The Objective
Santi González

Franco, hace 50 años

«Sánchez es tan imbécil como lo era yo hace cincuenta años. Los aniversarios de los fallecimientos solo deben celebrarse en recuerdo y homenaje a los difuntos»

Opinión
Franco, hace 50 años

Francisco Franco en la que sería su última aparición pública, el 1 de octubre de 1975. | Europa Press

Cincuenta años ya. Tengo vivo el recuerdo de aquella mañana en que me desperté con la noticia del hecho biológico que después fue confirmado por Arias Navarro: «Españoles, Franco ha muerto». Yo, que entonces era idiota, descorché un benjamín de cava que tenía guardado para la ocasión y brindé conmigo mismo por el suceso. Un par de años más tarde oí a Felipe González que él no había celebrado la muerte de Franco y comprendí mi mezquindad. Hubo otro socialista, Alfonso Garrido, que emitió un juicio razonable: «Celebrar el hecho biológico es confundir lo que significó la muerte de Franco. Lo que hay que celebrar es la Constitución». 

Son excepciones. Sánchez y los miembros del sanchismo son tan imbéciles como lo era yo hace cincuenta años. Los aniversarios de los fallecimientos solo deben celebrarse en recuerdo y homenaje a los difuntos, nunca como uno de los misterios gozosos del rosario. Al convocar a la fiesta del medio siglo del óbito del dictador, Sánchez incurre en una estupidez sin parangón entre todos los gobernantes del mundo. No se imagina uno al canciller alemán echando las campanas a vuelo por el 80 aniversario de la muerte de Hitler, al primer ministro italiano por lo de Mussolini, al presidente de Chile por el 19º aniversario de Augusto Pinochet.

La muerte de Franco no supuso la conquista de la libertad. Sí lo fue la Constitución, como afirmaba Garrido. En todo caso, el comienzo de la libertad fue la coronación, 48 horas después, de Juan Carlos I, el hombre que la hizo posible mediante una operación de filigrana, que tuvo tres autores principales: El rey, Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda, el guionista de la Transición.

Por eso me parece que es inaceptable la exclusión de Juan Carlos I en este pandemónium que ha organizado Pedro Sánchez. La aceptación por Felipe VI es, desde mi punto de vista, el peor error cometido por el rey en sus 11 años al frente del Estado, que constituyen una sucesión de aciertos con esta única excepción. Su mayor acierto fue en mi opinión el discurso del 3 de octubre de 2017, emparentado con el que hizo su padre la noche del 23-F.

El final del reinado de Juan Carlos fue una sucesión de errores —relacionados sustancialmente con mujeres y dinero, que nos podría haber ahorrado—, pero eso no impide reconocer el papel que jugó como artífice de la Transición.

Alguna vez he contado que el rey Juan Carlos me hizo declinar mis juveniles veleidades republicanas para aceptar la monarquía como elemento de moderación. El mal menor acaba siendo un bien mayor por falta de alternativas.

Hay una secuencia al final de Annie Hall que explica mi posición al respecto: el chiste que cuenta Alvy Singer al final de la película, de un señor que le dice al médico: «Doctor, mi hermano cree que es una gallina». El médico le replica: «Tráigalo para que lo internemos» y el hombre: «Yo ya lo haría, pero ¿sabe? Necesitamos los huevos». Eso me pasa a mí con la monarquía: que necesito los huevos del impulso moderador de la corona. Basta imaginar que el jefe del Estado fuera Pedro Sánchez, no les digo más.

Pero hace ya 50 años de la muerte de Franco y esta circunstancia ha permitido que se revele en todo su esplendor lo más majadero del corral patrio, gente cuya nostalgia hizo decir a Antonio Banderas: «Tengo la impresión de que en 1985 Franco llevaba más tiempo muerto que ahora». Hablo de esa izquierda que lucha contra el franquismo como un mal de presente mientras considera que ETA es pasado y no tiene sentido hablar de ella desde 2011, pongamos que hablo de Patxi López.

Hablaré una vez más por mí, pero creo que todos los antifranquistas compartimos sentimiento: yo odiaba a Franco, como odiaba a Pinochet, porque ambos eran la encarnación del mal de mi tiempo. No a Hitler o a Mussolini que llevaban muertos varios años cuando nací yo. Pero la dictadura nos dolía un poco menos al día siguiente del hecho biológico y al día siguiente un poco menos y un poco menos al siguiente y así sucesivamente.

Medio siglo después ya no sentimos la comezón de la dictadura, aunque conservamos la memoria de los hechos, nuestra memoria personal e intransferible, no la memoria histórica que consiste precisamente en el olvido del abuelo de Pedro Sánchez, desertor y legionario a las órdenes de Franco, o de cualquiera de los dos abuelos de Zapatero, médico franquista el materno y capitán republicano el paterno, Juan Rodríguez Lozano, que reprimió a las órdenes de Franco y en nombre de la República a los asturianos alzados en armas en el 34.

Sánchez ha olvidado a su abuelo Pérez-Castejón y a los cuatro los recordaba como analfabetos para hilvanar así su relato y sus ideas sobre la educación. Zapatero solo recordaba de los suyos el fusilamiento del capitán Rodríguez Lozano.

El 20 de noviembre es, por otra parte, una fecha marcada por los obituarios: el 20-N del 36 fue fusilado en Alicante José Antonio Primo de Rivera. El mismo día murió en el frente del Guadarrama el líder anarquista Buenaventura Durruti y un 20-N de 2011 murió Javier Pradera.

Zapatero tuvo una de sus ocurrencias, convocando unas elecciones generales un 20-N, pensando quizá que los españoles votarían contra el recuerdo de Franco. Craso error. Los votantes otorgaron al PP una rotunda mayoría absoluta. Algo parecido le está pasando a Pedro Sánchez con el estúpido trasiego de sus restos. Más le valdría haber observado el dictamen de Rafael Azcona: «Los muertos no se tocan, nene». Se quejan ahora de que los jóvenes idealizan la figura del dictador, pero no deberían. Han sido ellos los inductores.

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