The Objective
Benito Arruñada

La hipocresía revela la culpa

«Muchos actores políticos saben qué hacer y no lo hacen: una hipocresía que alimenta nuestra crisis cívica y que exige más rigor propio y más tolerancia ajena»

Opinión
La hipocresía revela la culpa

Imagen generada con IA. | Benito Arruñada

A menudo decimos una cosa y hacemos otra, y esa distancia delata más de lo que parece. Cuando buscamos responsables de los males colectivos, tendemos a excluirnos. La excusa más común es vertical: cargamos toda la responsabilidad sobre «los de arriba»políticos y élites— mientras nos presentamos como masas inocentes, víctimas de decisiones ajenas. Pero también practicamos una excusa horizontal. Incluso quien admite que la ciudadanía influye en el deterioro suele situar la falta en el grupo del que no forma parte, sea por ideología («Que disfruten lo votado»), por posición fiscal («Ud. no sabe cuántos impuestos pago») o por identidad (ya sea territorial, lingüística o de género). 

Ambas coartadas no solo revelan complacencia, sino que esquivan la pregunta más incómoda: ¿qué responsabilidad corresponde a cada ciudadano?

Una forma de entender la responsabilidad democrática es verla como la distancia entre la decisión que uno toma —al declarar impuestos, al votar o al informarse— y la que habría sido socialmente deseable, dado lo que sabía y el margen de actuación disponible. Cuanto mayor la distancia, mayor la culpa. Esta solo surge si se cumplen dos condiciones: que el actor conozca, o pueda conocer sin gran esfuerzo, la regla adecuada o el bien común; y que tenga margen para seguirlo. Sin conocimiento ni libertad, no hay culpa. Pero si uno sabe lo que debe hacer, puede hacerlo y no lo hace, se delata.

La distancia entre lo que se dice y lo que se hace indica que el actor intuía la norma correcta y que disponía de alguna capacidad de elección. Fingir que se cumple una regla sugiere que se la conoce, o al menos que conviene parecer que se la cumple. Y si además la incoherencia se justifica con excusas rebuscadas, más claro queda que la falta no fue inocente. 

Esta idea permite ver con más claridad —y menos complacencia— los defectos que atraviesan nuestra vida cívica.

Empecemos por las élites políticas, cuya hipocresía se da por descontada. Gobiernos que prometen institucionalidad y reparten cargos con lógica partidista. Líderes que juran defender la equidad mientras negocian privilegios con minorías situadas por encima de toda ley. Presidentes que proclaman líneas rojas que luego cruzan con desparpajo, como si nunca las hubieran trazado. Parlamentos convertidos en escenarios más teatrales que deliberativos, tan previsibles y rituales como un combate de lucha libre. 

Este patrón alcanza su extremo con el actual Gobierno. En 2023 convirtió la campaña en un referéndum moral contra la extrema derecha para gobernar con el apoyo de fuerzas más extremas: grupos que cuestionan el marco constitucional y han hecho de su erosión su objetivo político. Tras defender reiteradamente la igualdad entre ciudadanos, aceptó cesiones asimétricas de competencias, condonaciones de deuda, una ley de amnistía y blindajes legales de dudosa constitucionalidad, todo a cambio de unos pocos votos en el Congreso. No reconoció la magnitud del giro y lo envolvió en apelaciones a la convivencia. Pero quien proclama una regla y luego actúa contra ella no solo traiciona su palabra: admite, sin querer, que actuó por cálculo, no por necesidad. 

Ese cálculo no es exclusivo del Gobierno actual. También resulta llamativa la hipocresía de quienes lo critican desde su propio historial de deterioro institucional. Felipe González dañó gravemente la separación de poderes al suprimir el recurso previo de inconstitucionalidad y reformar el sistema de nombramiento del Consejo General del Poder Judicial, y aún hoy defiende ambas decisiones como si no hubiera tenido alternativas. Aznar dispuso de mayoría absoluta para revertir aquella erosión, pero la desaprovechó. Y Rajoy, con margen y legitimidad tras su victoria de 2011, optó por la inacción. Todos ellos conocían las reglas que ahora dicen añorar. Tuvieron oportunidad de preservarlas o restaurarlas, pero eligieron no hacerlo. Y hoy practican una hipocresía retrospectiva que, al presentar la deriva actual como una anomalía y no como el resultado del rumbo que marcó González y que sus sucesores no corrigieron, diluye su crítica al sanchismo y aleja a los jóvenes del pacto de 1978. 

Más sutil —pero no menos reveladora— es la ambigüedad de quienes aspiran a gobernar. En 2023, el principal partido opositor prometía «derogar el sanchismo», pero sus propuestas apuntaban más a la continuidad que a cualquier ruptura. Tras fracasar en su intento de formar gobierno, no reformuló su estrategia ni intentó una abstención negociada, y tampoco reconoció errores, atribuyendo el fracaso por completo al adversario.

Esa ambigüedad no ha desaparecido en 2025. El partido afirma que hay mucho que hacer y que sabe hacerlo, pero apenas concreta qué. Esa cautela siembra dudas sobre la voluntad real de actuar: si no explica hoy lo que haría, ¿qué garantiza que lo hará mañana? Máxime cuando justifica la vaguedad alegando que el votante no lo entendería, señal de recelo hacia quien luego debería confiar en ese mismo partido. Así se forma un círculo de desconfianza: el político no habla claro porque teme al votante, y el votante deja de confiar porque nadie le habla claro. También aquí aflora la hipocresía: quien proclama su intención de cambiar, pero evita comprometerse no demuestra prudencia, sino cálculo. Y los antecedentes no ayudan: en 2012, el Gobierno de Rajoy abandonó toda promesa reformista para acometer tarde y mal solo aquello que le exigió la Unión Europea.

Hasta ahora hemos visto cómo la hipocresía revela el margen desaprovechado por las élites. Pero el fenómeno alcanza también al ciudadano común. Cabe distinguir al menos tres formas de hipocresía cívica: la del hacer (decidir mal), la del no hacer (abstenerse) y la del justificar (rebajar la norma social). Las tres comparten el mismo patrón: hay margen, el deber es conocido y, aun así, se elige lo más cómodo.

La primera consiste en actuar contra lo que se sabe correcto. Muchos votantes respaldan candidaturas que contradicen los principios que declaran defender: exigen integridad, pero toleran corrupción; reclaman igualdad, pero buscan privilegios; elogian el mérito, pero operan por enchufe. No es un problema de ignorancia. Es cálculo: se conoce la norma, pero se esquiva cuando estorba al interés propio. 

La segunda es la omisión interesada. Informarse, contrastar, votar o deliberar exige tiempo y esfuerzo. En lugar de asumirlos, muchos caen en el seguidismo tribal, el voto expresivo o el escepticismo afectado. El votante tribal se deja arrastrar por la consigna del grupo, sin atender a méritos ni consecuencias. El expresivo vota para reafirmarse, no para contribuir a la decisión colectiva. Y el abstencionista escéptico protesta porque «todos son iguales», pero no se molesta en comparar, y cae en la misma comodidad que atribuye a quienes sí votan. Es más honesta la abstención de quien, sabiendo que no entiende, decide no votar. Requiere más esfuerzo, la ecuanimidad que el tribalismo; más rigor, la humildad que la pose crítica. Como en los otros casos, existe una norma social y un margen de decisión: la diferencia, la marca cómo se usa. 

La tercera hipocresía es la más insidiosa, porque legitima las anteriores. Consiste en adaptar las creencias a la propia conducta para reducir la disonancia. No se desafía la norma: se la rebaja. Así sucede cuando se relativiza la exigencia en educación, se banaliza el favoritismo en el empleo o en las esperas públicas, o se justifica el desvío de recursos como una práctica generalizada. Con ello se anestesia la culpa. Pero quizá sea la estrategia más dañina, porque no solo encubre la falta: erosiona la norma social que permite juzgarla. Y cuando esa norma se hunde, nos arrastra a todos.

Estas hipocresías parecen menores, pero cuando se repiten en millones de decisiones individuales acaban produciendo buena parte de los males que luego denunciamos. No se trata de repartir culpas por igual. Se trata de reconocer que, mientras sigamos exigiendo más a los demás que a nosotros mismos, el sistema será frágil y vulnerable al oportunismo. La idea de que «si la culpa es nuestra, también lo es la solución» puede parecer pesimista si se interpreta como un reproche a los otros y se da por hecho que no van a cambiar. Pero su sentido es más incómodo y más fértil: no señala a los demás, sino a todos, pues todos acumulamos fallos —de acción, de omisión o de incoherencia—. Y esa imposibilidad de medir con precisión quién ha sido más responsable —que nos obliga a ser tolerantes con el error ajeno— no excusa la inacción.

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