The Objective
Esperanza Aguirre

Visto para sentencia

«García Ortiz supo, desde el momento en que llegó a ese alto puesto sin tener la categoría para ocuparlo, que lo que él tenía que hacer era obedecer al Puto Amo»

Opinión
Visto para sentencia

Ilustración de Alejandra Svriz.

Desde el 3 de noviembre, cuando comenzó la vista oral del juicio al fiscal general del Estado, hasta el pasado día 13, cuando quedó visto para sentencia, los españoles hemos podido asistir a un espectáculo, que, en muchos aspectos, se parecía a una película de los años gloriosos de Hollywood, cuando abundaban los filmes de juicios y abogados, de los que los de la serie de Perry Mason fueron un señalado ejemplo.

García Ortiz, que ya es el fiscal general que se ha hecho más famoso de toda la Historia de España, estaba acusado del delito de revelación de secretos, al haber incluido en una nota de prensa oficial de la Fiscalía frases textuales de un correo electrónico que el abogado de Alberto González Amador —novio de Isabel Díaz Ayuso—, había enviado al fiscal Salto, en un intento de alcanzar un acuerdo en la causa que le afectaba por una discusión con la Agencia Tributaria.

El juez instructor del caso, que ha sido el magistrado del Supremo, Ángel Hurtado, después de exhaustivas investigaciones llevadas a cabo fundamentalmente por agentes de la UCO, decidió el pasado 9 de septiembre abrirle juicio oral por el delito de revelación de secretos.

Las sesiones de este juicio oral son las que los españoles hemos contemplado como si de una película se tratara. Para empezar, hemos visto cómo el acusado, en vez de colocarse, como en pura lógica le tocaba, en el banquillo en el que tienen que sentarse los acusados, hacía uso de su condición de fiscal general para, vestido con la solemne toga de su cargo, colocarse junto a sus abogados.

Abogados que en este caso eran varios: un abogado del Estado, José Ignacio Ocio, elegido por García Ortiz, la que fuera jefa de la Abogacía General del Estado, Consuelo Castro, y también, y paradójicamente, la teniente fiscal del Tribunal Supremo, Ángeles Sánchez Conde, que, en vez de ejercer la acusación contra el acusado, como sería lo lógico, ha utilizado su importante cargo para hacer lo contrario de lo que se esperaba de ella, y que, además, estaba acompañada por el fiscal superior de Extremadura, que fue el que estuvo al frente al inicio del procedimiento, y que también actuó en defensa del acusado.

«Demostrar que no había hecho la filtración era facilísimo: bastaba con entregar su teléfono móvil a la Guardia Civil»

Creo que nunca un acusado ha tenido tantos abogados, y procedentes todos de altos cuerpos del Estado, como pudimos contemplar los españoles.

Después hemos podido ver cómo, a lo largo de seis largas sesiones, han ido desfilando los testigos de la defensa y de la acusación: fiscales, funcionarios de la Fiscalía, periodistas, políticos, guardias civiles, abogados y, al final, el propio acusado, el fiscal general.

Él y los suyos, que ya hemos visto que son todo el aparato del Estado en manos de su jefe Sánchez, han negado que efectuara esa filtración, que era acusado de haberla hecho desde su teléfono móvil. Demostrar que no la había hecho era facilísimo: bastaba con entregar su teléfono móvil a la Guardia Civil, cuando, siguiendo órdenes del juez instructor, se presentó a pedírselo, para que vieran que allí no había ningún mensaje con ese contenido. Sin embargo, resulta que el mismo día que el fiscal general supo que la Guardia Civil iba a interrogarle borró todo el contenido de su teléfono móvil y de su correo particular.

Se trató de una maniobra muy simple, inspirada por su mentalidad jurídica y la de sus muchos asesores: «Si no se encuentra esa prueba, será imposible que me condenen». Es como el criminal que hace desaparecer el arma del crimen para lograr lo mismo, su absolución.

«Destruir la principal prueba de su inocencia sólo podía ser una maquiavélica maniobra para ponerle al Tribunal las cosas difíciles»

Pero los inocentes e ingenuos espectadores, que contemplamos la escena de García Ortiz destruyendo su teléfono móvil, comprendemos inmediatamente que destruir la que podría haber sido la principal prueba de su inocencia sólo podía ser una maquiavélica maniobra para ponerle al Tribunal las cosas más difíciles a la hora de condenarle. De lo que concluimos, sin dudar, su culpabilidad: según él, para desmentir el «bulo», que el jefe de Gabinete de la presidenta Ayuso había enviado a la prensa diciendo que el acuerdo con la Agencia Tributaria lo había propuesto la Fiscalía, lo hizo cometiendo un delito de revelación de secretos, al dictar personalmente la nota de prensa, que incluía las frases textuales del abogado. Todo ello, para ganar el «relato».

Por si hicieran falta más pruebas de esa culpabilidad, los espectadores hemos tenido la oportunidad de ver a unos cuantos periodistas, sobradamente conocidos como entusiastas seguidores del sanchismo, declarar con todo descaro que a ellos les había llegado esa información mucho antes, incluso días antes de que se hiciera pública. Declaraciones pactadas con la defensa del acusado, con las que creían que los espectadores íbamos a dudar de su culpabilidad. Pero todos esos testigos periodísticos se negaron a revelar la fuente que les había hecho llegar el mensaje, y eso que, haciéndolo, habrían logrado que los espectadores le hubiéramos absuelto. Era otra de las maniobras de la multitudinaria defensa del Fiscal para ponérselo difícil al Tribunal.

No sé qué acabarán dictando los siete magistrados del Supremo que tienen que juzgar a este señor, por el que yo, aquí, voy a romper una lanza. Y es la escalofriante declaración sin complejos del autócrata de La Moncloa: «¿De quién depende la Fiscalía?, ¡pues eso!». García Ortiz supo, desde el momento en que llegó a ese alto puesto sin tener ningún prestigio ni categoría para ocuparlo, que lo que él tenía que hacer era obedecer al que algunos de sus súbditos llaman el Puto Amo. ¿Qué podía hacer el pobre cuando desde arriba le mandaron que se cargara a la Ayuso, que es su obsesión constante?

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