Noviembre de 1975: la guinda del pastel
«Había euforia, y con razón: no se sabía por qué extraños vericuetos andaríamos en los próximos meses, pero su muerte nos conducía inevitablemente a un cambio»

Portadas de la prensa nacional el 20 de noviembre de 1975. | EFE
Ayer hizo cincuenta años que mi mujer y yo cenamos en casa de Ricardo Pérdigo y Antonia Kerrigan, unos íntimos amigos. Buena parte de la conversación giró en torno a Franco, ya moribundo pero todavía vivo. ¿Cómo es que no se muere todavía? Volvimos a casa y nos acostamos. A las ocho de mañana sonó el teléfono de la mesilla de noche, era Ricardo: «Ya está, ha muerto, es oficial, lo dice la radio». Salto de la cama: «¡Por fin!». El momento tan esperado había llegado.
Todo el día hablando con unos y con otros, poniendo la radio y la televisión. Por la noche lo celebramos en una pizzería. Encontramos una pareja de amigos: «Qué, hoy champán, ¿verdad?», les digo. Terror en su rostro: «¡Calla, cuidado, no hables tan alto!». Había miedo todavía. Pero el ambiente era tranquilo y culminamos la cena brindando con lo que estaba previsto.
No pudimos evitar la alegría. Sí, alegría, júbilo, no puedo decir otra cosa, no puedo repetir aquello tan correcto —en mi caso sería hipócrita— de que nunca debemos contentarnos con la muerte de otro ser humano. ¡Tanto tiempo esperando! Había euforia, y con razón: no se sabía por qué extraños vericuetos andaríamos en los próximos meses, pero la muerte de Franco nos conducía inevitablemente a un cambio político que solo podía ir en una dirección: era la guinda que culminaba los demás cambios, lo único que faltaba.
Porque el cambio en España se había iniciado mucho antes. Ese período histórico que llamamos franquismo no puede comprenderse si no diferenciamos sus diversas etapas. La última había empezado unos quince años antes. En primer lugar, los cambios económicos. El Plan de Estabilización de 1959 supone el paso de un sistema autárquico, de aislamiento, a una economía integrada en el mundo occidental. Había intentos anteriores, los pactos con EEUU de 1953, por ejemplo, el comienzo de las inversiones extranjeras, la entrada en la ONU. Pero en 1959 quedó claro de la posición de España daba un giro radical sin vuelta atrás posible.
Ello dio lugar a cambios sociales de gran trascendencia en los años sesenta. Primero, la emigración campo ciudad, empezaban la España vacía y los grandes núcleos urbanos: Madrid, Barcelona, Bilbao, Zaragoza, Valencia, Sevilla… Segundo, la emigración a Francia, Bélgica, Alemania, Suiza… Mano de obra barata en Europa que, sin embargo, con renuncias indecibles, enviaba dinero a sus familiares que se habían quedado en España, unas divisas que permitían comprar bienes de equipo que no se fabricaban en España. ¡A esos sacrificados emigrantes les debemos tanto!
«Otra fuente crucial de divisas fue el maná que nos vino del turismo, de repente el sol y la playa se convirtieron en fuentes de riqueza»
Por último, otra fuente crucial de divisas fue el maná que nos vino del turismo, de repente el sol y la playa se convirtieron en fuentes de riqueza: siempre habían estado ahí, pero el milagro económico europeo también las transformó en dinero. Todos estos factores económicos cambiaron la estructura social: un nuevo tipo de empresario, de obrero y de campesino, además de una creciente clase media. Una sigilosa revolución social en pocos años.
Pero, además, ligado a todos estos cambios sin posible marcha atrás, se inició una revolución cultural y política. La Iglesia también contribuyó a ello: los curas obreros, el Concilio Vaticano II, una nueva mentalidad religiosa que se alejaba del nacionalcatolicismo carca y reaccionario y nos acercaba sin sobresaltos a la laicidad. Una universidad enfrentada al franquismo, los turistas con su influencia en las costumbres, los viajes de españoles a la Europa democrática, también se transforma la mentalidad de los trabajadores emigrados, cinefórums, salas de arte y ensayo, un mundo intelectual que daba la espalda al Régimen.
Revueltas estudiantiles y movimiento obrero que penetraba en el sindicalismo sindical oficial. En 1964 se constituye Comisiones Obreras, comienzan a aflorar partidos clandestinos, la ley de prensa de 1966 no da libertad de expresión, pero permite que se perciban corrientes políticas más allá del Movimiento Nacional. La oposición se reorganiza y confluye en plataformas unitarias para certificar la reconciliación nacional.
Entre 1959 y 1975 cambió todo menos una cosa: las instituciones políticas. Había un nudo gordiano que había que cortar: era Franco, que pretendía tenerlo todo atado y bien atado. Con su muerte podía empezar a deshacerse ese gran nudo, esa dictadura política todavía existente a la que todo lo demás se le había escapado de las manos.
«El rey Juan Carlos I, al que se le llamaba «El Breve», y yo el primero, fue el más listo de todos»
Hoy hace 50 años, el 20 de noviembre de 1975, nadie sabía de cierto cómo debía procederse a ese último cambio, esa guinda que debía culminar un pastel totalmente transformado. Unos querían la ruptura clásica, eso es, un nuevo 14 de abril. Otros la reforma, un cambio lento y suave de las Leyes Fundamentales hacia formas más o menos democráticas. Unos terceros, el inmovilismo más absoluto: aquí no se mueve nadie, después de Franco las instituciones… por supuesto franquistas.
Pero había, en este caso, unos cuartos inesperados con un modelo nuevo: una ruptura pactada, de la ley a la ley, una transición pacífica. Desde luego con vencedores y vencidos, pero sin enfrentamiento civil de por medio. Y en esta vía una persona clave: el rey Juan Carlos I, al que se le llamaba «El Breve», y yo el primero, pero que fue el más listo de todos y con una rara inteligencia, además de pocos pero buenos consejeros, consiguió en muy poco tiempo lo que parecía imposible.
El 22 de noviembre fue proclamado rey; pronunció un discurso en que era más importante por lo que calló que por lo que dijo: ni una alusión a los principios del Movimiento Nacional; confirmó a Arias Navarro como presidente del Gobierno, pero solo por un tiempo: a los siete meses le cesó tras advertirle públicamente que desaprobaba sus planes; había nombrado previamente a su estratega de guardia Torcuato Fernández-Miranda como nuevo presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, lo cual le permitió lo más sorprendente: designar como nuevo presidente al hasta entonces ministro del Movimiento Adolfo Suárez.
A partir de ahí, se puso en marcha el mecanismo más inteligente para cambiarlo todo: la Ley para la Reforma Política que permitió unas elecciones libres y un proceso constituyente. Esta fue en sustancia la transición. España se había transformado antes, pero faltaba la guinda que culminara el proceso de cambio total. La muerte de Franco hace 50 años permitió ese detalle final y al frente del Estado estaba una persona inteligente que quizás no fue el autor del guion, pero supo interpretarlo a las mil maravillas: Juan Carlos I.