Matar al padre
«No deja de ser irónico que la primera generación, la mía, que ha vivido siempre en democracia (y que nada tuvo que hacer por conseguirla) ya quiere impugnarla»

El dictador Francisco Franco visita Sevilla en 1961 para acudir a una misa. | Europa Press
Hasta ahora, la visión dominante acerca de nuestro pasado podía resumirse de la siguiente manera: la larga lucha que supuso en España la llegada de democracia (por ejemplo, España 1808 – 1996. El desafío de la modernidad, de Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox). Sin embargo, la postura que asoma tras el sinfín de actos y homenajes organizados por el Gobierno es sensiblemente diferente: aquella lucha fue, en cierta manera, infructuosa.
No deja de ser irónico. Doscientos años de historia contemporánea plagados de pronunciamientos militares, de monarquías y repúblicas truncas, de conflictos civiles, y la primera generación, la mía, que ha vivido siempre en democracia (y que, por tanto, nada tuvo que hacer por conseguirla) ya quiere, de alguna manera, impugnarla.
Hay en todo ello algo de eso que Freud llamó «matar al padre». El asesinato simbólico que los hijos llevan a cabo para liberarse de la autoridad paterna, dando por lo general en unas nuevas reglas, en una nueva moral. La impugnación de la transición incluye un fondo de reproche hacia nuestros mayores (con la complacencia de muchos de ellos, todo sea dicho). Es como si les dijéramos: «Fracasasteis en aquella labor. No acabasteis la obra. Nos toca a nosotros sanar las heridas que nunca tuvimos, curar los traumas que no sufrimos. Nos toca a nosotros, que nunca le conocimos, acabar definitivamente con Franco».
Este domingo el diario El País dedicaba su portada (un Franco proyectando una alargada sombra) y un número especial a la figura del dictador. Extracto aquí parte del editorial dedicado a dicho asunto: «Es verdad que el franquismo no desapareció de las instituciones, y que creó una élite que parasitó el Estado y que durante años ha seguido ocupando parcelas de poder fundamentales».
Se da así carta de naturaleza a unos postulados historiográficos que solo puedo calificar de populistas. ¡El franquismo seguiría existiendo en nuestras instituciones! Algo que, si bien ya fue sugerido en el pasado por autores como Vicenç Navarro o Josep Fontana, ningún historiador mediamente serio se atrevería hoy a apoyar.
«Medio siglo de historia social despachado de un plumazo. Las élites prevalecieron. El franquismo habría sobrevivido»
Una de las consecuencias de poner el acento en unas muy secretas élites franquistas —que muy apropiadamente enlazarían con la actual oposición política al Gobierno— es ignorar la labor de los muchos actores que participaron en la transición. Lo dijo Santos Juliá, alguien que sin duda ya vio las orejas al lobo: «Transición fue libertad, amnistía y Estatutos de Autonomía reivindicados desde la calle. Y transición fue negociación y pactos en despachos e instituciones».
Movimientos sociales, sindicatos y obreros, estudiantes y partidos políticos, y una ciudadanía española —¿hay que recordarlo?— que el 15 de junio de 1977 votó libre y mayoritariamente por elecciones democráticas, bien, pues todos ellos habrían fracasado. No hubo ruptura. Medio siglo de historia social despachado de un plumazo. Las élites prevalecieron. El franquismo habría sobrevivido, como esos malos de las películas que, habiendo fallecido, reaparecen de manera inverosímil en una mala secuela.
¿Por qué creo que dicha postura es peligrosa? Porque de alguna manera afirma que nuestra democracia es espuria, que tiene un pecado de origen, que el franquismo habría continuado por otros medios, expandiendo secretamente sus zarcillos por entre nuestras instituciones, lo cual no sería sino paso previo para matar definitivamente al padre, es decir, para pedir una reforma, un cambio político y —¿por qué no?— una purga de aquellos elementos adheridos, extraños, al cuerpo verdaderamente democrático de la nación.