The Objective
Ricardo Cayuela Gally

Todo estaría perdido

«Las tres salvaguardas democráticas –los jueces, los periodistas y el líder de la oposición– presentan algunos problemas y cumplen su función a medias»

Opinión
Todo estaría perdido

Ilustración de Alejandra Svriz.

La arquitectura política española tiene deficiencias, pese a ser una democracia plena y estable. Unas son inherentes al modelo y otras solo se manifiestan con la mala praxis. La primera deficiencia es que el poder ejecutivo y el poder legislativo son lo mismo. No hay una separación real, en tanto que el presidente del Gobierno es la cabeza de la lista más votada, y sus acciones dependen de contar con una mayoría parlamentaria que le permita gobernar. El rey es una figura neutral y protocolaria, como sucede en las monarquías parlamentarias. Su poder es simbólico. Las leyes lo inhabilitan para actuar en una dirección u otra. El poder presidencial es enorme, ya que muchos cargos y decisiones se toman desde ahí, y su exposición pública es muy alta, con el aura favorable que acompaña a todo gobernante en el poder y con poder efectivo.

Esto hace que sea muy difícil derrotar a un presidente en funciones, que además tiene la prerrogativa legal de convocar elecciones en el momento que más le convenga, con la única limitante de un plazo máximo de cuatro años. Por eso, en España ningún presidente en la era democrática ha sido derrotado en las urnas: ni Adolfo Suárez (que renunció antes de presentarse a la reelección), ni Calvo-Sotelo (que no se presentó a una nueva elección tras su mandato), ni Aznar (que no se presentó a la reelección tras cumplir su promesa de solo permanecer ocho años en el cargo), ni Zapatero (que decidió no optar a un tercer mandato), ni Rajoy (derrotado en una moción de censura, no en las urnas). Solo González perdió en una elección, en la que tenía todo en contra: perder el primer debate con Aznar; la corrupción, con el caso Roldán como emblema, y el escándalo de los GAL, la guerra sucia contra ETA. Aun así, perdió por la mínima, y de haber querido, podría haber organizado un gobierno Frankenstein como el de Sánchez para mantenerse en la Moncloa.

Ante este panorama, los contrapesos verdaderos con que cuenta el sistema político español son tres: el rol institucional del líder de la oposición —que le permite jugar un papel eficaz de sombra del Gobierno y tener un espacio destacado en el debate parlamentario—, la independencia del poder judicial y la libertad de expresión que ampara, o debería amparar, una prensa libre y crítica.

Es cierto también que el verticalismo centralista del franquismo llevó a los padres de la Constitución a diseñar un sistema de reparto de poder territorial, aunque sin dejarlo delimitado, lo que hace que el poder del presidente pueda tener contrapesos en el poder autonómico. Además, la fuerza histórica de los cabildos en la monarquía hispánica se mantiene en los ayuntamientos actuales, y el poder de los alcaldes no es tampoco desdeñable, aunque sus actuaciones tengan, lógicamente, un ámbito acotado.

Otra salvaguarda democrática es que el Estado se rige por funcionarios de carrera, que obtienen sus puestos mediante oposiciones y que limitan el margen de actuación del Gobierno, lo que explica que no se derrumbe todo cuando ocupan sus carteras personajes como Ernest Urtasun, Yolanda Díaz, María Jesús Montero o José Luis Ábalos, cuyos dislates no afectan el día a día de sus Ministerios. Vacuna contra el disparate, el funcionariado y sus reglas infinitas (el famoso recurso del expediente de Max Weber) produce parálisis procedimental y la sensación de que no importa quién gobierne, las cosas seguirán igual.

«El Ejecutivo de España cuenta con muchas ventajas, algunas inherentes a su cargo y otras adquiridas por las malas prácticas del poder de Pedro Sánchez»

Otro espacio de autonomía y poder ajeno al presidente es la economía de mercado. Esto lo saben muy bien las víctimas de dictaduras de derecha frente a las de izquierda. En las primeras generalmente hay un espacio de libertad individual, aunque estén cercenados sus derechos políticos, que se desarrolla al margen del gobierno y tiene que ver con lo económico, con las profesiones liberales o con la industria. Algo muy distinto de lo que pasa en las dictaduras de izquierda, donde el control del Gobierno/Estado abarca también cualquier medio de subsistencia, lo que hace el abismo dictatorial aún más profundo.

En España, el cuerpo de funcionarios creció exponencialmente durante el Gobierno de Felipe González por buenas razones. Había que dar sentido constitucional, presupuestario y organizativo a las labores del Estado de bienestar que empezaba a construirse (sobre las bases del desarrollismo franquista) y que permitió a España no solo alcanzar el pleno desarrollo en algún momento de los años ochenta, sino hacerlo con un elevador social muy eficaz. El único inconveniente fue una masa laboral de funcionarios públicos más o menos identificada con un color político, aunque esto sea injusto con los cientos de miles, pero no millones, de funcionarios que no actúan así. Cuanto más sofisticada es la posición y mayores habilidades académicas y personales se requieren para alcanzar un puesto, menor es la dependencia de los colores del Gobierno en el poder para llegar a ella.

La independencia económica en España, por otra parte, está entorpecida por una economía sobrerregulada y por leyes laborales, gremiales e institucionales que dificultan la libertad de empresa, el crecimiento económico, la productividad, los salarios reales y el dinamismo general. La larga sombra del Gobierno sobre industrias reguladas (telecomunicaciones, energía, industria militar) es otra limitante importante.

Otro problema es el cambio de paradigma en el mundo periodístico, en donde las otrora poderosas empresas de comunicación se han desvanecido en el aire de internet y solo muy pocas han logrado adaptarse al nuevo ecosistema mediático, que implica el fin del lector como consumidor dispuesto a pagar por una información veraz. La publicidad insertada no era por apoyar la libertad de expresión, sino por una natural búsqueda de mercado para sus productos. Y eso ha sido aprovechado por el Gobierno para no solo ocupar los medios públicos como parte del Ejecutivo y no como medios del Estado, neutrales por ley, sino para condicionar los apoyos publicitarios a la línea editorial, lo que hace que exista todo un sistema de medios que son, en realidad, terminales de Moncloa.

Así, el Ejecutivo de España cuenta con muchas ventajas, algunas inherentes a su cargo y otras adquiridas por las malas prácticas del poder de Pedro Sánchez. Un entramado burocrático, empresarial y mediático, de marcado signo ideológico y actuación partidista.

Volviendo a las tres salvaguardas democráticas —los jueces, los periodistas y el líder de la oposición—, todas presentan algunos problemas, y cumplen su función a medias. A Feijóo le falta fuerza de convicción y conciencia de la gravedad de la situación, padece una suerte de miedo escénico y no tiene imaginación política. ¿Se imaginan lo que ya habría hecho Pedro Sánchez opositor con un presidente como Pedro Sánchez? Sí parece haber logrado el líder del PP, por fin, una oposición más firme, directa y sin fisuras, con cada vez menos atavismos de aldea, pero aun así, la falta de reflejos políticos es alucinante.

«La sentencia de culpabilidad del fiscal general del Estado es tan importante y ha despertado tantas molestias en el Ejecutivo y sus terminales, porque les dice que aún hay líneas rojas»

La prensa actúa libremente, pero comparte espacio con medios privados patrocinados desde el Gobierno y con los medios públicos, por lo tanto, se encuentra en una batalla constante por informar, pero también por «ganar el relato» (citando a los clásicos), con pocos recursos y muchas presiones. La ceguera empresarial, que no se vuelca con estos medios, es también proverbial. Y, por último, unos jueces con la capacidad de investigar y juzgar, pero lastrados, en distintas instancias de la judicatura, por la forma en que son electos y que obliga a los más cobardes y mediocres a actuar según sus patrocinadores políticos.

Por eso la sentencia de culpabilidad del fiscal general del Estado es tan importante y ha despertado tantas molestias en el Ejecutivo y sus terminales, porque les dice que aún hay líneas rojas. Apelar a la soberanía popular para descalificar el mandato de los jueces, como ha hecho el presidente de Gobierno, es muy peligroso, pero con pocas posibilidades de triunfar, salvo como consigna electoral.

Montesquieu, en El espíritu de las leyes, expone: «No hay libertad si el poder de juzgar no está separado del legislativo y del ejecutivo […]. Todo estaría perdido si el mismo hombre o el mismo cuerpo, de los principales, o de los nobles, o del pueblo, ejerciera esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas, y el de juzgar los crímenes o los diferendos de los particulares».

Todo estaría perdido.

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