The Objective
Gabriela Bustelo

La política como estafa piramidal

«En la España actual, un modelo de élites inversas garantiza la supervivencia del impostor más flagrante, del trepa más correoso, del vago más mercenario»

Opinión
La política como estafa piramidal

Ilustración de Alejandra Svriz.

La gota fría de Valencia no fue una anomalía. Fue la demostración de que un ecosistema político puede estar tan perfectamente roto como para ser autosostenible. En la España actual un modelo de élites inversas garantiza la supervivencia del impostor más flagrante, del trepa más correoso, del vago más mercenario. Profesionalidad, compromiso y respeto desaparecen escalones arriba, como riesgos existenciales para el statu quo.

Viene sucediendo en todos los países occidentales, de manera más o menos camuflada. En España es explícito. Con los impuestos de los contribuyentes se financia un ponzi político, una estafa piramidal que se mantiene exigiendo cada vez más dinero a un número mayor de benefactores. Acorde al gusto apocalíptico de la era digital, la escenografía está a la altura de lo requerido. Desde la cumbre de la pirámide, los líderes españoles protagonizan fiascos que dejan a la ciudadanía atónita y sobrecogida para después, con una arrogancia inquebrantable, negar toda responsabilidad. ¿El premio? El derecho a seguir ocupando un cargo estatal dotado de generoso sueldo, privilegios, pensión vitalicia y blindaje judicial mediante la figura medieval del aforamiento.

Bajo este sistema de jerarquización de la ineficacia, los políticos rivalizan en dura lid, año tras año, por superar la peor marca histórica de su propio equipo y, siempre que sea posible, hacerlo peor que el de enfrente. Y nuestro esfuerzo fiscal parece exigir resultados cada vez más contundentes en cuanto al desastre. La dana de Valencia, un diluvio bíblico que se cobró 237 vidas españolas, fue una lección magistral en el arte de la selección negativa, con una ronda clasificatoria de un nivel apabullante. Presenciamos con nitidez quirúrgica la noción española del liderazgo político como la sublimación del fracaso.

El preludio de la dana fue una sinfonía de la negligencia. Esa fue la primera prueba del concurso entre los peores de aquel año: la ronda de la ignorancia activa. Puntuaba el rechazo más creativo de la verdad científica, con bonus extra por aprobar construcciones de viviendas y centros comerciales en los cauces pluviales. Los ganadores fueron los caciquillos que lograron anteponer el beneficio económico a corto plazo a la seguridad pública a largo plazo.

Pero la auténtica prueba de fuego, la ronda que corona al ganador del Torneo de los Peores de España, es la de la manipulación postraumática. Aquí es donde nuestros políticos pasan de ineptos vulgares a estrellas del fracaso político sin consecuencias. En los días sombríos tras la dana, mientras el número de muertos aumentaba por decenas y las imágenes revelaban la magnitud de la tragedia, la población esperaba un acto nacional de honesto reconocimiento de los errores o al menos un gesto personal, un «Os he fallado». Pero los campeones de la calamidad tenían reservada una vuelta de tuerca, para que el respetable comprobara exactamente hasta dónde llega su desprecio por los pagadores de sus facturas.

«Los políticos españoles se aferran a su poder y a su sueldo con la tenacidad de una lapa adherida con ventosas a una roca»

En las 24 horas previas a la inundación, el presidente del Gobierno estaba en uno de esos viajes internacionales sin agenda defendible, concretamente en India, visitando un estudio de cine en Bombay a las cuatro de la tarde del fatídico 29 de octubre. A esa misma hora, el todavía presidente de la Comunidad de Valencia estaba en la sobremesa de un largo almuerzo con una periodista a la que había citado para proponerle dirigir una televisión autonómica.

La catástrofe unió en el tiempo a dos ases de la antipolítica española, que lograron estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, puntuando doble en el campeonato, ya que ninguno de los dos pidió perdón ni se disculpó por un jueves ajeno al cometido de sus flamantes puestazos. Ambos lograron bonus extra en el concurso de los peores, uno por inventarse el enésimo vuelo en el avión presidencial para pasear por el globo terráqueo a su señora imputada por corrupción. El otro por citar a una periodista para facilitarle dirigir un medio de comunicación autonómico, cargo supuestamente accesible mediante concurso público. A día de hoy no sabemos lo que costaron esas horas al contribuyente.

Durante un año la eliminatoria del concurso del fracaso ha usado la tragedia de la Dana para exponer públicamente la crueldad de la ineficacia política, escenificando un duelo a muerte —concretamente 237 muertes— entre los dos responsables principales. Aprovechando las cuentas sociales de sus partidos y apoyados por los medios afines, el gobierno central y el gobierno local han teatralizado un fuego cruzado espeluznante, ora alegando falta de coordinación y mala gestión de recursos, ora señalando responsabilidades jurisdiccionales y negligencia histórica en materia de infraestructuras.

«La prueba categórica de la selección negativa es que el sistema no castiga el fracaso y, en cambio, premia el enquistamiento en el cargo»

El politicastro central soltaba frases diabólicas tipo «Si necesitan ayuda, que la pidan» mientras el gerifalte autonómico buscaba chivos expiatorios sobrenaturales: «Un fenómeno meteorológico sin precedentes en nuestra historia». Durante un año, escenificaron el fracaso español con tiroteo verbal donde todas las balas iban dirigidas contra la verdad.

Los políticos españoles se aferran a su poder y a su sueldo con la tenacidad de una lapa adherida con ventosas a una roca. La prueba categórica de la selección negativa es que el sistema no castiga el fracaso y, en cambio, premia el enquistamiento en el cargo. De hecho, la furia ciudadana no funciona como un indicador de rechazo, sino como un reconocimiento de ese aguante sobrehumano. El año de la dana ha demostrado, con trágica claridad, que en la política española no hay fondo. Siempre queda un nivel más hondo de inoperancia al que caer, ofreciendo la excusa más delirante o el silencio más cínico.

Y al cabo de un año desde que las aguas retrocedieron, dejando tras de sí el fango, los escombros y el dolor, ha caído solamente uno de los responsables. El otro permanece en su atalaya, cobrando su sueldo, preparando ya sus engañifas para la siguiente ronda clasificatoria. Los españoles pueden odiarlos, como aseguran las encuestas, pero en la retorcida lógica en que nos movemos, para los campeones del fracaso, ese odio es la victoria más dulce de todas.

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