Menos Franco, más Pasolini
«Viniendo del mismo mundo reaccionario del que provenía Franco, murió en uno nuevo, más libre, tolerante e individualista»

Pier Paolo Pasolini.
También murió en noviembre de 1975, aunque no en su cama, sino en un descampado de Ostia, y no a causa de un paro cardíaco, sino de una brutal paliza. Pier Paolo Pasolini, como Franco, dejó este mundo hace cincuenta años, pero la instrumentalización contemporánea del caudillo ha ocupado todos los espacios, desplazando a los márgenes cualquier homenaje al cineasta. Jordi Corominas ha querido resarcir este descuido publicando su biografía, Las muchas vidas de Pier Paolo Pasolini (Siglo XXI), que ofrece una imagen esférica del personaje, casi una estampa de un siglo en el que un intelectual —porque para Corominas Pasolini fue sobre todo eso, un intelectual que trató de entender su tiempo— tuvo que lidiar con el fascismo, el comunismo, la herencia del catolicismo, el auge del capitalismo y del consumo, del individualismo y del estrellato; con la modernización vertiginosa de la Italia de posguerra y, por supuesto, con la nueva industria creativa, el cine, que marcaría la sensibilidad de Occidente. En Pasolini, en su obra artística y en sus ideas ensayísticas, casi que en su propio cuerpo, se da el choque de todos estos elementos.
Corominas sigue el rastro vital de un personaje con una mentalidad refractaria a la modernidad, que, sin embargo, se convierte en uno de los arietes que destruye el viejo mundo, la moralidad vetusta de la primera mitad del siglo XX, y que moderniza las costumbres. Ese es el drama de Pasolini. Educado en el fascismo y heredero de la tradición católica, nostálgico de la comunidad y del pobre, más aún si era un joven de suburbios, los borgatori que inmortalizó en sus primeras novelas y películas, acabó siendo uno de los protagonistas de la revolución cultural que se llevó por delante el tradicionalismo y la comunidad primaria. Pocos fueron tan divos, individualistas, egoístas y hasta corruptores como Pasolini, y pocos vieron como él la imagen viva de la pureza y del paraíso en la comarca y en la singularidad atávica. Así empezó la vida intelectual de Pasolini, reivindicando el dialecto friuliano que se habla en Casarsa della Delizia, el pequeño pueblo materno donde pasó su infancia. Escribió poesía en el dialecto regional y se adhirió a la sociedad filológica friulana, hasta que sus búsquedas espirituales lo acercaron a una nueva iglesia, la comunista, que se le presentó como la única capaz de suministrar «una cultura verdadera que fuera moralidad».
Del catolicismo al apostolado autonomista y luego al comunista. Y de todas las iglesias expulsado debido a la heterodoxia de sus ideas y a una pulsión sexual transgresora, homosexual y nunca oculta, que lo convertía en disidente a pesar de sí mismo, en la oveja negra que ofendía al redil del que quería hacer parte. Esa parece ser la cruz de Pasolini: el deseo de creer y de pertenecer y la imposibilidad de ceñirse a ninguna norma. La búsqueda de una moral que acaba en inmoralidad, la búsqueda de una pureza que acaba en corrupción, el anhelo de una autenticidad precapitalista que acaba en el consumo de coches de alta gama.
Los márgenes y el Tercer Mundo lo sedujeron por eso mismo, porque allí no llegaba la modernidad corruptora. Y por eso su cine exploró lo sagrado, el pasado y el mito y sorprendió positivamente a la Iglesia, y por eso se regodeó en lo abyecto y en la perdición humana y ofendió a los comunistas. Pasolini tuvo que padecer treinta y tres juicios en una época, previa a mayo del 68, en la que las obras de arte no podían ser obscenas. Y fue gracias a artistas como él que el sistema acabó ablandándose y superando los tabúes del pasado. La transgresión de Pasolini intentaba no ser burguesa ni moderna, pero contribuyó a moldear esa sensibilidad burguesa y moderna. No fueron los comunistas ni los fascistas quienes mayoritariamente entendieron y consumieron su obra, sino los jóvenes intelectualizados que revolucionaron las costumbres y que ampliaron los márgenes de lo que se podía decir, narrar y filmar.
Pasolini es un síntoma de esa civilización latina que se moderniza a su pesar, lanzando exabruptos y obscenidades, mostrando la abyección que nos espera y la nostalgia de lo que creemos haber perdido. Viniendo del mismo mundo reaccionario del que provenía Franco, murió en uno nuevo, más libre, tolerante e individualista. Esa es otra diferencia. Tal vez Pasolini quería, como el caudillo, que el tiempo no avanzara y que la modernidad capitalista no se llevara la tradición y el asombro místico, pero su individualidad transgresora le ganó a sus intuiciones más profundas, a los prejuicios de su padre fascista y a los de la época en la que fue educado. Hoy, cuando los jovencitos vuelven a reivindicar a Franco, la izquierda lo instrumentaliza de forma irresponsable y la nueva derecha exhibe sin pudor su pasado falangista, mejor celebrar al heterodoxo, contradictorio e inclasificable cineasta italiano, mejor más Pasolini y menos Franco.