidente del Gobierno, mientras, por un lado, se llena la boca de un antifranquismo pueril, por otro se comporta como un aventajado alumno del dictador, haciendo de su figura y de su nombre el único contenido de su ejercicio del poder. Sánchez es el primer presidente de la democracia que se ufana de gobernar sin Presupuestos, al margen del Congreso y a despecho de lo que digan los jueces, cuyas sentencias se permite adelantar y coartar a través de la prensa del movimiento. Sus partidarios aseguran que «España va bien», como los franquistas cuando celebraban la sórdida prosperidad de aquella democracia orgánica en la década de 1960. Qué más daba si no había libertades mientras todo el mundo tuviera su paga, un reloj y un seiscientos. No hay que olvidar, en efecto, de dónde venimos ni lo frágil que es el sistema de garantías que nos protege del cíclico regreso de los autoritarismos. El mismo rey Lear, con la lucidez que le confiere el delirio de su doble función como autócrata vacante y disidente de su propio terror, se lo grita a Gloster en la tormenta del páramo: Behold the great image of authority: a dog’s obeyed in office («Mira la gran imagen de la autoridad, un perro obedecido en su cargo»). 

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