España, año VII del sanchismo
«En el sanchismo, la trama siempre avanza, pero el final nunca cambia. Como en los culebrones baratos: mucho lío, mucho grito, mucho giro… para que todo siga igual».

Ilustración de Alejandra Svriz.
Hay semanas en las que la política española parece una reposición infinita de Cuéntame, pero con reparto de villanos reciclados y guionistas que ya no creen ni en ellos mismos. Este jueves, sin ir más lejos, se alinean los planetas judiciales: Koldo y Ábalos se juegan su última noche en libertad —esa que huele a metáfora decadente de fin de época— ante las peticiones de prisión por riesgo de fuga.
Si Ábalos acaba entrando en prisión —el antiguo fontanero mayor del Reino convertido en pieza de museo penitenciario— pasará una cosa tan española que duele decirla: podrá seguir siendo diputado, pero sin derecho a voto. La España de la normalidad democrática, ya sabes.
De propina, Víctor de Aldama desplegará ante el juez el catálogo ampliado de horrores de la trama. Es decir, el jueves que cualquier democracia cuerda habría reservado para que un gobierno dimitiera en bloque, aquí se gestiona con la soltura de una junta de vecinos en agosto.
El juez lo interroga por el informe que implica al ministro Ángel Víctor Torres, y Aldama llega con actitud de quien ha decidido vaciar el cajón sin mirar atrás. Dispuesto a contarlo todo. Cuando un comisionista decide sincerarse, tiemblan más esqueletos que en las catacumbas romanas.
Porque el miedo —esa palabra que el poder nunca pronuncia pero siempre padece— juega aquí su propia partida. El miedo a la última noche en libertad. El miedo al eco de sus voces en un pasillo sin ventanas. El miedo a que una conversación de bar se convierta en declaración jurada. Y cuando el miedo aprieta, la lengua se libera con la fuerza del agua en las compuertas de un pantano.
Lo visto estas semanas tiene mucho de desahogo desesperado. Ábalos está en modo aspersor, disparando en todas direcciones. Koldo, más rudimentario, mezcla épica de barrio y papeles comprometedores como quien intenta negociar con el cobrador del frac enseñando tickets arrugados.
«El Gobierno vive instalado en la ‘teoría del ruido’, cuanto más escándalo, menos impacto»
Pero bajo esa coreografía hay un detalle inquietante: tienen pruebas. Tienen documentos. Tienen fotos, audios, conversaciones y —lo más devastador— memoria. Y la memoria, en política, siempre vuelve. Así es como han vuelto los del Comando del Peugeot, aquella banda fundacional dirigida por Pedro Sánchez que nos enseñó que las historias turbias nunca mueren, solo hibernan.
Y aun así, aún con este arsenal, permíteme la herejía, políticamente no cambiará nada. Sánchez ha convertido la corrupción en una especie de «inmunidad por desgaste», es decir, cuanto más se acumula, menos impacto tiene. Una especie de homeopatía al revés. Si cae otro caso, es simplemente uno más. Y sus socios, disciplinados, siguen sosteniendo el edificio como una Torre de Pisa política, inclinándose mucho, cayéndose nunca.
Claro que Koldo puede enseñar fotos de ministros haciendo lo que no deben. Claro que Aldama puede contar detalles de Torres que dejarían tieso a un suizo. Incluso Villarejo, ese fantasma de la ópera policial, ha vuelto a flotar por los pasillos mediáticos. Pero nada de eso alterará gran cosa en un Gobierno que ha probado ya todas las dosis de desenfado, cinismo y negación.
La corrupción ya no escandaliza; aburre. Está incrustada, normalizada, metabolizada. Lo único que está empezando a romper el hechizo no son los jueces, sino la gente. El hartazgo. La sensación de que vivimos en un engaño continuado. De que no queda un solo principio político que no haya sido arrendado por horas. El enfado de la gente puede pesar más que cualquier grabación envuelta en celofán.
«Hubo un tiempo en el que había responsabilidad política, o al menos el gesto de ella»
Y aquí es donde el contraste histórico se hace insoportable. Porque hubo un tiempo —en la España socialista de Felipe González, sí, en aquella que muchos mitifican— donde existía un verbo hoy convertido en fósil: dimitir. Antonio Asunción dejó su cargo por la fuga de Roldán sin haber tenido tiempo de calentar el sillón. Vicente Albero lo hizo por defraudar a Hacienda. Serra y García Vargas, por el escándalo del Cesid. Había responsabilidad política, o al menos el gesto de ella.
Hoy, ni el Dioni ni Roldán escapando con barba postiza provocarían movimiento alguno. El Gobierno vive instalado en la «teoría del ruido», cuanto más escándalo, menos efecto. Es la doctrina soviética del desgaste: que todo sea tan escandaloso que ya nada impresione.
Así que sí, este jueves veremos a Koldo, Ábalos y Aldama desfilar. Pero no veremos nada más. En el sanchismo, la trama siempre avanza, pero el final nunca cambia. Como en los culebrones baratos, mucho lío, mucho grito, mucho giro… para que todo siga igual.