Una verdad incómoda: el Acuerdo de París es un fracaso
«Se trata de un fracaso estructural. Las cumbres internacionales se han convertido en rituales diplomáticos donde se proclaman compromisos que luego nadie cumple»

Alejandra Svriz
Han pasado diez años desde aquel solemne Acuerdo de París de 2015, donde los líderes del mundo prometieron hacer todo lo posible por mantener el aumento de la temperatura global «muy por debajo» de los 2 °C y, si era posible, no superar los 1,5 °C. Era el pacto que iba a cambiarlo todo, el que debía marcar el inicio de una nueva era climática.
Sin embargo, una década después, para sorpresa de nadie, la realidad es mucho menos épica: las emisiones globales de CO2 procedentes de combustibles fósiles están en máximos históricos. 2024 cerró con 37.400 millones de toneladas emitidas y se prevé que en 2025 se alcancen los 38.000 millones de toneladas de CO2. Por otra parte, la concentración de CO2 en la atmósfera supera ya las 430 partes por millón (ppm). Cuando se firmó el Acuerdo de París, esa concentración se situaba entorno a 400 ppm.
Se trata de un fracaso estructural. Las cumbres internacionales se han convertido en rituales diplomáticos donde se proclaman compromisos que luego nadie cumple. Las mismas palabras, los mismos gestos, los mismos aplausos… todo cada vez más impostado y con mayor grado de exageración. Mientras tanto, el mundo en su conjunto emite más CO2 que nunca. Diez años después de París, lo único que ha bajado es la credibilidad del sistema de gobernanza climática.
Esta constatación tiene un trasfondo técnico que rara vez se explica. Las políticas climáticas se han construido sobre la idea de que la mitigación —es decir, reducir las emisiones— será suficiente por sí sola. Basta cerrar centrales de carbón aquí, instalar paneles solares allá y fijar nuevos objetivos para 2030, 2040 o 2050. Pero la realidad industrial del planeta es mucho más tozuda que los discursos.
Vaclav Smil nos habla de los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plástico y nitrógeno (fertilizantes). Sin ellos, literalmente, no existiría el mundo tal y como lo conocemos. Y todos ellos dependen, masivamente, de los combustibles fósiles: no solo como fuente de energía, sino también como materia prima. Hoy fabricamos más de 4.000 millones de toneladas de cemento al año, más de 1.800 millones de toneladas de acero, varios cientos de millones de toneladas de plásticos y más de 150 millones de toneladas de amoniaco.
Todo lo que nos rodea está fabricado con acero, cemento o plástico. Miren las casas en las que viven, los coches que conducen, los edificios en los que trabajan, los aviones en los que vuelan. Prácticamente todo el material médico se basa en plásticos y sin nitrógeno sería imposible dar de comer a los 8.000 millones de personas que habitan nuestro planeta. No existe tecnología —ni en escala, ni en precio, ni en plazos razonables— que permita producir semejantes volúmenes de materiales sin recurrir al carbón, al gas o al petróleo.
«La atmósfera no distingue dónde se produjo cada tonelada de CO₂. Es irrelevante si se emite en Shenzhen, Kuala Lumpur, Bombay o Albacete»
Ésta es la parte que la retórica política nunca cuenta. Porque mientras los países discuten sobre objetivos climáticos, la demanda de material, infraestructura y movilidad sigue creciendo. Y crece sobre los mismos pilares en los que asienta desde hace más de un siglo. Las renovables avanzan, sí, pero no sustituyen: suman. No estamos haciendo ninguna transición: la contribución de los combustibles fósiles a la energía mundial lleva estable los últimos 30 años.
A ello se suma otra trampa que desvirtúa el triunfalismo de muchos países ricos. Occidente presume de reducir sus emisiones, pero no es cierto, se trata únicamente de un truco contable: está externalizando su huella de carbono. Importa acero, cemento y productos industriales fabricados con combustible fósiles en otros lugares del mundo mientras se permite dar lecciones climáticas a los países pobres. La atmósfera, por desgracia, no distingue dónde se produjo cada tonelada de CO2. Lo único que importa es el total. Es irrelevante si se emite en Shenzhen, Kuala Lumpur, Bombay o Albacete.
Con este panorama, insistir en una estrategia centrada exclusivamente en la mitigación es negar la evidencia. Nuestros líderes políticos deben reconocer, cuanto antes, que centrarse en la mitigación no es suficiente. La realidad nos dice que no vamos camino de reducir las emisiones globales y que, aun con avances tecnológicos futuros, la estructura material del mundo seguirá dependiendo durante años de la producción intensiva y de una demanda creciente de combustibles fósiles.
Es hora de situar en el centro del debate climático la estrategia que ha sido tratada durante años como una herejía política: la adaptación. Adaptarse no significa rendirse; significa prepararse. Significa asumir que lo que estamos haciendo no funciona, que no vamos a conseguir frenar el aumento de temperaturas y que es necesario estar preparado. El riesgo climático se gestiona construyendo resiliencia real, no aprobando resoluciones simbólicas.
Adaptación es diseñar ciudades que soporten mejor el calor, modernizar sistemas hídricos, reforzar redes eléctricas, invertir en infraestructuras resistentes y flexibles, planificar la gestión de suelos, preparar sistemas sanitarios para nuevos escenarios y reducir vulnerabilidades económicas y logísticas. Es, en resumen, actuar sobre lo que sí depende de nosotros, en lugar de imaginar que la diplomacia climática va a conseguir lo que no ha conseguido hasta ahora.
Un país rico es mucho más resiliente ante cualquier escenario climático. El calor se soporta mejor con piscina y aire acondicionado. El frío con hogares confortables, buena ropa y calefacción. Las lluvias con ciudades adaptadas y buenas infraestructuras. Lo que debería preocuparnos, por tanto, es que los países pobres del mundo tengan las capacidades para desarrollarse económicamente. Que sean capaces de generar el progreso y la riqueza necesarias para poder adaptarse a lo que venga.
En lugar de inundar la economía de intervenciones, prohibiciones, subsidios interminables y propaganda verde, los gobiernos deberían centrarse en crear condiciones institucionales y de mercado que favorezcan la innovación, la eficiencia y el crecimiento. Prometer neutralidades climáticas inalcanzables es cómodo; preparar un país para afrontar los impactos reales es mucho más difícil… pero mucho más útil. Para lo primero únicamente hacen falta cumbres y titulares. Para lo segundo, hace falta trabajar con criterio.
Diez años después de París, seguimos incrementando las emisiones, seguimos sin alternativas realistas para los pilares industriales del mundo moderno y seguimos atrapados en una narrativa que confunde deseos con capacidades. Por eso es imprescindible un cambio de paradigma: aceptar que la mitigación, por sí sola, no está funcionando a escala global y que la adaptación debe dejar de ser el apéndice de las políticas climáticas para convertirse en su columna vertebral. Quizá entonces podamos dejar atrás la ficción de que cada cumbre climática es «la decisiva» y empezar a construir sociedades verdaderamente preparadas para el mundo que viene.