The Objective
Fernando R. Lafuente

Fantasmagorías otoñales (y II)

«La literatura y el cine han sido pródigos en desvelar que hay otras gentes en este mundo. Los llaman fantasmas y son una forma de desviar lo que el miedo esconde»

Opinión
Fantasmagorías otoñales (y II)

Jack Nicholson en 'El resplandor' (1980). | Warner Bros Pictures España

Le puede pasar a cualquiera, porque nadie está libre de sí mismo. Por ejemplo, Nicolas Chamfort (1741-1794) solía recordar: «Yo sin mí qué bueno sería». Tratar con uno mismo es un juego peligroso. Adentrarse en los laberintos desconocidos del otro lado. Más allá del clásico de Robert Louis Stevenson (1850-1894), con El extraño caso del Dr. Jekyll y el señor Hyde (1886) que va por otros derroteros, no precisamente fantasmales. Podría ocurrir que no hay nada externo en la fantasmagoría, sino que, al contrario, los fantasmas son una proyección de una imaginación alterada, o nerviosa, o apasionada, o temida. Uno de los capítulos sería el miedo al miedo. Un círculo, sin duda, moderadamente siniestro que le puede pasar a cualquiera porque, valga insistir en ello, nadie está libre de sí mismo.

La literatura, el cine y el pensamiento han sido pródigos en modelos curiosos que desvelan que hay otros mundos pero están en éste (algo así escribió Paul Éluard), y no solo otros mundos, sino otras gentes que están en éste. Los llaman fantasmas, y puede ser una forma de consolarse y desviar el objetivo, o la razón, o lo que el miedo esconde. En literatura un escritor, de entre tantos, destaca por esas proyecciones interiores que descubren objetos, seres, escenarios, frases y alcanza un grado de terror inolvidable: M.R. James (1862-1936). En su último cuento, póstumo, La viñeta (1935), se encuentra la esencia, la suma y resumen de buena parte de su obra. De niño vio, nada menos, que a un espectro en el jardín. Espectro que le acompañaría a lo largo de su vida.

Así, los protagonistas de sus historias fantasmales son gente normal, alejada de oscuras estancias, experimentos de ultratumba y demás elementos propios del gótico y el terror. Son gentes con dedicaciones a menudo académicas, poco dados a lo sobrenatural y, sin embargo, se ven enredados en una madeja oscura de sensaciones y presencias. Destaquemos uno para abrir boca. El grabado. Para adelantar solo una nota. Alguien descubre en el grabado algo extraordinario. Es la sensación tremenda del espejo. Se ha escrito que la verdadera sensación de soledad es mirarse en un espejo y no verse.

Vayamos al cine. A uno, Adolfo Bioy Casares le descubrió una de las películas más inquietantes jamás rodadas: la producción británica Al morir la noche (1945), cuyos directores fueron Alberto Cavalcanti, Charles Crichton, Basil Dearden y Robert Hamer. Cuatro historias. Ya comienza bien. Un grupo de invitados, una casa en la campiña inglesa, un fin de semana. Cada uno de los que allí se encuentra relata una historia rara, extraña que le ocurrió o soñó. Una pesadilla recurrente (son las peores), o escuchadas a otros. La verdaderamente espeluznante es la última, protagonizada, de manera formidable, no era para menos, por Michael Redgrave. Es el caso del muñeco cuya maldad es infinita. Pero ¿es el muñeco del ventrílocuo quien protagoniza los hechos o…?

Para fantasmas en el bosque, los que se encuentran Genjuro y Tobei. Solo hay que viajar al siglo XVI, Japón, cuna de una estela fantasmal sublime. Los cuentos de la luna pálida de agosto, película de 1953, dirigida por el gran Kenji Mizouguchi, basada en un clásico, como es la colección de cuentos escrita por Ueda Akinari en 1776. En Japón se libra una de sus guerras civiles. Dos amigos, Genjuro y Tobei, buscan la gloria, uno, ceramista; el otro, ansioso por convertirse en un samurái implacable. Abandonan el hogar, pero a Genjuro le espera lo que busca o lo que teme encontrar –a veces es lo mismo–. Lady Wakasa, que vaga víctima de la guerra por los parajes sombríos, se cruzará en el camino sin brillo y, a partir de ahí, la ensoñación se convertirá en pesadilla, fantasmal, claro. Pero ¿de quién?

«Mucho se ha escrito sobre la profunda ambigüedad que Henry James imprime al relato»

Tras la introducción y para dar ambiente a la noche otoñal, van los siguientes pasos a dos obras maestras del misterio, el terror, los fantasmas y los miedos al miedo. Otra vuelta de tuerca (1898), autor, Henry James (1843-1916). Una historia de fantasmas surgidos de una aterradora visión, o, algo peor, de la presencia de esos fantasmas y el poder que ejercen sobre dos niños, en una mansión inglesa a la que llega, no podía faltar en el género, una institutriz.

Mucho se ha escrito sobre la profunda ambigüedad que James imprime al relato. Sobre todo, en el papel, clave, de la institutriz. La proyección, o presencia, o alucinación, o razón de ser y estar de tales fantasmas es la clave de la historia: un antiguo empleado, Quint y la señorita Jessel, antigua institutriz. La historia no puede comenzar mejor. Es Nochebuena, unos amigos, junto a la chimenea, cuentan hechos, casos, leyendas, relatos a cuál más enigmático.

Por James solo conoceremos éste. A Douglas le ha llegado, naturalmente, un manuscrito en el que se cuenta lo sucedido en la mansión: «La noche siguiente, junto a la esquina de la chimenea, en el mejor sillón, Douglas empezó a leer…» Y, el lector a temblar. O el espectador, porque en 1961, Jack Clayton dirigió la que para quien esto escribe, es la película que de manera más inquietante, y de eso se trataba, capta y transmite, y conmueve lo narrado por Henry James, su título de la película es The Innocents, nadie sabe todavía por qué en España se tituló ¡Suspense! Título más inútil y banal es difícil pensarlo, pero así fue. Queda en el espectador dilucidar la naturaleza de los fantasmas Quint y Jessel, las apariciones ante los niños, Miles y Flora, y la irrupción de la nueva institutriz en ese laberinto de sombras.

Son las fantasmagorías otoñales. Tiempo de lectura fantasmales. Y qué decir de un tipo que se pretende escritor, son ya legión, y no encuentra mejor escenario para desarrollar su vena literaria que aceptar un trabajo, sin duda, original, y solitario. El cuidado de un hotel de montaña, Overlook, en Colorado, durante el durísimo y tenebroso invierno. Y hacia allí el escritor en ciernes se dirige, Eso sí, le acompañan, su apocada mujer, Wendy y su hijo, Danny, un niño con especial sensibilidad ante acontecimientos, presagios, sombras, premoniciones y vistas hacia lo que nadie ve, ni escucha. Sí, basada en una desasosegadora novela de un escritor magistral, Stephen King, El resplandor (1977), que un no menos magistral Stanley Kubrick llevó al cine en 1980.

«Tras ver ‘El resplandor’, pocos habrá que no duden en doblar el pasillo de un hotel, cuando avanzan en la madrugada hacia su habitación»

Después de ver la película, pocos habrá que no duden en doblar el pasillo de un hotel, cuando avanzan en la madrugada hacia su habitación. Menos aún que bajen al bar, resplandeciente de botellas en sus estanterías frontales, para charlar con un sobrenatural barman, de aspecto propio de los años del jazz-band, remilgado, educado, demasiado hablador, mientras en el hotel reina un silencio espeluznante y afuera cae la nieve. La conmoción se dispara. Las escenas de Kubrick, fascinantes. Jack Torrance trata de escribir, de comenzar su novela, la cámara desciende sobre la máquina de escribir, y el espectador descubre lo que comienza a ocurrirle al bueno (o al malo) de Torrance.

Danny tiene una conversación, al llegar al hotel, con el jefe de cocina, Dick, sin hablar, se entienden, poseen «resplandor». Dick le confiesa a Danny que el hotel también resplandece, pero que en ese resplandor hay historias para contar y otras para no dormir. Y de estas últimas, líbrense el niño y el espectador de la habitación 237. Cómo se proyectan los fantasmas en la mente de Torrance o no es asunto a dilucidar por el espectador. O todo ello es algo más allá de las alucinaciones de Torrance, o lo ocurrido en el hotel tiempo atrás y objeto de una historia brutal permanece y no hay que despertarlo.

Con los fantasmas ocurre lo mismo que con la serpiente de Shelley, no la despiertes si no sabes el camino que va a tomar. En una serie de televisión de los felices años ochenta del siglo pasado, el policía encargado de distribuir el trabajo de ese día, siempre, al final de la reunión, solía repetir: «Y tengan cuidado ahí fuera». Con las fantasmagorías otoñales, uno, discretamente, debería recomendar: «Y, sobre todo, tengan cuidado ahí dentro».

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