La verdadera naturaleza del franquismo
«Hoy el franquismo no tiene la menor vigencia política y, si tiene un residuo de ella, se debe al prestigio que le presta el impostado antifranquismo del sanchismo»

Ilustración de Alejandra Svriz.
Nunca fui hombre de partido. La única organización política a la que pertenecí fue una entidad estudiantil hoy totalmente ignorada, la Agrupación Socialista Universitaria (ASU), fundada por un grupo de estudiantes algo mayores que yo, y que pronto se escindió entre socialistas y comunistas. Los comunistas fueron expulsados y quedamos cuatro gatos. Quizá los más conocidos ahora serían Miguel Sánchez-Mazas, Luis Martín Santos y Paco Bustelo. Éramos cuatro gatos, pero dimos bastante guerra al régimen franquista en nuestro ámbito universitario. Yo llegué a ser elegido democráticamente delegado del SEU (la organización estudiantil teóricamente falangista) en mi Facultad, Derecho, y durante mi mandato intentamos democratizar lo más posible la vida académica, organizamos alguna huelga e hicimos un poco de sindicalismo no vertical.
Al cabo de pocos meses, la policía me detuvo en mi casa, y, con algunos otros compañeros de la ASU, conocí por dentro la cárcel de Carabanchel, fui acusado de «organización y propaganda ilegal», juzgado, y condenado a dos años de cárcel, condena que fue suspendida condicionalmente. Mi abogado defensor fue mi profesor y amigo Manuel Jiménez de Parga, que luego fue ministro de Trabajo durante la Transición y más tarde presidente del Tribunal Constitucional. Eran otros tiempos. Cuento esto para que quede claro que yo no tenía ninguna simpatía por la dictadura franquista y que estaba dispuesto a ir a la cárcel y jugarme la carrera y el porvenir con tal de actuar y manifestarme en su contra. Y, desde luego, no era el único. Entre los estudiantes no éramos una mayoría, pero los antifranquistas sí éramos el grupo más activo.
En la cárcel medité bastante y llegué a la conclusión de que yo no era político, sino intelectual. Acerté. Demostré conocerme a mí mismo. Terminé la carrera y me fui a estudiar Economía e Historia en Estados Unidos, de donde no volví definitivamente hasta el fin de la dictadura. Estando en Estados Unidos me enteré de la muerte del dictador el día 19 de noviembre, gracias a la diferencia de hora. Recuerdo que abrí una botella de champán y llamé a mi hermana para darle la noticia. Aunque la desperté, me agradeció la llamada. Inmediatamente, tomé el avión para volver a España y participar en los festejos.
Desde entonces he sido estudioso y catedrático en España, y uno de los temas de mi interés ha sido explicar por qué mi país soportó durante casi cuarenta años la dictadura de un general de voz atiplada y totalmente carente de carisma. En mi reciente libro sobre las grandes revoluciones puede encontrar el lector un esbozo de explicación. Porque lo que yo no sabía en mis años mozos, pero advertí más tarde, es que, junto con mis contemporáneos, estaba viviendo un capítulo de la revolución española. La verdadera revolución española tuvo lugar en el siglo XX; las del siglo XIX no fueron verdaderas revoluciones, sino conatos, pronunciamientos y golpes de Estado, algunos de ellos acogidos con entusiasmo por el pueblo, pero que cambiaron muy poco las cosas. Por eso se repetían una y otra vez. La verdadera revolución comenzó aquí tras la Primera Guerra Mundial y concluyó con el acceso de España a lo que hoy se llama la Unión Europea.
La dictadura de Franco fue un capítulo de esa revolución, como lo fueron el llamado Trienio Bolchevique (1919-1921), la dictadura de Primo de Rivera, la segunda República, la Guerra Civil, la Transición a la Democracia, y su posterior consolidación. La dictadura de Franco tiene raíces netamente españolas: basta referirse a sus predecesoras, la mencionada dictadura de Primo, la semidictadura de Narváez, y los pronunciamientos de varios otros generales (Espartero, O’Donnell, Prim, Serrano, Pavía, Martínez Campos…) en ese accidentado, pero económica y socialmente estático, siglo XIX español.
«Franco era muy consciente de que el recuerdo de la Guerra Civil era un poderoso talismán para su permanencia en el poder»
Pero el franquismo tiene asimismo puntos en común con fenómenos internacionales. Otras revoluciones anteriores, en otros países, también conocieron un capítulo autoritario, como el «protectorado» de Cromwell en Inglaterra, los regímenes bonapartistas en Francia, el autoritarismo de Bismarck, el fascismo de Mussolini, la dictadura de Stalin, o el porfiriato en México. Tras las turbulencias revolucionarias de uno u otro signo, la sociedad aceptaba perder su libertad en aras de la tranquilidad y el orden.
Madame de Staël, que vivió la Revolución francesa y escribió sobre ella páginas brillantísimas, lo expresó muy claramente: «El sortilegio más poderoso utilizado por Bonaparte para establecer su poder es el terror que inspiraba el nombre mismo del jacobinismo». El ala extrema de los jacobinos había impuesto el terror para mantenerse en el poder por medio de la guillotina, y el recuerdo de ese terror permitió que, años más tarde, se aceptara con alivio la dictadura bonapartista.
Algo parecido percibía yo en mi adolescencia: mi familia y sus amistades, gente de clase media, con formación universitaria, muchos de ellos educados en la Institución Libre de Enseñanza, detestaban el franquismo, pero lo consideraban un mal menor después de los horrores de la Guerra Civil. Y muchos de ellos, republicanos, reconocían los tremendos errores que habían cometido sus partidos durante la Segunda República, que habían contribuido al estallido de la Guerra Civil, cuyo recuerdo era para el franquismo el mismo sortilegio que el recuerdo del jacobinismo había sido para el régimen napoleónico. En frase de Marx, la historia se repite y la repetición convierte la tragedia en comedia. Yo añadiría, que, muy frecuentemente, es la tragedia lo que se repite.
Franco era muy consciente de que el recuerdo de la Guerra Civil era un poderoso talismán para su permanencia en el poder, y se cuidaba muy bien de traerla a colación a menudo, junto al horror al comunismo. El comunismo estalinista había desempeñado un papel muy importante en el bando republicano durante la guerra, pero la brutalidad de sus métodos y el maquiavelismo de la Komintern repelieron a muchos republicanos: basta leer La forja de un rebelde, de Arturo Barea, para advertir cómo hasta los más acendrados izquierdistas rechazaban los métodos y la disciplina estalinistas.
«No nos hagamos ilusiones: ambos bandos fueron culpables de la guerra»
Ya incluso durante la República y luego durante la guerra, se dieron casos de insignes republicanos, como Ortega y Gasset, Marañón o el propio Barea, que se exiliaron porque no podían soportar la atmósfera irrespirable de la república, que había movido ya muy pronto a Ortega a escribir su famoso «no es esto, no es esto» (Unamuno, en situación parecida, en lugar de exiliarse, se murió). Incluso la lectura de los diarios de Azaña, que llegó casi a personificar la República, revela ya, desde antes del estallido de la guerra, el hartazgo y el desencanto que le producía el régimen del que era presidente. No nos hagamos ilusiones: ambos bandos fueron culpables de la guerra. Siempre recordaré que mi padre, viéndome un día muy entusiasmado con lo que había leído sobre la República, me dijo lapidariamente: «Desengáñate, Gabriel: lo más parecido a la España franquista era la España republicana».
La dictadura de Franco fue un régimen muy duro, tremendamente duro, aunque es innegable que durante sus largos decenios tuvo lugar una cierta evolución de signo levemente positivo. No hay que olvidar que esa dureza proviene de sus orígenes violentos, de su dogmatismo semifascista y de sus postulados antidemocráticos. Tampoco hay que olvidar que, dentro de su rigidez y dogmatismo, el régimen abandonó su carácter fascista totalitario e hizo débiles e incompletos intentos de amoldarse al mundo democrático que triunfó en la esfera atlántica tras la Segunda Guerra Mundial; en el terreno económico estos intentos fueron un éxito; en el político fueron un fracaso.
Al parecer, el propio dictador hubiera querido transitar hacia un régimen menos dictatorial, pero se sentía incapaz de llevarlo a cabo y decidió encomendar esta tarea a su sucesor, como afirma un libro reciente de Guillermo Gortázar. El caso es que la transición se llevó a cabo con éxito pocos años después de su muerte, gracias a la colaboración y buena voluntad de franquistas evolucionistas y demócratas moderados. Pero, como ocurre frecuentemente en España, una transición exitosa deriva gradualmente hacia el fracaso y el caos. Y eso es lo que está ocurriendo, una generación más tarde de la Transición.
Hoy, un demagogo impopular, incapaz de ganar unas elecciones o de aprobar un presupuesto, se mantiene en el poder en un equilibrio imposible, y utiliza el recuerdo de la dictadura de Franco exactamente igual que Franco utilizaba el recuerdo de la República y la Guerra Civil, para justificar su intromisión y lo irregular de su situación. Hoy el franquismo no tiene la menor vigencia política, y, si tiene un residuo de ella, se debe precisamente al prestigio que le presta el impostado antifranquismo del impopular sanchismo. Uno se pregunta qué haría Sánchez sin el fantoche de Franco; estoy seguro de que lamenta no poder desenterrarlo y enterrarlo de nuevo de vez en cuando. En lugar de exhumaciones e inhumaciones alternativas, ha ideado una fantasmagórica serie de actos conmemorativos de su muerte; lo menos malo que puede decirse de ellos es que han pasado inadvertidos; lo peor, sin duda, se diría al saber cuándo han costado.
Parafraseando a Oriana Fallaci, podríamos decir que en España hoy hay dos tipos de franquistas: los franquistas y los antifranquistas. El problema es que estos últimos, aunque menguantes, son más numerosos. Y así nos va.