Francisco Franco: un autorretrato
«Durante un cuarto de siglo, el patrón de la guerra se mantuvo, la represión del vencido fue militar y la camisa de fuerza totalitaria se aplicó al control ideológico»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Si hay algo que no cabe reprochar a Francisco Franco es haber borrado las pistas para la comprensión de su personalidad. A pesar de su reserva en el trato humano, a la hora de presentar en público la propia imagen, fue casi un exhibicionista. Recordemos algunos hechos. Todavía implicado a fondo en la guerra de Marruecos, como comandante de la Legión, en 1922, sin cumplir siquiera los 30 años de edad, escribe el Diario de una bandera, donde ofrece datos reveladores sobre su ideología y su forma de hacer la guerra. Luego, puesto a nadar políticamente contra corriente en los 20 años que siguen, sus manifestaciones son lógicamente más contenidas, aunque no por eso irrelevantes, desde los artículos en la Revista de las Tropas Coloniales (1924-1926) a los discursos y entrevistas de guerra, recogidos en las Palabras del caudillo. La entrega de datos se prolonga hasta sus últimos años, en las confidencias recogidas por su primo y secretario Pacón en Mis conversaciones privadas con Franco para los años 1954-1971.
Pero fue una vez alcanzada en 1939 la totalidad de sus objetivos —políticos, militares, personales—, cuando Francisco Franco decide dar su explicación de la trayectoria que culminó en la victoria de 1939, la cual, a su entender, fue la de la auténtica España contra la España roja. Con la ayuda como escribidor, al parecer de Manuel Aznar, y bajo el seudónimo de Jaime de Andrade, su historia sirvió de guion para la película Raza, de 1942, luego aliviada de excesos fascistas y patrioteros en su reposición de 1950 como El espíritu de una raza.
En su doble condición de artesano y militante falangista, José Luis Sáenz de Heredia realizó un buen trabajo de adaptación, al combinar los elementos autobiográficos de Franco con los del personaje de ficción que personifica su sistema de valores. Lástima que para limar la dureza ideológica, en 1952 fuera suprimida la emblemática escena en que ambos coinciden, cuando el Franco real saluda brazo en alto al oficial de Regulares, él mismo en la piel de Alfredo Mayo, protagonizando ambos el Desfile de la Victoria.
En Raza hay además otra dimensión, la relativa al episodio del enfrentamiento con su hermano izquierdista, el aviador Ramón Franco. En 1933 este había tenido el gesto insólito de publicar una novela breve, Abel mató a Caín, donde presentaba a su hermano como el principal enemigo de la República, y no solo eso. Ni más ni menos, Caín/Francisco protagoniza un golpe de Estado a lo Pavía que Abel/Ramón aborta descerrajándole un tiro. Por una carta suelta a su cuñada Carmen, conservada en los Archivos franceses, sabemos que en 1930 había intentado que Francisco se aproximara a la República. Sin éxito, claro. Los viejos anarquistas le identificaban en los años setenta como colaborador exaltado de Solidaridad Obrera bajo el seudónimo de «El caballero del Azul».
En las primeras páginas de Abel mató a Caín, Ramón dibujaba un esbozo de la vida familiar, con el padre gruñón, la madre beata y Caín/Francisco, corto de genio, mal estudiante, pero de «férrea voluntad». En Raza, ya muerto Ramón, Francisco le devuelve cumplidamente la pelota, con una suma de los defectos de infancia de Pedro/Ramón, y sobre todo hace del hermano menor la contrafigura del héroe, mandándole de la Marina a la Universidad «donde venía fomentándose la decadencia de España». Sigue en la senda del mal, como político republicano, hasta que en el curso de la guerra se redime al ser fusilado por su adhesión a los nacionales, una vez reconocido su pecado político. Mortal, sin duda.
«En Franco culmina, en hechos e ideas, la radicalización del corporativismo militar que se manifestara ya en el 98»
La fábula de Raza contenía una serie de mensajes, engarzados uno tras otro por el hilo de la exaltación de la propia figura: el protagonismo del Ejército en cuanto única reserva de los valores patrios, el papel subyacente del linaje y la omnipresencia de la muerte.
En Francisco Franco culmina, en hechos e ideas, la radicalización del corporativismo militar que se manifestara ya en el 98. Conviene recordar que desde Trafalgar, significativo punto de partida de Raza, y con la excepción de Marruecos en 1859, el Ejército español registra solo derrotas: Ayacucho 1824, Cuba 1898, Annual 1921. Es la antítesis del Ejército napoleónico, vencedor por antonomasia, personificación de la gloria de Francia, para confirmar lo cual Napoleón, con la falsa confesión del Memorial de Santa Elena, supo encubrir hábilmente el propio desastre, sufrido en Rusia y en España. Hasta su actualización con De Gaulle, quedaron fundidas institución militar y grandeza nacional. En la vertiente opuesta, para España, la consecuencia de un recorrido infausto fue el ensimismamiento que ya revelan las declaraciones del almirante Cervera tras el Desastre, anticipando la denuncia de la política por el oficial, contra el Congreso en Raza. La injusticia del servicio militar adscrito a los pobres, la «contribución de sangre», culminaba el distanciamiento entre el ejército-institución y la sociedad.
A pesar del resultado catastrófico del combate de Santiago, afirmaba Cervera, «la Patria ha sido defendida con honor», siendo víctima de una puñalada política por la espalda. No hubo así nación en armas, sino divorcio entre Ejército y Parlamento, entre ejército y pueblo. Es lo que constata abiertamente Franco en el Diario de una bandera: el país «mira con indiferencia la actuación y sacrificio del Ejército». Una injusticia que el joven comandante de la Primera Bandera trata de combatir con el relato de las gestas legionarias. La victoria de 1939 verá satisfecha esa aspiración.
En el orden personal, no cabe olvidar el papel del linaje. Desde el Antiguo Régimen, la limpieza de sangre es una condición para ingresar en la Marina y ello implica asumir los valores propios de la hidalguía, presente en la descripción familiar en Raza, en el propio título, en el seudónimo adoptado («Jaime de Andrade»), en la elección de la familia protagonista, descendientes del ilustre marino don Cosme Damián de Churruca y Elorza, y en la exigencia de lavar las manchas que pudieran afectarla, lo cual solo se logra con la muerte. Historia de Pedro en el film. Cuando muere de veras su heterodoxo padre, Nicolás Franco, que él en Raza se cuida de eliminar preventivamente en el combate naval de Santiago, la única instrucción dada a su hermana es que sea enterrado con el uniforme de marino.
«La muerte está siempre ahí en las palabras y en la vida de Francisco Franco»
La muerte está siempre ahí en las palabras y en la vida de Francisco Franco. En Raza muere hasta el apuntador, y, claro, el protagonista. Menos mal que resucita después de un fusilamiento fallido que reproduce en el film el episodio real acaecido a Rafael Sánchez Mazas. Incluso el médico que luego le da el salvoconducto para pasarse a zona nacional, el doctor Vera —posible alusión irónica al socialista—, acepta que deberá morir, a pesar de sus servicios a los nacionales, para purgar así «su pasado izquierdista».
Esa omnipresencia de la muerte nunca falta, en cualquiera de sus tres variantes: a) la muerte como inevitable protagonista de la guerra; b) la singularidad de la muerte gloriosa, suprema aspiración que debe tener el soldado, y, en fin, c) la muerte como castigo, inexorable tanto contra quienes se oponen como «enemigos», sea en el campo de batalla, sea en la vida política, si ponen en peligro la disciplina o el rigor que han de presidir la institución militar.
Las páginas del Diario de una bandera ofrecen un interminable festival de la muerte. Salvadas las distancias estéticas, vale la pena compararlo con las Tempestades de acero de Ernst Jünger. No hay en el Diario un grandioso espectáculo, asumido por el guerrero, sino una crónica de movimientos, enfrentamientos y bajas, con mínimas digresiones hacia peripecias individuales. Nada se dice sobre en qué pudo consistir la acción civilizatoria justificativa en el Protectorado. Cuando explica a Primo de Rivera su oposición a la política abandonista, esgrime una sola razón: «Estas tierras están regadas con sangre española». Nunca se le pasa por la cabeza que tantas vidas hubieran sido sacrificadas por nada. Para los soldados y para España, porque para «el honor de España” en abstracto y para la promoción de los oficiales por «el mérito en campaña» sí valía la pena, como así sucedió para su propia carrera. Lo deja claro el Diario de una bandera.
En sus páginas, por una vez apunta a su sobresaliente papel en tercera persona: «En esa vanguardia está, como cifra de las mejores esperanzas, el comandante Franco Bahamonde». Tales mejores esperanzas, de cara a un futuro aun lejano, apuntaban al papel que desempeñaría la campaña de África como «nervio y alma del Ejército peninsular».
«Franco se había hecho Franco en la guerra de Marruecos. Mola, Queipo, el Yagüe de Badajoz, podían haber dicho lo mismo»
En la narración de 1922 encontramos noticias sobre tremendos hallazgos macabros al entrar en los pueblos reconquistados. Eran signos de la ferocidad rifeña, que llamaba a una respuesta análoga del Tercio. En el Diario, no sin consignar su «indignación», Franco impone la contención, prohibiendo a sus legionarios entrar en el poblado: «¡No vean tanta infamia y estropeen la política! [sic]». Pero no siempre debió suceder así. Quedan fuera del Diario de una bandera el «acto heroico» de los 12 legionarios bajo su mando, que regresan del combate en Dar Drius, llevando cada uno su cabeza de harqueño, lo cual es descrito y elogiado por el Diario universal de 19 de abril de 1922. La información marroquí tenía el aval seguro de Víctor Ruiz Albéniz, el tebib arrumí, gran admirador de Franco. Lo mismo sucede con el episodio del legionario fusilado por tirar la sopa a un oficial en Uad Lau: «Necesitaba aplicar un castigo ejemplar para restablecer la disciplina».
Un corresponsal enviado por otro fiel de nuestro hombre, Manuel Aznar, retrata a Franco tras haber descrito su éxito al frente de una carga heroica. El joven comandante sonreía entonces entre sus legionarios, según el reportero, «pero con una sonrisa que casi me daba miedo, porque expresaba una serenidad imperturbable, pero al mismo tiempo una cólera fría. Era una mezcla de tranquila seguridad en si mismo y de la más violenta voluntad de vencer».
En el 36, confirmó muy pronto la persistencia de esa actitud, el aval dado al fusilamiento de su primo Ricardo Puente Bahamonde, compañero de juegos infantil, apenas iniciada la sublevación, por el simple hecho de ser fiel a la República. Franco se había hecho Franco en la guerra de Marruecos. «Mis años de África viven en mi con indecible fuerza», confiesa a Manuel Aznar en 1939. «Allí se fundó el ideal que hoy nos redime. Sin África yo apenas puedo explicarme a mí mismo, ni me explico cumplidamente a mis compañeros de armas». Mola, Queipo, el Yagüe de Badajoz, podían haber dicho lo mismo.
Era una guerra cuya regla de juego era el aniquilamiento inmediato del enemigo, como Franco y los africanistas llevaron luego a cabo en la península. Y desde su propia perspectiva, una experiencia indisociable de la jefatura de la Legión. Íntimamente sentida. Hasta el final. Cuando en el verano de 1974, para reponerse, le recomiendan caminar en la habitación y no hay modo, todo se resuelve al serle puesta la música de El novio de la muerte. El anciano se pone a desfilar.
«Acabar con la Antiespaña era su razón de ser, la lucha de lo español contra lo extranjero y cerraba el círculo el catolicismo»
El pragmatismo que muchas veces guía a su actuación política, oculta la continuidad de fondo, hasta sus últimas decisiones, frías, implacables y dictadas siempre por la ejemplaridad. Como antes para el legionario fusilado de Uad-lau, llegó el caso del «un vasco más» requerido por él ante el Consejo de Ministros en septiembre de 1975 para las últimas ejecuciones: tres del FRAP y solo uno de ETA deshacían la imagen buscada de represión inexorable y equilibrada. El citado episodio de las cabezas de harqueños había respondido a la misma lógica: demostrar a los «enemigos» y a sus propios hombres que llegado el caso, era necesario responder a la barbarie con la barbarie.
Según el clásico ensayo de Juan J. Linz sobre el régimen de Franco como autoritario, el franquismo tenía límites predecibles, algo que ese septiembre negro desmintió, y carecía de ideología propia. Son errores incluidos en una propuesta metodológica, por otra parte fundamental. Obviamente Franco no era Churchill, pero sus ideas eran bien claras y terminantes. Todo el argumento de Raza lo refleja, lo mismo que sus «palabras» de la guerra, rechazando de entrada que aquello fuera «una simple sublevación militar»: «Es la lucha de la Patria contra la Antipatria y no tiene otra solución que el triunfo de los principios puros y eternos sobre los bastardos y antiespañoles». Planteamiento de fondo que mantuvo hasta los fusilamientos de septiembre de 1975.
Acabar con la Antiespaña era su razón de ser, la lucha de lo español contra lo extranjero —«la España bastarda, afrancesada y europeizante»— el sentido histórico de la «revolución española» y cerraba el círculo el catolicismo, «crisol de nuestra nacionalidad», base religiosa de la mentalidad y de las costumbres contra «las doctrinas disolventes», el laicismo y el comunismo.
La carga arcaizante de ese nacionalismo afectaba en cambio al alcance de sus previsiones de aproximación a «los regímenes totalitarios», que acabó desembocando en el intento de restaurar una monarquía tradicional, dinástica, donde lo único claro era el rechazo a toda vuelta a «las instituciones liberales que han envenenado al pueblo». De momento y durante un cuarto de siglo, el patrón de la guerra se mantuvo, la represión del vencido fue militar, y la camisa de fuerza totalitaria se aplicó a la acción policial y al control ideológico. «Todo el tinglado que está armado —resumía su primo en 1955— solo se sostiene por Franco y el Ejército».
«Franco no era un inquisidor activo para la sociedad civil. Se conformaba con que imperara un orden estricto en el país»
Luego, en los felices sesenta, renacieron cierto pluralismo y expectativas de cambio. A diferencia de su lugarteniente, Carrero Blanco, Franco no era un inquisidor activo para la sociedad civil. Se conformaba con que imperara un orden estricto en el país, lo mismo que en su cuartel. Siempre el orden contra el caos, su justificación del 36. Pero de cara al futuro, se mantenía el cierre. En las conversaciones con Pacón, entre cacería y cacería, Franco reitera la confianza en el Consejo del Reino como baluarte para impedir una desviación liberal a cargo de su sucesor. Y bien tuvo que empeñar su habilidad Torcuato Fernández-Miranda a su muerte para sortear ese obstáculo.
Excluía que el sucesor pudiese reproducir su posición excepcional de poder. Juan Carlos I contaba en julio de 1988 la anécdota de que tras someterse y jurar los principios del Movimiento, solicitó de «mi general» permiso para entrenarse y asistir a los consejos de ministros. Acabo de contarla en otro lugar, pero aquí resulta imprescindible. La respuesta fue dilatoria: «No se preocupe Alteza», refería el rey mimando la vocecilla del dictador, «no se preocupe, que cuando llegue a reinar todo será diferente». Para eso estaba Carrero Blanco.
Puesto a dar las claves de su comportamiento político, Francisco Franco nos informa de la importante enseñanza que había recibido de sus enemigos rifeños, cuya firmeza en la contienda y lealtad en el 36 nunca olvidó. Ahí estuvo como testimonio su Guardia Mora, hasta la independencia de Marruecos. Lo explica en las páginas finales del Diario de una bandera para su etapa legionaria, pero él siguió ateniéndose siempre a la pauta aprendida. En la lucha, para vencer, era preciso saber manera, conjugar la astucia y el engaño de un lado, y la violencia máxima, sin atenerse a las reglas establecidas. En Francisco Franco y su tiempo, L. Suárez Fernández reseña esa táctica utilizada para destruir a sus oponentes en los años 40: seguir los movimientos del adversario, para luego lanzarse contra él sin piedad, «clavarles los dientes hasta el alma».
La premisa era, no obstante, la cautela. Lo mostró desde los primeros pasos del levantamiento de julio del 36, y también en la secuencia de las entrevistas con Azaña y con Casares Quiroga, acompañadas de la prudencia hasta unirse a la conspiración, para luego entregarse a fondo, desde su culto a la muerte, a la puesta en práctica del Alzamiento.
En vísperas de la Victoria en el 39, sirve de nuevo ejemplo el contraste entre sus promesas de generosidad y perdón para «quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre», con la promulgación de la ley de Responsabilidades Políticas, dirigida en sentido estrictamente contrario a ampliar y agravar al máximo el campo y la intensidad de la represión. La «operación quirúrgica», anunciada por él durante la entrevista con el embajador francés Jean Herbette, en noviembre de 1935, debía durar hasta la extirpación total de la Antiespaña.