Intento formular mi experiencia del franquismo
«La Constitución de 1978 se construyó contra Franco y el franquismo. Mienten los que dicen lo contrario. De la triste dictadura se pasó a la alegre democracia»

Prensa anunciando la muerte de Franco.
Yo tenía exactamente nueve años y medio cuando murió Franco, pero ni siquiera fui un niño de derechas: el franquismo ni me rozó. Mi bloque estaba en uno de los sitios en que terminaba la ciudad y hacíamos vida tanto en la barriada como en los descampados con un indeleble espíritu anarquista, por no decir gloriosamente salvaje. Tuve la suerte de no padecer adoctrinamiento ni político ni religioso, ni en la familia ni en la escuela.
La tele nos lo daba todo y Franco solo aparecía en la tele en los aburridos Telediarios, que ni mirábamos. Sí teníamos que mirar el NoDo, a la espera de la película en el matinal o el cine de verano, y allí salía un Franco algo más dinámico, que asistía a eventos deportivos e inauguraba cosas, a diferencia del viejecillo estático de las noticias, un abuelete un tanto insípido que, sin embargo, tomábamos como un personaje más de la tele, solo que uno al que no teníamos ganas de ver como a Locomotoro, Pippi o la perrita Marilín.
Su verdadera presencia cotidiana para nosotros era en las monedas, que nos quemaban las manos, porque en cuanto nos caía una corríamos al kiosco a cambiarla por poloflanes, soldaditos, chicles bazookas o cromos (en Málaga decíamos estampas) de futbolistas. Sí nos sorprendía que aquel perfil un tanto regordete se correspondiera, nos decían, con el viejo escuálido de la televisión. No lo reconocíamos.
Solo vi fotos del Franco joven en el primer fascículo de la colección que mi padre empezó a comprar: Los españoles. Colección en que también aparecieron El Cordobés, Picasso, Massiel y Dalí. De este salía un dibujo de niño con una rata en la boca. Franco era eso: el primero de toda colección de ese género que, por el espíritu de la época, derivaba en pop. Sabíamos, claro, que era el que mandaba. En este sentido, algo nos debieron de inocular; o tal vez fue por inercia. El efecto en todo caso era de carácter familiar: ya digo, Franco nos parecía una especie de abuelo. Entrañable pero sin calor: ni lo queríamos ni lo dejábamos de querer.
Entonces se puso malo. Se abrió un tiempo eterno, como todos los del niño, en que se me entremezclan ya los partes médicos reales con las fotos posteriores del Interviú. Sí son inequívocamente de los últimos días los chistecillos de mis padres y mis tíos. Los pequeños nos sumábamos a las risas, aunque no entendíamos muy bien de qué iba aquello. Solo me acuerdo de uno en que el personaje cantaba una sevillana famosa (veo ahora que es justo de 1975): «No te vayas todavía, no te vayas, por favor». Algo regocijaba a los adultos y no entendíamos qué.
«No recuerdo emoción, ni mucho menos lágrimas, por la muerte de Franco. Era algo como irreal»
Aquel periodo acabó la mañana del jueves 20 de noviembre, hace hoy 50 años. Mi madre me llevaba a la escuela y, al ir a bajar las escaleras de los eucaliptos, nos cruzamos con otra madre que subía con su hijo. «Que no hay colegio, que se ha muerto Franco». En la tele salían grabaciones de desfiles y música militar, imágenes de Franco en la guerra (¿cuándo nos habían hablado de la guerra?), y en mi memoria hay también dibujos animados y cine cómico, pero esto tuvo que ser ya cuando las elecciones de 1977. Lo de Arias Navarro no lo recuerdo en directo. Luego salí a dar una vuelta con el Antoñito y las calles estaban vacías. Nunca habíamos hecho la piarda, pero la sensación era de estar haciendo la piarda. Mi amigo me habló de «los regimientos» que habían salido en la tele, y en ese instante aprendí la palabra «regimiento».
Después vino el entierro y la coronación del príncipe (de este había otro fascículo, el segundo, de Los españoles). A mi abuelo le impresionó aquello que le decían a Juan Carlos al final de la ceremonia: «Si así lo hiciereis, que Dios os lo premie, y si no, que os lo demande». Repitió, como hacía a veces, lo último: «que os lo demande». No recuerdo emoción, ni mucho menos lágrimas, por la muerte de Franco. Era algo como irreal, aunque con una dimensión histórica que estaba en el ambiente. Nada que ver, desde luego, con la muerte que nos golpeó un mes y cinco días más tarde: la de mi abuela, que llevaba semanas ingresada. Por esta muerte, y porque mi abuelo se vino a vivir con nosotros y en la casa faltaba una habitación, nos mudamos en el verano de 1976.
Mi pequeño reino afortunado se quedó así encerrado en una burbuja: aquella barriada de Las Flores, un espacio con un tiempo específico, a la que regreso muy de tarde en tarde para que no se disipe el elixir.
«Solo años después me di cuenta de algunos indicios de la dictadura (tampoco recuerdo cuándo se empezó a decir esta palabra)»
Solo unos años después, atando cabos, me di cuenta de algunos indicios de la dictadura (tampoco recuerdo cuándo se empezó a decir esta palabra). Unos estudiantes universitarios corriendo, huyendo de algo que no llegamos a ver. Los adultos hablando en el rincón de alguna reunión familiar de un conocido de ellos al que la policía le había metido la cabeza en un cubo de agua. Una frase del abuelo del Antoñito después de que este dijera, en una discusión, que podía decir lo que le diera la gana: «Si uno pudiera decir lo que le diera la gana…».
La Constitución de 1978 se construyó contra Franco y el franquismo. Mienten los que dicen lo contrario. No se ocultó nada. Se habló abundantemente de la dictadura y de la Guerra Civil. Otro coleccionable de mi padre fue el de Hugh Thomas, que empezó a publicarse en 1979.
Los niños de entonces llegamos a saberlo todo. Pero de la triste dictadura se pasó a la alegre democracia y esta fue la que se impuso anímicamente. Ayudó que la alegría ya la traíamos. Nuestra niñez alegre se hubiera topado en la adolescencia, como las generaciones anteriores, con el anticlimático franquismo. Por fortuna nos acoplamos a una exaltante democracia, en la que mantuvimos la corriente de nuestra alegría.